En el jardín de las bestias (36 page)

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Authors: Larson Erik

Tags: #Intriga, #Bélico, #Biografía

La moción no prosperó. El secretario Hull, según un historiador, «ejerció su influencia ante el Comité de Relaciones Exteriores para que la enterrasen».
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Capítulo 34

DIELS, ASUSTADO

Al acercarse la primavera, las temperaturas al final rompieron el umbral de los 10 grados centígrados, y Martha empezó a notar un cambio en Diels. Normalmente se mostraba frío y sofisticado, pero ahora estaba nervioso. Y tenía buenos motivos.

El nerviosismo inherente a su cargo aumentó notablemente cuando el capitán Röhm insistió en exigir el control del ejército, y Heinrich Himmler quiso fortalecer su dominio sobre las operaciones de la policía secreta en toda Alemania. Diels había dicho una vez que su trabajo requería que estuviese sentado «a ambos lados de la valla al mismo tiempo»,
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pero reconocía que su posición ya no era sostenible. Al ver las cosas desde el interior, conocía la intensidad de las pasiones que estaban en juego y el carácter inquebrantable de las ambiciones veladas. Sabía también que todas las partes implicadas contemplaban la prisión y el crimen como armas políticas útiles. Le dijo a Martha que aunque ahora era oficialmente coronel de las SS de Himmler, tanto Himmler como sus socios le odiaban. Empezó a temer por su vida y llegó un momento en que les dijo a Martha y Bill que le podían pegar un tiro en cualquier momento. «Nosotros no nos tomamos en serio lo que dijo»,
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recordaba ella. Tenía tendencia a ser muy melodramático, y ella lo sabía, aunque reconocía que «en su trabajo uno se podía volver histérico o paranoico». La tensión también perjudicaba su salud, sin embargo. Se quejaba de «fuertes dolores de estómago y problemas cardíacos».

Notando que era inevitable una erupción política, Diels se reunió con Hermann Göring, que todavía era su jefe nominalmente, para pedirle un permiso de la Gestapo. El motivo que dio fue la enfermedad. En sus posteriores memorias describía la reacción de Göring.

—¿Está enfermo? —susurró Göring—. Es mejor que sea verdad y esté «muy» enfermo.
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—Sí, estoy enfermo de verdad —dijo Diels. Le contó a Göring que había hecho todo lo posible para «devolver el carro del Estado a su camino correcto». Pero ahora, decía, «ya no puedo continuar».

—Muy bien, está enfermo —dijo Göring—. Por tanto no puede permanecer en servicio ni un día más. Queda usted confinado en su domicilio, ya que está enfermo. No hará ninguna llamada de larga distancia ni escribirá carta alguna. Y por encima de todo, vigile adónde va.

La prudencia le dictaba un comportamiento distinto. Una vez más, Diels abandonó el país,
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pero esta vez se inscribió en un sanatorio suizo. Los rumores sostenían, no sin fundamento, que se había llevado un cargamento de archivos secretos muy condenatorios, para entregárselos a un amigo en Zúrich que lo publicaría todo si Diels acababa recibiendo un disparo.

Unas semanas más tarde Diels volvió a Berlín, y poco después invitó a Martha y Bill a su apartamento. La mujer de Diels los condujo a ambos al salón, donde encontraron a Diels echado en un sofá, con aspecto de no estar curado en absoluto. Tenía un par de pistolas encima de una mesa cercana, junto a un mapa grande. Diels despachó a su mujer, a quien Martha describía como «una criatura patética de aspecto pasivo».
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El mapa, según vio Martha, estaba cubierto de símbolos y anotaciones aplicadas con tintas de distintos colores, que describían una red de puestos y agentes de la policía secreta. Martha lo encontró terrorífico, una «vasta telaraña de intrigas».

Diels estaba orgulloso.

—Ya sabéis que en su mayor parte esto es obra mía —les dijo—. He organizado el sistema de espionaje más efectivo que ha tenido jamás Alemania.

Si poseía tal poder, le preguntó Martha, ¿por qué tenía tanto miedo?

El respondió:

—Porque sé demasiado.

Diels necesitaba reforzar sus defensas. Le dijo a Martha que cuanto más fueran vistos en público los dos juntos, más a salvo se sentiría. Y no era una simple excusa destinada a reavivar su romance. Hasta Göring empezaba ya a ver a Diels como un artículo de un valor menguante. Entre la tormenta de pasiones desatadas que se arremolinaban sobre Berlín aquella primavera, el peligro más grave para Diels surgía del hecho de que continuaba resistiéndose a elegir un bando, y como resultado, desconfiaban de él en diversos grados en todos los campos. Se volvió lo suficientemente paranoico para creer que alguien estaba intentando envenenarle.

Martha no tenía objeción alguna a pasar más tiempo con Diels. Le gustaba que le asociaran con él, y tener la visión confidencial que él le aportaba. «Yo era tan joven y despreocupada que quería estar lo más cerca posible de todas las situaciones que pudiera», escribió.
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Pero ella poseía algo que Diels no tenía: la seguridad de que como hija del embajador norteamericano, estaba a salvo de todo mal.

Un amigo le advirtió, sin embargo, que en aquel caso estaba «jugando con fuego».

A lo largo de las semanas que siguieron, Diels se pegó a Martha y se comportó, como ella decía, «como un conejo asustado»,
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aunque también tenía la sensación de que una parte de Diels (el antiguo y confiado Lucifer) se regodeaba en el juego de zafarse de aquel apuro.

«En muchos aspectos, el peligro en el que pensaba que estaba era un desafío para su astucia y su perspicacia», recordaba ella. «¿Sería capaz de burlarles o no, podría escapar de ellos o no?»
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Capítulo 35

ENFRENTARSE AL CLUB

El barco de Dodd llegó a la cuarentena en el puerto de Nueva York el viernes 23 de marzo. El había esperado que su llegada no sería advertida por la prensa, pero una vez más sus planes acabaron frustrados. Los periodistas cubrían regularmente todos los grandes buques de línea del día, presumiendo, generalmente de manera acertada, que a bordo podía haber alguien importante. Por si acaso Dodd había preparado unas declaraciones breves, de cinco frases, y pronto se encontró leyéndolas ante los dos periodistas que le habían visto. Explicó que volvía a Estados Unidos «con un breve permiso… para obtener el descanso que tanto necesitaba de la tensa atmósfera europea».
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Y añadía: «Contrariamente a las predicciones de muchos estudiosos de los problemas internacionales, tengo la seguridad de que no habrá guerra en el futuro próximo».

Le animó mucho ver que el vicecónsul alemán en Nueva York había ido a recibir su barco con una carta de Hitler para que se la entregase a Roosevelt. Dodd se sintió especialmente complacido al ver que su amigo el coronel House le había enviado su «preciosa limusina»
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para que lo recogiera y lo llevara al hogar del coronel en Manhattan, en la calle Sesenta y ocho Oeste con Park Avenue, y allí esperase hasta coger el tren hacia Washington D.C. Una suerte, escribió Dodd en su diario, porque los taxistas estaban en huelga, «y si me hubiese ido a un hotel, la gente del periódico me habría seguido incordiando hasta que saliese mi tren a Washington». Dodd y el coronel hablaron con total franqueza. «House me dio una valiosa información sobre los funcionarios poco amistosos del Departamento de Estado con los cuales tendría que vérmelas.»

Y lo mejor de todo: poco después de su llegada, Dodd recibió el último capítulo de su
Viejo Sur
recién mecanografiado por la amiga de Martha, Mildred Fish Harnack, y enviado por valija diplomática.

* * *

En Washington, Dodd fue a inscribirse al Cosmos Club, que en aquel tiempo estaba situado en la plaza Lafayette, justo al norte de la Casa Blanca. La primera mañana que pasó en Washington fue andando al Departamento de Estado para celebrar la primera de muchas reuniones y comidas.

A las once en punto se reunió con el secretario Hull y el subsecretario Phillips. Los tres pasaron mucho tiempo preguntándose cómo responder a la carta de Hitler. Hitler alababa los esfuerzos de Roosevelt para restaurar la economía norteamericana y afirmaba que «el deber, disposición para el sacrificio y la disciplina»
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eran virtudes que debían ser dominantes en cualquier cultura. «Esas exigencias morales que el presidente coloca ante cualquier ciudadano individual de Estados Unidos son también la quintaesencia de la filosofía del Estado alemán, que encuentra su expresión plena en el lema: “El bien público trasciende los intereses del individuo”.»

Phillips decía que aquél era un «extraño mensaje».
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Para Dodd, así como para Hull y Phillips, era obvio que Hitler esperaba establecer un paralelismo entre él mismo y Roosevelt y que la obligatoria respuesta de Estados Unidos tendría que estar redactada con muchísimo cuidado. Esa tarea recayó en Phillips y el jefe de Asuntos Europeos Occidentales Moffat, y el objetivo era, según escribió Moffat, «evitar caer en la trampa de Hitler».
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La carta resultante daba las gracias a Hitler por sus amables palabras, pero observaba que su mensaje no se aplicaba personalmente a Roosevelt, sino más bien al pueblo norteamericano en su conjunto, «que libremente y de buen grado ha hecho heroicos esfuerzos en interés de la recuperación».
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En su diario, Phillips escribió: «Queríamos eludir la impresión de que el presidente se estaba volviendo fascista».
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Al día siguiente, lunes 26 de marzo, Dodd fue andando hasta la Casa Blanca para comer con Roosevelt. Comentaron un brote de hostilidad hacia Alemania que había surgido en Nueva York tras el asunto del juicio bufo, aquel mismo mes. Dodd había oído a un neoyorquino expresar el temor de que «pudiera haber fácilmente una pequeña guerra civil»
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en la ciudad de Nueva York. «El presidente también habló de ese tema», afirmaba Dodd, «y me preguntó si yo estaba dispuesto a hacerlo, si haría que los judíos de Chicago suspendieran su propio juicio bufo, previsto para mediados de abril».

Dodd accedió a intentarlo. Escribió a los líderes judíos, incluido Leo Wormser, para pedirles que «dejaran las cosas tranquilas en lo posible»,
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y escribió también al coronel House y le pidió que ejerciese su influencia en el mismo sentido.

Por muy ansioso que estuviese Dodd de llegar a su granja, también disfrutó de la perspectiva de una conferencia dispuesta para aquella semana, en la cual al menos tendría la oportunidad de plantear sus críticas a las políticas y prácticas del Servicio de Exteriores directamente a los chicos del Club Bastante Bueno.

* * *

Habló ante un público que incluía a Hull, Moffat, Phillips, Wilbur Carr y Sumner Welles. A diferencia de su discurso del día de Colón en Berlín, Dodd fue franco y directo.

Los días del «estilo Luis XIV y la reina Victoria»
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habían pasado ya, les dijo. Las naciones estaban en bancarrota, «incluyendo la nuestra». Había llegado el momento de «dejar las actuaciones grandilocuentes». Citó a un funcionario consular norteamericano que embarcó los muebles suficientes para llenar una casa de veinte habitaciones… y sin embargo, su familia sólo constaba de dos miembros. Añadió que un simple ayudante suyo «tenía chófer, portero, mayordomo, mozo, dos cocineras y dos doncellas».

A todos los funcionarios, añadió, se le debía requerir vivir sólo con su salario, ya fuesen los 3.000 dólares al año de un funcionario de bajo rango o los 17.500 que él mismo recibía como embajador plenipotenciario, y todo el mundo debía conocer la historia y costumbres de su país anfitrión. Había que enviar al exterior solamente a hombres «que piensen en los intereses de nuestro país, y no tanto en ponerse una ropa distinta cada día o asistir a comidas muy divertidas pero bobas y cada noche a actuaciones hasta las tantas».

Dodd tuvo la sensación de que esta última observación causó efecto. Anotó en su diario: «Sumner Welles hizo una mueca: es propietario de una mansión en Washington que hace sombra a la propia Casa Blanca, y en algunos aspectos es igual de grande». La mansión de Welles, llamada por algunos «la casa de las cien habitaciones»,
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se encontraba en la avenida Massachusetts, en el exterior de Dupont Circle, y era renombrada por su opulencia. Welles y su mujer también poseían una propiedad en el campo de 102 hectáreas, a las afueras de la ciudad, Oxon Hill Manor.

Cuando Dodd hubo concluido sus observaciones, el público le alabó y le aplaudió. «Pero no me dejé engañar, sin embargo, tras dos horas de fingido beneplácito.»

En realidad, su conferencia no hizo otra cosa que agudizar más aún la enemistad que le profesaba el Club Bastante Bueno.
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Al llegar el momento de aquella charla, algunos de sus miembros, sobre todo Phillips y Moffat, habían llegado a expresar auténtica hostilidad hacia él en privado.
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Dodd hizo una visita al despacho de Moffat. Aquel mismo día, Moffat escribió una breve valoración del embajador en su diario: «No piensa… con claridad, en absoluto.
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Expresa una gran insatisfacción con la situación y luego rechaza cualquier propuesta que se hace para remediarla. Le desagrada todo su personal, pero no desea que se transfiera a nadie. A veces se muestra suspicaz con todo el mundo con quien entra en contacto, y un poco celoso». Moffat decía que era «un pobre inadaptado».

Dodd no parecía ser consciente de que estaba conjurando unas fuerzas que podían poner en peligro su carrera. Más bien se deleitaba pinchando la sensibilidad exclusivista de sus oponentes. Le dijo a su mujer, muy satisfecho: «Su jefe protector» (presumiblemente se refería a Phillips o a Welles) «no se ha alterado lo más mínimo. Si ataca, desde luego no es abiertamente».
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Capítulo 36

SALVAR A DIELS

El temor que sentía Diels se había vuelto más pronunciado, hasta el punto de que en marzo fue a ver a Martha de nuevo para pedirle ayuda, esta vez con la esperanza de conseguir ayuda de la propia embajada de Estados Unidos a través de ella. Era un momento cargado de ironía: el jefe de la Gestapo buscando ayuda de funcionarios americanos… De alguna manera, Diels había conseguido enterarse de un plan de Himmler para arrestarle, posiblemente aquel mismo día. No se hacía ilusiones. Himmler lo quería muerto.

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