Pero cualquier cosa era posible. «Sentía un terror tan grande»,
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escribió luego, «que de vez en cuando despertaba a mi madre y le pedía que viniese a dormir a mi habitación».
AVISO DE TORMENTA
En febrero de 1934 llegaron a Dodd algunos rumores que sugerían que el conflicto entre Hitler y el capitán Röhm había alcanzado un nuevo nivel de intensidad. Los rumores estaban bien fundados.
A finales de mes, Hitler apareció ante un grupo de los principales dirigentes de las SA de Röhm, las SS de Heinrich Himmler y el ejército regular, el Reichswehr. Presentes con él en el estrado se hallaban Röhm y el ministro de Defensa, Blomberg. La atmósfera en la sala estaba cargada. Todos los presentes conocían el conflicto latente entre las SA y el ejército, y esperaban que Hitler hablase del tema.
Primero, Hitler habló de temas generales. Alemania, dijo, necesitaba más espacio en el cual expandirse, «más espacio vital para nuestro exceso de población».
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Y Alemania, dijo, debía estar dispuesta a tomarlo. «Las potencias occidentales nunca nos cederán voluntariamente ese espacio», dijo Hitler. «Por eso pueden ser necesarios una serie de golpes decisivos, primero en occidente, después en oriente.»
Tras añadir más detalles en ese sentido, se volvió a Röhm. Todos los que estaban en la sala conocían las ambiciones de Röhm. Unas semanas antes, Röhm había hecho una proposición formal de que el Reichswehr, las SA y las SS se unieran bajo un solo ministerio, y aunque no lo decía, daba a entender que él mismo debía ser el ministro que estuviera a cargo. Entonces, mirando directamente a Röhm, Hitler dijo: «Las SA deben limitarse a sus tareas políticas».
Röhm mantuvo una expresión de indiferencia. Hitler continuó: «El ministro de la Guerra puede requerir a las SA para el control de las fronteras e instrucción premilitar».
Esa humillación era excesiva. Hitler no sólo consignaba a las SA a la tarea deshonrosa del control de fronteras y la instrucción, sino que explícitamente colocaba a Röhm en una posición inferior con respecto a Blomberg como receptor de órdenes, y no originador. Röhm no reaccionaba.
Hitler dijo: «Espero la leal ejecución del trabajo que se les ha encomendado a las SA».
Tras concluir su discurso, Hitler se volvió a Röhm, le cogió el brazo y le dio la mano. Cada uno miró al otro a los ojos. Era un momento orquestado, destinado a simular la reconciliación. Hitler se fue. Representando su papel, Röhm entonces invitó a los dirigentes presentes a almorzar en su cuartel general. El banquete, al típico estilo de las SA, fue espléndido, acompañado de un torrente de champán, pero la atmósfera no era muy cordial que digamos. En un momento dado, Röhm y los hombres de las SA se pusieron en pie para indicar que la comida había llegado a su fin. Entrechocaron los talones, un bosque de brazos se elevó realizando el saludo hitleriano, se gritaron muchos «
heils
» y los líderes del ejército se dirigieron a la salida.
Röhm y sus hombres se quedaron. Bebieron más champán, pero su humor era sombrío.
Para Röhm, las observaciones de Hitler constituían una traición de su larga asociación. Hitler parecía haber olvidado el papel crucial que habían desempeñado las Tropas de Asalto a la hora de elevarle al poder.
Entonces, sin dirigirse a nadie en particular, Röhm dijo: «Esto ha sido un nuevo Tratado de Versalles».
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Y unos momentos más tarde, añadió: «¿Hitler? Ojalá pudiéramos librarnos de ese fantoche».
Los hombres de las SA se quedaron un poco más, intercambiando reacciones furibundas al discurso de Hitler, todo ello presenciado por un oficial de alto rango de las SA llamado Viktor Lutze, que lo encontró todo profundamente perturbador. Pocos días después Lutze informaba del episodio a Rudolf Hess, en aquel momento uno de los ayudantes más íntimos de Hitler, que instó a Lutze a que viera a Hitler en persona y se lo contara todo.
Al oír el relato de Lutze, Hitler replicó: «Tendremos que dejar que la cosa madure».
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«MEMORANDUM DE UNA CONVERSACION CON HITLER»
La felicidad de Dodd, que ya anticipaba su próximo permiso, se vio empañada por dos exigencias inesperadas. La primera llegó el lunes 5 de marzo de 1934: fue convocado al despacho del ministro de Asuntos Exteriores, Neurath, que muy enfadado le pidió que hiciera algo para detener el juicio bufo de Hitler que iba a tener lugar dos días después en el Madison Square Garden de Nueva York. El juicio lo organizaba el Congreso Judío Americano, con el apoyo de la Federación Americana del Trabajo y un par de docenas de organizaciones judías y antinazis. El proyecto indignó tanto a Hitler que le ordenó a Neurath y a sus diplomáticos en Berlín y Washington que lo detuvieran.
Uno de los resultados fue una secuencia de protestas oficiales, réplicas y memorándums que ponían de relieve la sensibilidad alemana a la opinión extranjera y hasta qué punto los funcionarios de Estados Unidos se sentían obligados a evitar las críticas directas a Hitler y a su partido. Semejante contención habría resultado cómica, si no hubiese habido tanto en juego, y suscitaba un interrogante: ¿por qué el Departamento de Estado y el presidente Roosevelt dudaron tanto a la hora de expresar en términos sinceros lo que pensaban realmente de Hitler, en un momento en que tales expresiones podrían haber tenido un poderoso efecto en su prestigio en el mundo?
* * *
La embajada alemana en Washington se había enterado de la intención de celebrar aquel juicio unas semanas antes, en febrero, a través de unos anuncios en el
New York Times
. El embajador alemán en Estados Unidos, Hans Luther, se quejó enseguida al secretario de Estado Hull, cuya respuesta fue muy cauta: «Le dije que sentía mucho ver que surgían diferencias entre personas de su país y del mío; que dedicaría al asunto toda la atención que me fuera posible y justificable en cualquier circunstancia».
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El 1 de marzo de 1934, el segundo de la embajada alemana, Rudolf Leitner, se reunió con un funcionario del Departamento de Estado llamado John Hickerson, y le instó a que hiciera algo «para evitar ese juicio, a causa de su lamentable efecto en la opinión pública alemana, si llega a tener lugar».
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Hickerson replicó que debido a «nuestras garantías constitucionales de libertad de expresión», el gobierno federal no podía hacer nada para impedirlo.
Leitner encontraba difícil de entender una cosa así. Le dijo a Hickerson «que si las circunstancias fueran las inversas, el gobierno alemán ciertamente encontraría una forma de “detener semejante procedimiento”».
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De eso Hickerson no tenía duda alguna. «Respondí», explicaba Hickerson, «que comprendía que el gobierno alemán no está tan limitado en las acciones que puede emprender en tales casos como el gobierno americano».
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Al día siguiente, viernes 2 de marzo, el embajador Luther tuvo una segunda reunión con el secretario Hull para protestar por el juicio.
El propio Hull habría preferido que el juicio bufo no se celebrase. Complicaba las cosas y existía la posibilidad de reducir aún más la disposición de Alemania a pagar sus deudas. Al mismo tiempo, le desagradaba el régimen nazi. Aunque evitó hacer declaraciones críticas, se regodeó bastante contando al embajador alemán que los hombres que iban a hablar en el juicio «no estaban en absoluto bajo el control del gobierno federal», y que el Departamento de Estado, por lo tanto, no podía intervenir.
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Fue entonces cuando el ministro de Asuntos Exteriores, Neurath, llamó a Dodd a su despacho. Neurath le tuvo esperando diez minutos, algo que Dodd «observó y le molestó».
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El retraso le recordaba el desaire de Neurath del mes de octubre anterior, después de su discurso del día de Colón sobre Graco y César.
Neurath le tendió un
aide-mémoire
, un documento escrito que entrega un diplomático a otro, normalmente sobre un asunto grave en el cual la expresión verbal podría distorsionar el mensaje que se desea transmitir. Este era inesperadamente inmoderado y amenazador. Decía que el juicio bufo que se quería celebrar era «una manifestación maliciosa»
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y citaba un caso de «expresiones insultantes» semejantes que había tenido lugar en Estados Unidos el año anterior, describiéndolo como «un ataque equivalente a una interferencia directa en los asuntos internos de otro país». El documento también criticaba el boicot judío norteamericano que se estaba llevando a cabo sobre los bienes alemanes, promovido por el Congreso Judío Americano. Jugando con el temor de Estados Unidos a la mora alemana por los bonos, aseguraba que el boicot había reducido la balanza de pagos alemana con Estados Unidos hasta tal punto que «el cumplimiento de las obligaciones de las empresas alemanas a sus acreedores americanos sólo ha sido posible parcialmente».
Neurath acababa el
aide-mémoire
declarando que a causa del juicio bufo, «el mantenimiento de relaciones amistosas, que desean con sinceridad ambos gobiernos, se va a hacer extremadamente difícil a partir de ahora».
Después de leer todo aquello, Dodd le explicó con calma que en Estados Unidos «nadie puede prohibir una reunión pública ni privada»,
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un punto que los alemanes parecían no comprender. Dodd también insinuó que Alemania se había atraído esos problemas de imagen pública ella sola. «Le recordé al ministro que allí ocurrían cosas muy impactantes para la opinión pública extranjera.»
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Después de la reunión, Dodd mandó un telegrama al secretario Hull y le dijo que el juicio bufo había causado «una impresión extraordinaria»
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en el gobierno alemán. Dodd ordenó a su personal que tradujesen el
aide-mémoire
de Neurath y sólo entonces se lo envió a Hull por correo.
La mañana antes del juicio bufo, el embajador alemán Luther intentó paralizarlo de nuevo. Esta vez llamó al subsecretario William Phillips, que le aseguró también que no se podía hacer nada. Luther exigió que el departamento anunciase inmediatamente «que no se diría nada en aquella reunión que representase el punto de vista del gobierno».
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Ahí Phillips también puso reparos.
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No quedaba el tiempo suficiente para preparar una declaración semejante, explicó, y añadió que sería inadecuado que el secretario de Estado intentase anticipar lo que los participantes podían decir o no decir durante el juicio.
Luther hizo un último intento y pidió que el Departamento de Estado al menos emitiese el desmentido que les pedía al día siguiente del juicio.
Phillips dijo que no podía asegurar lo que haría el departamento, pero que «tomarían en consideración aquel asunto».
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El juicio tuvo lugar tal y como se había planeado, custodiado por 320 policías de Nueva York uniformados.
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En el interior del Madison Square Garden, cuarenta detectives de paisano circulaban entre las veinte mil personas asistentes. Los veinte «testigos» que declararon durante el juicio incluían al rabino Stephen Wise, el alcalde Fiorello La Guardia y un antiguo secretario de Estado, Bainbridge Colby, que pronunció el discurso de apertura. El juicio declaró culpable a Hitler: «Afirmamos que el gobierno de Hitler está obligando al pueblo alemán a separarse de la civilización y volverse hacia un despotismo anticuado y bárbaro que amenaza el progreso de la humanidad hacia la paz y la libertad, y representa una amenaza real contra la vida civilizada en todo el mundo».
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Al día siguiente, en una conferencia de prensa, Phillips afirmaba que no tenía «ningún comentario más, aparte de poner énfasis de nuevo en la naturaleza privada de la reunión, y en que no se hallaba presente ningún miembro de la administración».
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Phillips y los demás funcionarios dedicaron su atención a otros problemas. Sin embargo, como pronto resultaría evidente, Alemania no estaba dispuesta a dejar correr aquel asunto.
* * *
La segunda y desagradable tarea que Dodd tenía que completar antes de su partida era reunirse con Hitler. Había recibido una orden del secretario Hull pidiéndole que transmitiera al canciller la consternación de Estados Unidos ante el brote de propaganda nazi que se había dado recientemente en Estados Unidos. Putzi Hanfstaengl preparó la reunión, que iba a ser privada y secreta, sólo Hitler y Dodd, y así, el miércoles 7 de marzo, poco antes de la una en punto del mediodía, Dodd se encontró de nuevo en la cancillería del Reich dirigiéndose hacia el despacho de Hitler, junto a los guardias habituales que entrechocaban los talones y saludaban.
Primero, Dodd le preguntó a Hitler si tenía algún mensaje para Roosevelt que Dodd pudiera entregarle en persona cuando se viera con el presidente en Washington.
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Hitler hizo una pausa. Miró un momento a Dodd.
—Se lo agradezco mucho —dijo—, pero esto me ha cogido por sorpresa y desearía tener un poco de tiempo para pensar en el tema y hablar con usted otra vez.
Dodd y Hitler conversaron unos momentos sobre temas inocuos y luego Dodd volvió al asunto que tenían entre manos, «la desafortunada propaganda que se ha hecho en Estados Unidos», tal y como explicaba Dodd en un memorándum que escribió después de la reunión.
Hitler «fingió gran asombro», escribía Dodd, y luego pidió más detalles.
Durante los últimos diez días, le dijo Dodd, había circulado por Estados Unidos un panfleto nazi que contenía lo que Dodd describió como «un llamamiento a los alemanes de otros países para que pensaran en sí mismos como alemanes que debían fidelidad moral, si no política, a la patria». Dodd lo comparó con una propaganda similar distribuida en Estados Unidos en 1913, mucho antes de que entrase en la anterior guerra.
Hitler se inflamó.
—Ah —exclamó—, son todo mentiras judías; si averiguo quién está haciendo eso, le expulsaré del país de inmediato.
Con esto, la conversación se encaminó a una discusión más amplia y más ponzoñosa del «problema judío». Hitler condenaba a todos los judíos y les echaba la culpa de todos los malos sentimientos que habían surgido en Estados Unidos hacia Alemania. Se puso muy furioso y exclamó: «¡Malditos sean los judíos!».