En el jardín de las bestias (31 page)

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Authors: Larson Erik

Tags: #Intriga, #Bélico, #Biografía

Hitler y Röhm

Capítulo 28

ENERO DE 1934

El 9 de enero, el principal acusado del juicio del Reichstag, Marinus van der Lubbe, recibió la noticia por parte del fiscal público de que iba a ser decapitado al día siguiente.

«Gracias por decírmelo», dijo Van der Lubbe. «Nos vemos mañana.»
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El verdugo llevaba chistera y frac, y un toque especialmente maniático: guantes blancos. Usó una guillotina.

La ejecución de Van der Lubbe puso un punto final claro, aunque sangriento, a la historia del incendio del Reichstag, y se acallaron las turbulencias que llevaban agitando Alemania desde el mes de febrero anterior. Ahora, todo aquel que necesitase un final cierto podía señalar un acto estatal oficial: Van der Lubbe había provocado el fuego, y ahora Van der Lubbe estaba muerto. Dimitrov, todavía vivo, iba a ser enviado en avión a Moscú. El camino para la restauración de Alemania quedaba libre.

Al iniciarse el año Alemania parecía, al menos a nivel superficial, mucho más estable, para gran decepción de los observadores y diplomáticos extranjeros que todavía alimentaban la creencia de que las presiones económicas acabarían por provocar la caída del régimen de Hitler. Al final de aquel primer año como canciller, Hitler parecía mucho más racional, casi conciliador, y llegaba incluso a insinuar que podía apoyar cierta forma de pacto de no agresión con Francia y Gran Bretaña. Anthony Eden, Lord del Sello Privado de Gran Bretaña, viajó a Alemania para reunirse con él, y como Dodd, salió impresionado por la sinceridad de Hitler en su deseo de paz. Sir Eric Phipps, embajador británico en Alemania, escribió en su diario: «Herr Hitler parecía sentir una genuina simpatía por el señor Eden, que ciertamente, consiguió sacar a la superficie de ese extraño ser ciertas cualidades humanas que, para mí, hasta ese momento, habían permanecido obstinadamente aletargadas».
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En una carta a Thornton Wilder, Martha escribió: «Hitler está mejorando definitivamente».
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Esa sensación de normalidad futura era aparente en otras esferas también. La tasa de trabajadores desempleados había bajado rápidamente de 4,8 millones en 1933 a 2,7 millones en 1934,
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aunque en gran parte esto se debía a medidas como asignar el trabajo de un hombre a dos, y una agresiva campaña de propaganda que pretendía disuadir a las mujeres de trabajar. Los campos de concentración «salvajes» se habían clausurado, gracias en parte al jefe de la Gestapo, Rudolf Diels. En el Ministerio del Interior del Reich se hablaba de eliminar por completo la custodia preventiva y los campos de concentración.
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Incluso Dachau parecía haberse civilizado. El 12 de febrero de 1934, un representante de los cuáqueros, Gilbert L. MacMaster, fue a visitar el campo, tras haber conseguido permiso para ver a un preso, un antiguo diputado del Reichstag de sesenta y dos años llamado George Simon, arrestado porque era socialista. MacMaster cogió un tren en Múnich y media hora más tarde bajó en el pueblo de Dachau, que describía como «un pueblo de artistas». Desde allí fue andando otra media hora hasta llegar al campo.

Le sorprendió lo que encontró allí. «Habían llegado más informes de atrocidades de ese campo que de cualquier otro de Alemania»,
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explicaba. «El aspecto exterior, sin embargo, es mejor que el de cualquier campo que he visto.» La antigua fábrica de pólvora en la cual se ubicaba el campo fue construida durante la anterior guerra mundial. «Había buenas casas para los químicos y los oficiales; los barracones para los trabajadores eran más estables, y toda la fábrica tenía calefacción por vapor», dijo MacMaster. «Eso hace que Dachau esté mejor equipado para la comodidad de los prisioneros, especialmente cuando el tiempo es frío, que los campos provisionales en antiguas fábricas o granjas. De hecho, el aspecto conjunto es más de una institución permanente que de un campo.»

El preso, Simon, fue conducido enseguida a la casa de los guardias para que hablase con MacMaster. Llevaba un uniforme gris de presidiario, y parecía encontrarse bien. «No tenía quejas», escribió MacMaster, «excepto que sufría mucho de reumatismo agudo».

Más tarde, MacMaster habló con un oficial de policía que le dijo que el campo albergaba a dos mil presos. Sólo veinticinco eran judíos, y éstos, insistió el oficial, se hallaban allí por delitos políticos, no a causa de su religión. MacMaster, sin embargo, había tenido noticias de que al menos se alojaban allí cinco mil presos, y que de cuarenta a cincuenta eran judíos, de los cuales, «sólo uno o dos» fueron arrestados por delitos políticos; a otros los arrestaron tras haber sido denunciados por personas «que querían perjudicarles por temas de negocios, u otros acusados de relacionarse con chicas no judías». Le sorprendió oír decir al oficial que él veía aquel campo como «temporal, y que se alegraría mucho el día que se clausurase».

MacMaster encontró incluso una cierta belleza en Dachau. «Era una mañana muy fría», explicaba. «La niebla era tan densa la noche anterior que yo tuve problemas para encontrar mi hotel. Pero por la mañana, el cielo era de un azul perfecto, los colores bávaros eran el blanco, por las nubes, y el azul, por el cielo bávaro, y la niebla de la noche anterior cubría los árboles con una gruesa capa de escarcha.» Todo estaba cubierto por un encaje brillante de cristales de hielo, que daban al campo un aspecto etéreo, casi como de cuento. Al sol, los abedules de la llanura circundante se convertían en agujas de diamante.

Pero como en tantas otras situaciones de la nueva Alemania, el aspecto exterior del campo de Dachau era engañoso. La limpieza y la eficiencia del campo tenía poco que ver con el deseo de tratar a los presos de una manera humana. El mes de junio anterior, un oficial de las SS llamado Theodor Eicke se había hecho cargo de Dachau y había impuesto una serie de normas que más tarde se convertirían en modelo para todos los demás campos. Promulgadas el 1 de octubre de 1933, las nuevas normas codificaban las relaciones entre los guardias y los prisioneros, y al hacerlo, apartaban el acto del castigo del reino del impulso y el capricho y lo desplazaban a un plano en el que la disciplina se volvía sistemática, desapasionada y predecible. Ahora al menos todo el mundo conocía las normas, pero las normas eran duras, y eliminaban explícitamente todo posible espacio para la compasión.

«Tolerancia significa debilidad», escribió Eicke en la introducción a sus normas.
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«A la luz de ese concepto, el castigo se aplicará implacablemente allí donde los intereses de la patria lo requieran.» Las infracciones menores tenían como castigo palizas con un bastón y períodos de confinamiento solitario. Hasta la ironía salía cara. Se administrarían ocho días de aislamiento y «veinticinco golpes» a «cualquiera que hiciese comentarios despectivos o irónicos a un miembro de las SS, omitiese deliberadamente las marcas de respeto prescritas, o demostrase de cualquier otra forma su falta de voluntad para someterse a las medidas disciplinarias». Una cláusula comodín, el artículo 19, hablaba de «castigos ocasionales», que incluían reprimendas, golpes y «ser atado a una estaca». Otro apartado establecía las normas para los ahorcamientos. Se aplicaba la pena de muerte a cualquiera que «con el propósito de la agitación», discutiera de política o se reuniera con otros. Incluso recoger «información falsa o verdadera sobre el campo de concentración», o recibir tal información, o hablar de ella con otros, podía suponerle la horca al preso. «Si un prisionero intenta escapar», escribía Eicke, «se le disparará sin advertencia». Los disparos eran también la respuesta requerida a los levantamientos de presos. «Los disparos de advertencia», decía Eicke, «están prohibidos como norma».

Eicke procuraba también que los nuevos guardias estuvieran plenamente adoctrinados, como uno de sus aprendices, Rudolf Höss, atestiguaría más tarde. Höss fue guardia en Dachau en 1934, y recordaba que Eicke les repetía siempre el mismo mensaje. «Cualquier compasión por los “enemigos del Estado” no era digna de los hombres de las SS. No había lugar entre las filas de los hombres de las SS para los blandos de corazón, y cualquiera que lo fuese haría bien en retirarse rápidamente a un monasterio. A él sólo le interesaban hombres duros, decididos, que obedeciesen despiadadamente todas sus órdenes.»
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Excelente alumno, Höss acabaría por convertirse en comandante de Auschwitz.

* * *

A primera vista, la persecución de judíos parecía haber cesado también. «Exteriormente, Berlín presentaba durante mi reciente estancia allí un aspecto normal»,
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escribía David J. Schweitzer, funcionario de alto rango del Comité de Distribución Conjunto Norteamericano, apodado la Junta, una organización de socorro judía. «El aire no está cargado, prevalece la cortesía general.» Los judíos que habían huido el año anterior empezaban a volver, aseguraba. Unos diez mil judíos que se habían ido a principios de 1933 volvieron al empezar 1934,
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aunque la emigración (cuatro mil judíos en 1934) siguió de todos modos. «Es tal la situación actual, o tan bien enmascarada está, que oí decir a un norteamericano, que acababa de pasar una semana en un país vecino, que no veía que hubiese ocurrido nada que justificase tanta alteración en el mundo exterior.»

Pero Schweitzer sabía perfectamente que en gran medida aquello era una ilusión. La violencia declarada contra los judíos parecía haber disminuido, pero en su lugar se había instaurado una opresión mucho más sutil. «Lo que nuestro amigo no consiguió ver por las apariencias externas es la tragedia que están sufriendo cada día los que tienen un trabajo y gradualmente van perdiendo sus puestos», afirmaba Schweitzer. Daba el ejemplo de los grandes almacenes berlineses, que solían ser de propiedad judía y con empleados judíos. «Mientras por una parte uno podía ver unos grandes almacenes judíos repletos como de costumbre tanto de no judíos como de judíos, se observaba en los grandes almacenes de al lado la ausencia total de un solo empleado judío.» Del mismo modo, la situación variaba de comunidad a comunidad. Una ciudad desterraba a los judíos, mientras que en la de al lado, judíos y no judíos seguían «viviendo unos junto a otros con sus vecinos, y proseguían sus ocupaciones tranquilamente sin ser molestados».

Del mismo modo, Schweitzer detectó enfoques divergentes entre los líderes judíos de Berlín. «Una de las tendencias afirma que no se puede esperar nada, que las cosas están destinadas a empeorar», decía. «La otra, sin embargo, es la contraria, pero igual de definida, es decir, la tendencia resultante de pensar en términos de marzo de 1934, en lugar de marzo de 1933, reconciliándose con la situación presente, aceptando el estatus de lo inevitable, adaptándose a moverse en sus propios círculos restringidos y esperando que igual que las cosas habían cambiado entre marzo de 1933 y marzo de 1934, continuarían cambiando de una manera favorable.»

* * *

Las continuas declaraciones de paz de Hitler constituían el engaño oficial más flagrante. Cualquiera que hiciese el esfuerzo de viajar por el país fuera de Berlín se daba cuenta de inmediato. Raymond Geist, cónsul general en funciones, hacía tales viajes sistemáticamente, a veces en bicicleta. «Antes de finales de 1933, durante mis frecuentes excursiones, descubrí fuera de Berlín, en casi todas las carreteras que partían de la ciudad, nuevos y grandes establecimientos militares, incluyendo campos de instrucción, aeropuertos, barracones, campos de pruebas, estaciones antiaéreas y cosas semejantes.»
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Incluso Jack White, recién llegado, reconoció la verdad de lo que estaba ocurriendo. «Si salías en coche por el campo un domingo, veías a los camisas pardas haciendo la instrucción en los bosques»,
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le contó a su cuñado, Moffat.

White se asombró mucho al saber que a la joven hija de un amigo se le requería pasar todos los miércoles por la tarde practicando el arte de lanzar granadas de mano.

* * *

La normalidad superficial de Alemania también ocultaba el creciente conflicto entre Hitler y Röhm. Dodd y otros que habían pasado un tiempo en Alemania sabían muy bien que Hitler estaba decidido a aumentar el tamaño del ejército regular, el Reichswehr, a pesar de las prohibiciones explícitas del Tratado de versalles, y el capitán Röhm de las SA quería que cualquier incremento incluyese la incorporación de unidades enteras de las SA, como parte de su campaña para conseguir más control del ejército de la nación. El ministro de Defensa Blomberg y los generales de mayor rango del ejército odiaban a Röhm y despreciaban a sus toscas legiones de Tropas de Asalto con sus camisas pardas. Göring odiaba a Röhm también, y veía sus ansias de poder como una amenaza para el control del propio Göring de la nueva fuerza aérea de Alemania, su mayor orgullo y satisfacción, que se estaba reconstruyendo discreta pero enérgicamente.

Lo que no quedaba claro era dónde se situaba Hitler exactamente. En diciembre de 1933, Hitler convirtió a Röhm en miembro de su gabinete. El día de Año Nuevo, envió a Röhm un cordial saludo, publicado en la prensa, en el cual alababa a su aliado por haber formado una legión de una manera tan efectiva. «Debes saber que estoy muy agradecido al destino que me ha permitido llamar a un hombre como tú amigo y camarada de armas.»
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Poco después, sin embargo, Hitler ordenó que Rudolf Diels preparase un informe sobre los atropellos cometidos por las SA y las prácticas homosexuales de Röhm y su círculo.
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Diels más tarde afirmaba que Hitler también le pidió que matase a Röhm y a otros «traidores», pero que él se negó.

El presidente Hindenburg, que supuestamente era la última restricción contra Hitler, parecía no ser consciente de las presiones que se iban fraguando. El 30 de enero de 1934, Hindenburg emitió una declaración pública felicitando a Hitler por los «grandes progresos» que había hecho Alemania durante el año transcurrido desde su ascensión a canciller. «Confío», decía, «en que durante el año próximo usted y sus compañeros continúen con éxito, y con la ayuda de Dios, completen la gran tarea de la reconstrucción de Alemania que tan enérgicamente han comenzado, sobre la base de la nueva unidad nacional del pueblo alemán, tan felizmente conseguida».
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