Ya eran las seis, y el sol de la tarde daba al paisaje un agradable color ámbar. Con el bastón en la mano, Göring dirigió a sus invitados hacia la casa. Una colección de espadas colgaba nada más entrar por la puerta principal. Les enseñó sus habitaciones «dorada» y «plateada», la sala de cartas, biblioteca, gimnasio y cine. Uno de los vestíbulos estaba erizado con docenas de cornamentas. En el salón principal encontraron un árbol vivo, una imagen de Hitler de bronce y un espacio todavía sin ocupar en el cual Göring pensaba instalar una estatua de Wotan, el dios teutónico de la guerra. Göring «se mostraba vanidoso en todo momento», observó Dodd. Se fijó en que un cierto número de invitados intercambiaban miradas divertidas y discretas.
Entonces Göring dirigió a todo el grupo fuera, donde les indicaron que se sentaran en unas mesas colocadas al aire libre para la cena, presidida por la actriz Emmy Sonnemann, a quien Göring identificó como su «secretaria privada», aunque era de conocimiento común que ella y Göring tenían una relación amorosa. (A la señora Dodd le gustaba Sonnemann, y en los meses siguientes, según observó Martha, «se aficionaría mucho a ella».)
[661]
El embajador Dodd se encontró sentado en una mesa con el vicecanciller Papen, Phipps y François-Poncet, entre otros. El resultado le decepcionó. «La conversación no tenía valor alguno», afirmaba, aunque es cierto que se implicó, al menos durante un rato, cuando la discusión se centró en un nuevo libro sobre la armada alemana en la Primera Guerra Mundial. Los comentarios bélicos, demasiado entusiastas, llevaron a Dodd a decir: «Si la gente supiera la verdad de la historia, nunca habría otra guerra».
Phipps y François-Poncet se rieron, incómodos.
Y luego se hizo el silencio.
Unos momentos más tarde, se reanudó la charla: «Cambiamos», según decía Dodd, «a otros temas menos arriesgados».
Dodd y Phipps asumían (o mejor esperaban) que una vez acabase la comida podrían excusarse e iniciar el viaje de vuelta a Berlín, donde ambos tenían que asistir a una función de tarde, pero Göring les informó de que el clímax de la reunión («aquella extraña comedia», la llamaba Phipps) todavía estaba por llegar.
Göring dirigió a sus huéspedes a otra zona de la costa del lago, a unos quinientos metros de allí, donde se detuvo ante una tumba erigida al borde del agua. Allí Dodd encontró lo que calificó como «la estructura más sofisticada de ese tipo que jamás había visto». El mausoleo estaba centrado entre dos enormes robles y seis grandes piedras como megalitos que recordaban a Stonehenge. Göring fue andando hacia uno de los robles y se colocó ante él, con las piernas separadas, como un gigantesco espíritu del bosque. Llevaba todavía el cuchillo de caza al cinto, y de nuevo empuñó su cayado medieval. Soltó una perorata sobre las virtudes de su esposa muerta, el lugar idílico de su tumba, y sus planes para la exhumación y el nuevo entierro, que iba a ocurrir al cabo de diez días, en el solsticio de verano, un día que la ideología pagana del nacionalsocialismo había cargado con una enorme importancia simbólica. Asistiría Hitler y también legiones de hombres del ejército, las SS y las SA.
Al final, «cansados de tanta exhibición», Dodd y Phipps en tándem se dirigieron a despedirse de Göring. La señora Cerruti, que estaba claro que esperaba también su oportunidad para salir corriendo, fue más veloz que ellos. «Lady Cerruti vio nuestro movimiento», decía Dodd, «y se levantó rápidamente para que nadie se interpusiera en su camino hacia la huida a la primera ocasión posible».
Al día siguiente, Phipps escribió en su diario sobre la fiesta abierta de Göring. «Todo el procedimiento fue muy extraño y en ocasiones transmitía una gran sensación de irrealidad», escribió. Pero el episodio le había proporcionado información valiosa, aunque inquietante, sobre la naturaleza del gobierno nazi. «La impresión principal era de la ingenuidad más patética del general Göring, que nos enseñó sus juguetes como un niño grande, gordo y mimado: sus bosques primigenios, sus bisontes y sus pájaros, su pabellón de caza, su lago y su playita para bañarse, su “secretaria privada” rubia, el mausoleo de su esposa, los cisnes y los megalitos… Y luego recordé que disponía de otros juguetes también, menos inocentes, aunque tuviesen alas, y que algún día los lanzaría a una misión asesina con el mismo espíritu pueril y el mismo ingenuo regocijo.»
HABLA UN PIGMEO
Adonde quiera que iban Martha y su padre oían rumores y especulaciones de que el colapso del régimen de Hitler podía ser inminente. Cada cálido día de junio los rumores iban siendo más detallados. En bares y cafés, los clientes se enzarzaban en el pasatiempo decididamente peligroso de componer y comparar listas de quién se incluiría en el nuevo gobierno. Aparecían a menudo los nombres de dos cancilleres anteriores:
[662]
el general Kurt von Schleicher y Heinrich Brüning. Un rumor sostenía que Hitler seguiría siendo canciller, pero que lo mantendría bajo control un gabinete nuevo y más fuerte, con Schleicher como vicecanciller, Brüning como ministro de Exteriores y el capitán Röhm como ministro de Defensa. El 16 de junio de 1934, apenas a un mes del primer aniversario de su llegada a Berlín, Dodd escribió al secretario de Estado Hull: «Por todas partes adonde voy, los hombres hablan de resistencia, de posibles golpes de Estado en grandes ciudades».
[663]
Y entonces ocurrió algo que hasta aquella primavera habría parecido imposible, dadas las potentes barreras contra la discrepancia establecidas por el gobierno de Hitler.
El domingo 17 de junio, el vicecanciller Papen tenía que haber pronunciado un discurso en Marburgo, en la universidad del mismo nombre que la ciudad, a una breve distancia en tren al sudoeste de Berlín. No vio el texto hasta que estaba a bordo del tren, debido a una silenciosa conspiración entre su escritor de discursos, Edgar Jung, y su secretario, Fritz Gunther von Tschirschky und Boegendorff. Jung era un conservador importante, que se había llegado a oponer tanto al Partido Nazi que había pensado incluso en asesinar a Hitler. Hasta el momento había mantenido sus tendencias antinazis al margen de los discursos de Papen, pero entonces pensó que el creciente conflicto en el seno del gobierno le daba una oportunidad única. Si el propio Papen hablaba contra el régimen, razonaba Jung, sus observaciones quizá consiguiesen que el presidente Hindenburg y el ejército expulsaran a los nazis del poder y aplastasen a las Tropas de Asalto, con el fin de restaurar el orden de la nación. Jung había preparado cuidadosamente el discurso con Tschirschky, pero ambos hombres se lo habían ocultado deliberadamente a Papen hasta el último momento, para que no tuviera otra elección que pronunciarlo. «El discurso nos costó meses de preparación»,
[664]
dijo más tarde Tschirschky. «Era necesario encontrar la ocasión adecuada para pronunciarlo, y todo tenía que estar preparado con la mayor atención posible.»
Entonces, en el tren, mientras Papen leía el texto por primera vez, Tschirschky vio que el miedo se reflejaba en su cara. Da la medida de lo alterados que estaban los ánimos en Alemania (esa percepción tan extendida de que era inminente un cambio dramático) que Papen, una personalidad nada heroica, tuviera la sensación de que podía salir adelante y pronunciarlo y aun así sobrevivir. No tenía mucha elección, la verdad. «Más o menos le obligamos a pronunciar aquel discurso», dijo Tschirschky. Ya se habían repartido copias a los corresponsales extranjeros. Aunque Papen se echase atrás en el último momento, el discurso seguiría circulando. Estaba claro que algunos aspectos de su contenido ya se habían filtrado, porque cuando Papen llegó a la sala, ésta vibraba, llena de expectación. Su ansiedad seguramente se vio acentuada cuando vio que un cierto número de asientos estaban ocupados por hombres que llevaban camisas pardas y brazaletes con la esvástica.
Papen se dirigió hacia el podio.
«Me han dicho», empezó,
[665]
«que mi participación en los acontecimientos de Prusia, y en la formación del presente gobierno» (una alusión a su papel para conseguir el nombramiento de Hitler como canciller), «ha tenido un efecto tan importante en los acontecimientos ocurridos en Alemania que tengo la obligación de verlo todo de una manera mucho más crítica que la mayoría de las personas».
Las observaciones que seguían habrían conducido a alguien de menor categoría directamente a la horca. «El gobierno», dijo Papen, «es muy consciente del egoísmo, la falta de principios, la insinceridad, la conducta poco caballerosa y la arrogancia que han aumentado bajo el disfraz de la revolución alemana». Si el gobierno pensaba establecer «una relación íntima y amistosa con la gente», advirtió, «entonces no debe subestimarse su inteligencia, la confianza debe ser recíproca y no debe existir ningún intento continuo de intimidarles».
El pueblo alemán, continuó, seguiría a Hitler con absoluta lealtad «si se les permitiese participar en la toma de decisiones y en su realización, siempre que toda palabra crítica no sea interpretada inmediatamente como maliciosa, y siempre que los patriotas más entusiastas no sean tildados de traidores».
Había llegado el momento, proclamó, «de silenciar a los fanáticos doctrinarios».
El público reaccionó como si sus miembros hubiesen esperado mucho tiempo oír semejantes comentarios. Mientras Papen concluía su discurso, la gente se puso en pie. «Los atronadores aplausos»,
[666]
observó Papen, ahogaron «las furiosas protestas» de los nazis uniformados entre la multitud. El historiador John Wheeler-Bennett, por aquel entonces residente en Berlín, decía: «Resulta difícil describir la alegría con la que se recibió aquello en Alemania.
[667]
Era como si se hubiese quitado de repente un peso del alma alemana. La sensación de alivio casi se notaba en el aire. Papen había expresado con palabras lo que miles y miles de compatriotas suyos encerraban en su corazón por temor a los espantosos castigos del habla».
* * *
Aquel mismo día Hitler tenía previsto hablar en otro lugar de Alemania sobre el tema de una visita que acababa de hacer a Italia para reunirse con Mussolini. Hitler aprovechó aquella oportunidad para atacar a Papen y a sus aliados conservadores, sin mencionar a Papen directamente. «Todos esos enanitos que creen que tienen algo que decir contra nuestra idea serán borrados del mapa por su fuerza colectiva»,
[668]
gritó Hitler. Y clamó contra «ese ridículo y pequeño gusano», ese «pigmeo que imagina que puede detener, con unas pocas frases, la gigantesca renovación de la vida de un pueblo».
Advirtió al bando de Papen: «Si en algún momento intentan, aunque sea de la manera más ínfima, pasar de sus críticas a un nuevo acto de perjurio,
[669]
pueden estar seguros de que lo que se enfrenta hoy a ellos no es la burguesía cobarde y corrupta de 1918, sino el puño del pueblo entero. Es el puño de la nación el que está apretado y el que derribará a cualquiera que se atreva a llevar a cabo hasta el más mínimo intento de sabotaje».
Goebbels actuó inmediatamente para suprimir el discurso de Papen. Prohibió que se radiase y ordenó la destrucción de los discos de gramófono donde se había grabado. Prohibió que los periódicos publicasen su texto o informasen sobre su contenido, aunque al menos un periódico, el
Frankfurter Zeitung
, consiguió publicar algún extracto. Tan decidido estaba Goebbels a impedir que se propagase el discurso que algunas copias del documento «fueron arrancadas de las manos de los clientes de restaurantes y cafeterías»,
[670]
informaba Dodd.
Los aliados de Papen usaron las prensas del nuevo periódico de Papen,
Germania
, para imprimir copias del discurso, y las distribuyeron secretamente a diplomáticos, corresponsales extranjeros y otros. El discurso causó gran revuelo por todo el mundo. El
New York Times
pidió que la embajada de Dodd proporcionara el texto íntegro por telégrafo. Los periódicos de Londres y París convirtieron el discurso de Papen en una sensación.
Aquel acontecimiento intensificó la sensación de intranquilidad que impregnaba Berlín. «Había algo en el aire bochornoso»,
[671]
escribió Hans Gisevius, memorialista de la Gestapo, «y una avalancha de rumores probables y absurdamente fantásticos salpicó al populacho intimidado. La gente se creía a pies juntillas unos cuentos insensatos. Todo el mundo susurraba y traficaba con rumores frescos». Hombres de ambos lados del espectro político «se preocupaban extraordinariamente por la cuestión de si se había contratado a unos asesinos para matarles, y quiénes podían ser aquellos asesinos».
Alguien arrojó una granada de mano
[672]
desde el tejado de un edificio a Unter den Linden. Explotó, pero el único daño fue en la psique de diversos líderes del gobierno y de las SA, que casualmente estaban en la vecindad. Karl Ernst, el joven y despiadado líder de la división de Berlín de las SA, había pasado por allí cinco minutos antes de la explosión, y aseguraba que él era el objetivo y que Himmler estaba detrás de aquello.
En aquella ebullición de tensiones y miedos, la idea de que Himmler deseara matar a Ernst resultaba enteramente plausible. Aun después de que una investigación policial identificase al posible asesino como un trabajador a tiempo parcial resentido, quedó un aura de temor y duda, como el humo que se eleva del cañón de un arma. Gisevius decía: «Había mucho susurro, mucho guiño y mucho movimiento de cabeza, y quedaron muchos restos de sospechas».
[673]
La nación parecía preparada para el clímax de alguna película de suspense.
«La tensión se encontraba en su grado más elevado», escribió Gisevius. «La incertidumbre torturante era tan difícil de soportar como el calor y la humedad excesivos. Nadie sabía lo que iba a ocurrir a continuación, y todo el mundo tenía la sensación de que algo terrible estaba en el aire.» Victor Klemperer, el filólogo judío, también lo notaba. «Por todas partes incertidumbre, fermento, secretos», escribió en su diario a mediados de junio. «Vivimos día a día.»
[674]
* * *
Para Dodd, el discurso de Papen en Marburgo parecía un indicador de lo que él mismo creía desde hacía largo tiempo: que el régimen de Hitler era demasiado brutal e irracional para durar. El propio vicecanciller de Hitler había hablado en contra del régimen, y había sobrevivido. ¿Era en realidad aquélla la chispa que acabaría con el gobierno de Hitler? Si era así, qué extraño que debiera proceder de un alma tan poco valiente como la de Papen.