Reflexionaba sobre una observación del columnista Walter Lippmann de que un simple 8 por ciento de la población mundial, refiriéndose a Alemania y Japón, era capaz «a causa de su actitud imperialista» de impedir la paz y el desarme del resto del mundo.
«A veces siento», escribía el presidente, «que los problemas mundiales están empeorando, en lugar de mejorar. En nuestro propio país, sin embargo, a pesar de las críticas, “tejemanejes” y protestas de la extrema derecha y la extrema izquierda, en realidad estamos poniendo a trabajar a la gente y mejorando los valores».
Acababa con un jovial: «¡Siga trabajando así de bien!».
* * *
En Washington, el secretario Hull y otros funcionarios de alto rango, incluido el subsecretario Phillips, pasaron la primera mitad del mes planeando la visita inminente de Maxim Litvinov, comisario soviético de Asuntos Exteriores, que iba a iniciar unas discusiones con Roosevelt destinadas al reconocimiento de la Unión Soviética por parte de Estados Unidos. La idea era profundamente impopular entre los aislacionistas norteamericanos, pero Roosevelt veía importantes beneficios estratégicos, como abrir Rusia a la inversión norteamericana y ayudar a frenar las ambiciones japonesas en Asia. Las «conversaciones Roosevelt-Litvinov», frustrantes y difíciles para ambas partes, acabaron con el reconocimiento formal de Roosevelt el 16 de noviembre de 1933.
Siete días después, Dodd se puso una vez más el chaqué y la chistera e hizo su primera visita oficial a la embajada soviética. Un fotógrafo de Associated Press pidió una foto de Dodd de pie junto a su homólogo soviético. El ruso se mostró dispuesto, pero Dodd se excusó, temiendo «que determinados periódicos reaccionarios de Estados Unidos exagerasen el hecho de mi visita y repitieran sus ataques hacia Roosevelt por aquel reconocimiento».
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EL BORIS SECRETO
A partir de entonces Martha y Boris se sintieron más libres de revelar su relación al mundo, aunque ambos reconocían que la discreción todavía era necesaria, dada la desaprobación de los superiores de Boris y los padres de Martha. Su relación se iba volviendo cada vez más seria, a pesar de los esfuerzos de Martha para que siguiera siendo ligera y no comprometida. Ella seguía viendo a Armand Berard, de la embajada francesa, y posiblemente a Diels, y aceptando citas de nuevos pretendientes, y Boris se ponía loco de celos. Le enviaba montones de notas, flores y música, y le telefoneaba repetidamente. «Yo quería amarle sólo ligeramente»,
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decía Martha en un escrito que no se llegó a publicar, «intentaba tratarle con la misma despreocupación que a otros amigos. Me obligaba a mí misma a mostrarme indiferente con él una semana; luego a la siguiente, me ponía estúpidamente celosa. Me olvidaba de él, y luego me dejaba absorber por él. Era una contradicción insoportable, dolorosa y frustrante para los dos».
Martha todavía se esforzaba por ver lo mejor de la revolución nazi, pero Boris no se hacía ilusiones con lo que estaba ocurriendo en torno a ellos. Para la irritación de Martha, él siempre iba buscando los motivos subyacentes que gobernaban los actos de los líderes nazis y las diversas figuras que visitaban la embajada de Estados Unidos.
«Siempre ves las cosas malas»,
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le decía, furiosa. «Deberías ver las cosas positivas de Alemania, y de nuestros visitantes, y no sospechar siempre de que tienen motivos ocultos.»
Ella decía que a veces él también era culpable de ocultar sus motivos.
«Creo que estás celoso de Armand», decía, «o de cualquier otro con el que salgo».
Al día siguiente recibió un paquete de Boris. Dentro encontró tres monitos de cerámica y una tarjeta que decía: «No veas nada malo, no oigas nada malo, no digas nada malo». Boris concluía diciendo: «Te quiero».
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Martha se echó a reír. A cambio le envió una figurita de madera tallada de una monja, junto con una nota en que le aseguraba que estaba siguiendo las órdenes de los monos.
Detrás de todo aquello se encontraba una cuestión candente: ¿adónde podía ir su relación? «No podía soportar pensar en el futuro, ni con él, ni sin él», escribía ella.
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«Yo amaba a mi familia, mi país, y no quería pensar siquiera en la posibilidad de separarme de ellos.»
Esa tensión conducía a malentendidos y dolor. Boris sufría.
«¡Martha!», exclamaba él en una carta llena de dolor.
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«Estoy tan triste que no encuentro las palabras adecuadas para todo lo que ha ocurrido. Perdóname si te he hecho algo mezquino o malo. No quería hacerlo, no lo deseaba. Te comprendo, pero no del todo, y no sé qué es lo que debo hacer. ¿Qué haré?
»Adiós, Martha, sé feliz sin mí, y no pienses mal de mí.»
Pero siempre volvían a salir juntos. Cada separación parecía intensificar su atracción más aún, pero también amplificaba los momentos de incomprensión y de ira… hasta que un domingo por la tarde, a finales de noviembre, su relación sufrió un cambio material. Ella lo recordaba todo con mucho detalle.
Era un día gris y deprimente,
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con el cielo como carbón emborronado y el aire frío, pero no tan frío como para que Boris tuviese que levantar la capota del Ford. Fueron a comer a un restaurante muy acogedor que a los dos les encantaba, y que se encontraba en un cobertizo para botes sobre unos pilotes en el lago, en el distrito de Wannsee. Un fragante bosque de pinos amurallaba la costa.
Encontraron el restaurante casi vacío, pero aun así encantador. Unas mesas de madera rodeaban una pequeña pista de baile. Cuando no sonaba la máquina de discos, el ruido del agua que chapoteaba suavemente contra los pilotes de fuera resultaba claramente audible.
Martha pidió sopa de cebolla, ensalada y cerveza; Boris pidió vodka, brochetas
shashlik
y arenque con crema agria y cebollas. Y más vodka. A Boris le encantaba comer, observó Martha, pero nunca parecía ganar
ein Pfund
.
Después de comer ambos bailaron. Boris mejoraba, pero aún tendía a considerar que bailar y andar eran fenómenos intercambiables. En un momento dado, mientras sus cuerpos se acercaban, ambos se quedaron muy quietos, recordó Martha. Ella se sintió súbitamente inundada de calor.
Boris se apartó bruscamente. Le cogió el brazo y la llevó fuera, a un muelle de madera que se introducía en el agua. Ella le miró y vio dolor: las cejas juntas, los labios apretados. El parecía agitado. Se quedaron de pie junto a la barandilla, mirando una bandada de cisnes blancos.
El se volvió hacia ella, con una expresión casi sombría. «Martha», le dijo, «te amo». Le confesó que sentía lo mismo desde la primera vez que la vio en el apartamento de Sigrid Schultz. La sujetaba ante él, con las manos firmemente apretadas en torno a sus codos. La alegría alocada había desaparecido.
El dio un paso atrás y la miró.
—No juegues conmigo, cariño —dijo—.
Du hast viele Bewerber
(tienes muchos pretendientes). No deberías decidir todavía. Pero no me trates con ligereza. No podría soportarlo.
Ella apartó la vista.
—Yo te quiero, Boris. Ya lo sabes. Y sabes que intento no hacerlo.
Boris se volvió a mirar el agua.
—Sí, lo sé —le dijo, con pesar—. Tampoco es fácil para mí.
Boris no podía estar abatido mucho tiempo, sin embargo; reapareció su sonrisa, su explosiva sonrisa. Dijo:
—Pero tu país y el mío son amigos ahora, oficialmente, y eso mejora las cosas, y hace que todo sea posible, ¿verdad?
Sí, pero…
Había otro obstáculo. Boris tenía un secreto. Martha lo sabía, pero todavía no se lo había dicho. Ahora, enfrentándose a él, le dijo, con voz muy queda:
—Y también estás casado.
Una vez más Boris se apartó. Su rostro, ya enrojecido por el frío, se puso más rojo, perceptiblemente. El se desplazó hacia la barandilla y se apoyó en los codos. Su cuerpo formaba un arco esbelto y grácil. Ninguno de los dos hablaba.
—Lo siento —dijo él—. Tendría que habértelo dicho. Pensaba que lo sabías. Perdóname.
Ella le dijo que al principio no lo sabía, hasta que Armand y sus padres le enseñaron la inscripción de Boris en el directorio diplomático, publicado por el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán. Junto al nombre de Boris se encontraba una referencia a su mujer, que estaba
abwesend
(ausente).
—No está «ausente» —dijo Boris—. Estamos separados. Hace mucho tiempo que no somos felices. En el siguiente listado diplomático no habrá nada en ese apartado. —El le reveló también que tenía una hija, a la que adoraba. Sólo a través de ella, le dijo, seguía en contacto con su mujer.
Martha notó que él tenía lágrimas en los ojos. Ya había llorado en su presencia antes, y ella siempre encontraba ese hecho conmovedor, pero también desconcertante. Un hombre que lloraba… eso era nuevo para ella. En Estados Unidos los hombres no lloraban. Todavía no. Hasta aquel momento, sólo había visto a su padre una vez con lágrimas en los ojos, a la muerte de Woodrow Wilson, a quien consideraba un buen amigo. Habría otra ocasión, pero sería al cabo de unos años.
Volvieron al restaurante, a su mesa. Boris pidió otro vodka. Parecía aliviado. Se cogieron las manos por encima de la mesa.
Pero entonces Martha también hizo una revelación.
—Yo también estoy casada —dijo.
La intensidad de la respuesta de él la sobresaltó. La voz de él cayó y se oscureció.
—¡Martha, no! —El siguió sujetándole las manos, pero su expresión cambió y se volvió de asombro y dolor—. ¿Por qué no me lo habías dicho?
Ella explicó que su matrimonio había sido un secreto ya desde el principio, para todo el mundo excepto la familia, que su marido era un banquero de Nueva York, que ella le amó, y profundamente, pero que ahora estaban legalmente separados, y sólo quedaban los aspectos técnicos del divorcio.
Boris dejó caer la cabeza entre sus brazos. Entre dientes le dijo a ella algo en ruso. Ella le acarició el pelo.
El se incorporó bruscamente, se levantó y salió. Martha se quedó sentada. Unos momentos después, Boris volvió.
—
Ach
, Dios mío… —dijo. Se echó a reír. La besó en la cabeza—. En vaya lío estamos metidos. Una mujer casada, un banquero, la hija de un diplomático extranjero… no creo que pudiera ser peor. Pero ya se nos ocurrirá algo. Los comunistas están acostumbrados a hacer lo imposible. Pero tienes que ayudarme.
Ya casi se había puesto el sol cuando salieron del restaurante e iniciaron el viaje de vuelta hacia la ciudad, todavía con la capota bajada. El día había sido importante. Martha recordaba los pequeños detalles: el viento rugiente que deshizo su moño recogido en la nuca y le soltó el pelo, y que Boris iba conduciendo con el brazo derecho por encima de su hombro, cogiéndole el pecho con la mano, como solía hacer. Los densos bosques a lo largo de las carreteras se volvían más oscuros aún con aquella luz desfalleciente y desprendían una fragancia otoñal. El pelo de ella flotaba como zarcillos de oro.
Aunque ninguno de los dos lo decía directamente, ambos comprendieron que había ocurrido algo fundamental. Ella se había enamorado profundamente de aquel hombre, y no podía tratarle ya de la misma manera que trataba a sus demás conquistas. Ella no quería que ocurriera tal cosa, pero así era, y con un hombre al que el resto del mundo consideraba inadecuado en extremo.
EL PEQUEÑO BAILE DE LA PRENSA
Cada noviembre, la Asociación de Prensa extranjera de Berlín daba una cena y baile en el hotel Adlon, una celebración muy sofisticada a la cual se invitaba a muchos de los funcionarios, diplomáticos y personalidades más importantes. Aquel acontecimiento recibía el apodo de Pequeño Baile de la Prensa, porque era más pequeño y mucho menos formal que el banquete anual que daba la prensa nacional alemana, que se había vuelto mucho más estirado de lo habitual debido al hecho de que los periódicos del país estaban casi por completo bajo el control de Joseph Goebbels y su Ministerio de Propaganda Pública. Para los corresponsales extranjeros, el Pequeño Baile de la Prensa tenía un valor práctico inmenso. Escribía Sigrid Schultz: «Siempre es más fácil sacar información de un tipo cuando él y su mujer (si es que tiene) han sido invitados tuyos y han bailado en tu fiesta, más que si sólo lo ves en horas de trabajo».
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En 1933, el Pequeño Baile de la Prensa se celebró la noche del viernes 24 de noviembre, seis días antes de que la comunidad norteamericana de la ciudad celebrase el día de Acción de Gracias.
Poco antes de las ocho en punto, el Adlon empezó a recibir el primero de una larga procesión de enormes coches, muchos con faros del tamaño de media sandía. De ellos salieron una enorme cantidad de nazis de alto rango, embajadores, artistas, cineastas, actrices, escritores y por supuesto los corresponsales extranjeros, de países grandes y pequeños, todos envueltos en gruesos abrigos y pieles para protegerse del aire húmedo y congelado. Entre los que llegaban se encontraban el secretario de Estado alemán, Bernhard von Bülow, el ministro de Exteriores Neurath, el embajador francés François-Poncet, sir Eric Phipps, embajador británico, y por supuesto, el ubicuo y gigantesco Putzi Hanfstaengl. También llegó Bella Fromm, la columnista de sociedad «tía Voss», para la cual el banquete resultaría teñido de la tragedia más oscura, aunque cada vez más común en el Berlín que estaba apartado de la vista del público. Los Dodd (los cuatro) llegaron en su viejo Chevrolet; el vicecanciller de Hitler, Franz von Papen, llegó en un coche mucho más grande y más lujoso y, como Dodd, también llevó a su mujer, su hija y su hijo. Louis Adlon, sonriente con su frac, saludó a cada uno de los espléndidos recién llegados, mientras unos lacayos se llevaban las pieles, abrigos y chisteras.
Como averiguaría enseguida Dodd, en un entorno tan sobrecargado como Berlín, donde cada acto público de un diplomático adquiría un exagerado peso simbólico, hasta una nimia pelea dialéctica en una mesa de banquete podía convertirse en una leyenda.
* * *
Los invitados entraron en el hotel, primero a los elegantes salones para tomar cócteles y entremeses, luego al salón del jardín de invierno, adornado con miles de crisantemos de invernadero. La sala estaba «penosamente atestada»,
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según afirmaba Schultz, pero la tradición requería que el baile se celebrase siempre en el Adlon. La costumbre exigía también que los invitados llevasen ropa formal, pero «sin exhibir condecoraciones ni rangos oficiales»,
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tal y como Fromm escribió en su diario, aunque unos cuantos huéspedes ansiosos de demostrar su entusiasmo por el Partido Nacionalsocialista llevaban la camisa parda de las Tropas de Asalto. Un invitado, un duque llamado Eduard von Koburg, comandante de las Fuerzas Motorizadas de las SA, iba por allí con una daga que le había entregado Mussolini.