Otra ley recién propuesta captó la atención de Dodd en particular, una ley que «permitía matar a las personas incurables»,
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como lo describía en un memorándum al Departamento de Estado fechado el 26 de octubre de 1933. Los pacientes gravemente enfermos podían pedir que se les aplicase la eutanasia, pero si eran incapaces de hacer la petición, la familia también podía solicitarlo por ellos. Esa propuesta, «junto con la legislación ya aprobada que regulaba la esterilización de personas afectadas por imbecilidad hereditaria u otros defectos similares, está en sintonía con el objetivo de Hitler de elevar el nivel físico del pueblo alemán», escribía Dodd. «Según la filosofía nazi, sólo los alemanes que sean físicamente aptos tienen cabida en el Tercer Reich, y son los únicos que pueden esperar criar grandes familias.»
Los ataques contra los norteamericanos continuaban, a pesar de las protestas de Dodd, y la persecución de los casos más antiguos parecía lenta, en el mejor de los casos. El 8 de noviembre, Dodd recibió noticias del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán de que no se haría ningún arresto por el ataque al hijo de H. V. Kaltenborn, ya que Kaltenborn padre «no podía recordar ni el nombre ni el número de tarjeta de identificación del partido del culpable, y dado que no se había encontrado ninguna otra pista que pudiese ser útil en la investigación».
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Quizá debido a ese creciente sentido de futilidad, Dodd trasladó su atención de los asuntos internacionales al estado de su propia embajada. El propio Dodd, su yo frugal y jeffersoniano, se concentró cada vez más en los problemas de su personal y la extravagancia de los asuntos de la embajada.
Intensificó su campaña contra el coste de los telegramas y la longitud y redundancia de los despachos, todo lo cual creía consecuencia de tener a tantos hombres ricos en el departamento. «El personal adinerado sólo quiere celebrar fiestas y tomar cócteles por la tarde, jugar a las cartas por la noche, y levantarse cada día a las diez de la mañana»,
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escribió al secretario Hull. «Eso tiende a reducir el estudio y el trabajo efectivo… y también a hacer que los hombres sean indiferentes al coste de sus informes y sus telegramas.» Los telegramas habría que cortarlos por la mitad, afirmaba. «El largo hábito resiste mis esfuerzos de acortar los telegramas hasta tal punto que los hombres tienen “ataques” cuando borro grandes trozos. Tendré que escribirlos yo mismo…»
Lo que Dodd aún no había conseguido apreciar plenamente era que al quejarse de la riqueza, la forma de vestir y los hábitos de trabajo de los funcionarios de la embajada, de hecho estaba atacando al subsecretario Phillips, al jefe de Asuntos Europeos Occidentales Moffat y a sus colegas, los mismísimos hombres que sostenían y apoyaban la cultura del servicio de exteriores (el Club Bastante Bueno) que el propio Dodd encontraba tan penoso. Estos consideraban que sus quejas sobre los costes eran ofensivas, tediosas y absurdas, dada la naturaleza de su puesto. ¿No había temas de mayor importancia que exigieran su atención?
Phillips en particular se sintió muy agraviado y encargó un estudio a la división de comunicaciones del Departamento de Estado para que comparase el volumen de telegramas enviados desde Berlín con el de otras embajadas. El jefe de la división, un tal D. A. Salmon, averiguó que Berlín había enviado tres telegramas menos que México D.F., y sólo cuatro mensajes más que la diminuta legación de Panamá. Salmon afirmaba: «Parece que a la vista de la grave situación existente en Alemania, los telegramas desde la embajada norteamericana en Berlín han sido muy pocos, desde que el embajador Dodd asumió el cargo».
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Phillips envió el informe a Dodd con una carta de acompañamiento de sólo tres frases en la cual, con un rebufo aristocrático, citaba la reciente mención de Dodd al «despilfarro en el gasto telegráfico de la embajada de Berlín».
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Phillips decía: «Pensando que será de su interés, le incluyo una copia».
Dodd replicó: «No piense que la comparación del señor Salmon de mi trabajo con el de mi amigo el señor Daniels en México me afecta en ningún sentido. El señor Daniels y yo somos amigos desde que yo tenía dieciocho años, pero sé que no sabe condensar informes».
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Dodd creía que una reliquia de pasados excesos («otro vestigio curioso»,
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le dijo a Phillips) era que la embajada tuviese demasiado personal, en particular, demasiados que eran judíos. «Tenemos seis u ocho miembros de la “raza elegida” aquí que sirven en los cargos más útiles, pero llamativos», decía. Algunos eran sus mejores trabajadores, eso lo reconocía, pero temía que su presencia entre su personal afectase a sus relaciones con el gobierno de Hitler y de ese modo entorpeciese las operaciones diarias de la embajada. «Ni por un momento consideraría el traslado. Sin embargo, el número es demasiado grande, y uno de ellos (se refería a Julia Swope Lewin, la recepcionista de la embajada) «es tan ferviente y se pone tan en evidencia cada día que he oído ecos en círculos semioficiales». También citaba el ejemplo del contable de la embajada, que, aunque era «competente», también era «del “Pueblo Elegido”, y eso le pone en cierta desventaja con los bancos de aquí».
A ese respecto, extrañamente, Dodd también tenía preocupaciones por George Messersmith. «Su cargo es importante, y es muy capaz»,
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escribió Dodd a Hull, «pero los funcionarios alemanes han dicho a uno del personal de aquí: “también es hebreo”. No tengo nada en contra de la raza, pero tenemos un gran número aquí, y eso afecta al servicio y añade gran peso a mi carga».
De momento parece que Dodd no era consciente de que Messersmith en realidad no era judío. Parece que se había confundido debido a un rumor lanzado por Putzi Hanfstaengl, después de que Messersmith le hubiese recriminado públicamente durante una recepción en la embajada por insinuarse de manera inoportuna con una invitada.
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La suposición de Dodd indignó a Messersmith, a quien ya resultaba bastante duro oír las especulaciones de los funcionarios nazis sobre si era o no era judío. El viernes 27 de octubre, Messersmith celebró una comida en su casa en la cual presentó a Dodd a un cierto número de nazis especialmente furibundos, para ayudar a Dodd a comprender el verdadero carácter del partido. Un nazi, aparentemente sobrio e inteligente, afirmaba con total certeza una creencia común entre los miembros del partido de que el presidente Roosevelt y su mujer no tenían más que consejeros judíos. Messersmith escribió al día siguiente al subsecretario Phillips: «Creen que como tenemos judíos en cargos oficiales o algunas personas importantes en casa tienen amigos judíos, nuestra política la dictan sólo los judíos, y que el presidente y la señora Roosevelt en concreto están llevando a cabo propaganda antialemana bajo la influencia de amigos y consejeros judíos».
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Messersmith explicaba que le irritó mucho todo aquello. «Les dije que no debían pensar que porque existe un movimiento antisemita en Alemania, la gente bien pensante y de buenas intenciones de Estados Unidos va a dejar de asociarse con los judíos. Dije que la arrogancia de algunos líderes del partido era su mayor defecto, y que la sensación que tenían de que podían imponer sus puntos de vista al resto del mundo era una de sus mayores debilidades.»
Citaba esa manera de pensar como ejemplo de la «extraña mentalidad» que prevalecía en Alemania. «Sería duro para usted creer que tales ideas existen realmente entre personas valiosas en el gobierno de Alemania», le decía a Phillips, «pero yo tengo claro que es así, y tuve la oportunidad de hacerles ver, con un lenguaje preciso, lo equivocados que estaban, y lo mucho que les perjudicaba su arrogancia».
Dado el disgusto que sentía el propio Phillips por los judíos, resulta tentador imaginar qué pensaba realmente de las observaciones de Messersmith, pero en este aspecto los registros históricos guardan silencio.
Lo que sí sabemos, sin embargo, es que entre la población de americanos que expresaban tendencias antisemitas, una pulla muy común era referirse a la presidencia de Franklin Roosevelt como la «administración Rosenberg».
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La inclinación de Dodd a creer que Messersmith era judío tenía poco que ver con su rudimentario antisemitismo, y más bien parecía ser un síntoma de los recelos más profundos que había empezado a albergar en contra del cónsul general. Se preguntaba cada vez más si Messersmith estaba totalmente de su lado.
Nunca cuestionó la competencia de Messersmith, ni su valor al expresarse en voz alta cuando se dañaba a ciudadanos o intereses norteamericanos, y reconocía que Messersmith «tiene muchas fuentes de información que yo no tengo».
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Pero en dos cartas al subsecretario Phillips, escritas con dos días de diferencia, Dodd sugería que Messersmith llevaba demasiado tiempo destinado en Berlín. «Debo añadir que lleva aquí tres o cuatro años, en unos tiempos muy agitados y turbulentos»,
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decía Dodd en una de esas cartas, «y creo que ha desarrollado una sensibilidad, y quizá incluso una ambición, que tienden a ponerle inquieto y descontento. Esto podría parecer demasiado fuerte, pero no lo creo así».
Dodd aportaba pocas pruebas. Solamente especificaba un detalle con claridad, y era la inclinación de Messersmith a escribir despachos de gran longitud sobre todo tipo de cosas, ya fueran serias o frívolas. Dodd le dijo a Phillips que la extensión de los despachos de Messersmith se podía reducir a la mitad «sin sufrir el menor daño»,
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y que aquel hombre necesitaba ser más juicioso a la hora de elegir sus temas. «Hitler no puede dejarse el sombrero en un avión sin que él haga un relato.»
Para Dodd, sin embargo, los informes no eran más que un simple objetivo de conveniencia, un sustituto para otras fuentes de incomodidad que le resultaba más difícil localizar. A mediados de noviembre su insatisfacción con Messersmith empezó a convertirse en desconfianza. Sentía que Messersmith codiciaba su propio puesto, y veía su incesante producción de informes como una manifestación de sus ambiciones. «Se me ocurre»,
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dijo Dodd a Phillips, «que siente que se le debe una promoción, y yo pienso que sus servicios la exigen, pero no estoy seguro de que el período más útil de su trabajo aquí no haya pasado ya. Sabe tan bien como yo que las circunstancias y condiciones y a veces las decepciones aconsejan transferir hasta al más capacitado de los funcionarios del gobierno». Instaba a Phillips a que discutiera el tema con el jefe del servicio consular, Wilbur Carr, «y vea si se puede hacer algo o no».
Y acababa diciendo: «Ni que decir tiene que espero que todo esto sea enteramente confidencial».
Que Dodd imaginase que Phillips le guardaría el secreto sugiere que no sabía que Phillips y Messersmith mantenían un intercambio de correspondencia regular y frecuente fuera de los cauces oficiales. Cuando Phillips replicó a Dodd a finales de noviembre, añadió su habitual toque irónico, ese tono ligero y agradable que sugería que se limitaba a seguirle la corriente a Dodd, receptivo pero al mismo tiempo despectivo. «Las cartas y despachos de su cónsul general están llenas de interés, pero habría que cortarlas por la mitad… como usted dice. ¡Dele fuerte! Espero que lleve a cabo esa reforma tan necesaria.»
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El domingo 29 de octubre,
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hacia el mediodía, Dodd iba caminando a lo largo de Tiergartenstrasse, de camino hacia el hotel Esplanade. Vio una larga procesión de Tropas de Asalto con sus reveladoras camisas pardas marchando hacia él. Los viandantes se detenían y gritaban el saludo hitleriano.
Dodd se dio la vuelta y se internó en el parque.
EL TESTIGO LLEVABA BOTAS ALTAS
Hacía mucho frío, y cada día la oscuridad del norte parecía hacer un notable avance. Había viento, lluvia y niebla. Aquel noviembre, la estación meteorológica del aeropuerto de Tempelhof registraría períodos de niebla catorce días de los treinta del mes. La biblioteca de Tiergartenstrasse 27a se volvió irresistiblemente confortable, con los libros y las paredes forradas de damasco, ambarino por las llamas de la gran chimenea. El 4 de noviembre, un sábado al final de una semana especialmente sombría de lluvia y viento, Martha se dirigió al edificio del Reichstag, donde se había montado una improvisada sala de juicio para la sesión de Berlín del juicio del gran incendio. Ella llevaba una entrada que le había proporcionado Rudolf Diels.
Policías con carabinas y espadas rodeaban el edificio, «enjambres» de policías, según un observador. Todo el que intentaba entrar era detenido y registrado. Ochenta y dos corresponsales extranjeros se apiñaban en la galería de prensa, al final de la sala. Los cinco jueces, dirigidos por el juez presidente Wilhelm Bünger, llevaban togas color escarlata. Entre el público se encontraban hombres de negro de las SS y de marrón de las SA, así como civiles, funcionarios del gobierno y diplomáticos. Martha, incrédula, vio que su entrada la situaba no en el piso principal, sino justo delante de la sala del tribunal, entre diversos dignatarios. «Entré con el corazón en un puño, y me sentaron demasiado cerca de la parte delantera», recordaba.
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Estaba previsto que la sesión del día empezase a las nueve cincuenta, pero el testigo estrella, Hermann Göring, llegaba tarde. Por primera vez quizá desde que empezó su testimonio en septiembre, había auténtico suspense en la sala. Se suponía que el juicio iba a ser breve, y que proporcionaría a los nazis un escenario mundial desde el que podrían condenar las maldades del comunismo y al mismo tiempo poner en entredicho la creencia general de que ellos mismos habían provocado el fuego. Por el contrario, a pesar de las claras pruebas de que el juez presidente favorecía a la acusación, el juicio había procedido como un juicio real, en el que ambas partes presentaron grandes cantidades de pruebas. El Estado esperaba probar que los cinco acusados habían desempeñado un papel en el incendio, aunque Marinus van der Lubbe insistía en que el responsable era él solo. Los fiscales presentaron innumerables expertos intentando demostrar que los daños al edificio eran demasiado extensos, con demasiados fuegos pequeños en demasiados lugares a la vez, para que fuesen obra de un solo pirómano. En el proceso, según Fritz Tobias, autor del relato original del incendio y sus consecuencias, lo que tenía que haber sido un juicio revelador y emocionante se convirtió en realidad «en un marasmo de aburrimiento y bostezos».
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