Hull, furioso, ordenó a Moffat que preparase una respuesta dura para Dodd,
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para obligarle «no sólo a aprovechar las oportunidades para hacer valer la justicia de nuestras quejas, sino a crearlas».
El resultado fue un telegrama transmitido a las 4 de la tarde del sábado 7 de julio, con el remite del secretario Hull, que cuestionaba que Dodd se hubiese enfrentado a la negativa de Alemania de pagar su deuda «con el mayor vigor, desde el punto de vista de la lógica, de la equidad y de su efecto en los 60.000 poseedores de deuda inocentes de este país…».
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Moffat decía: «Era un telegrama bastante duro, y el secretario, con su amabilidad natural, modificó una de las frases para respetar los sentimientos de Dodd».
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Moffat observaba que «los irreverentes» del departamento se referían a Dodd como «embajador Dud» (inútil).
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Aquella misma semana, durante otra reunión sobre el tema de los bonos, Hull volvió a expresar la insatisfacción que le producía Dodd. Moffat decía: «El secretario seguía repitiendo que aunque Dodd era un buen hombre en muchos aspectos, ciertamente, había enfocado aquella situación de una manera muy peculiar».
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Aquel día, Moffat asistió a una fiesta en casa de un amigo rico (el que tenía piscina) que había invitado también al «Departamento de Estado entero».
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Hubo exhibición de tenis y competiciones de natación. Moffat sin embargo tuvo que irse antes para realizar un crucero por el Potomac en un yate a motor «equipado con un lujo tal que satisfaría el alma de cualquier sibarita».
* * *
En Berlín, Dodd no se dejó amilanar. Pensaba que no tenía sentido preocuparse por el pago pleno, dado que Alemania, sencillamente, no tenía el dinero, y había temas mucho más importantes en juego. En una carta a Hull, unas pocas semanas más tarde, le decía: «Nuestra gente tendrá que perder esos bonos».
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A primera hora de la mañana del viernes 6 de julio, Martha fue al dormitorio de su padre a decirle adiós. Martha sabía que él desaprobaba su viaje a Rusia, pero cuando se abrazaron y se besaron, él parecía contento. Le dijo que tuviera cuidado, pero que esperaba que fuese «un viaje interesante».
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Su madre y su hermano la acompañaron al aeropuerto de Tempelhof; Dodd se quedó en la ciudad, consciente, sin duda, de que la prensa nazi intentaría capitalizar su presencia en el aeropuerto despidiendo a su hija cuando ésta cogía un vuelo hacia la odiada Unión Soviética.
Martha subió un tramo de elevadas escaleras de acero hacia el Junker de tres motores que la transportaría en la primera etapa de su viaje. Un fotógrafo la captó con aire desenvuelto
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en la parte superior de las escaleras, con el sombrero en un ángulo extraño. Llevaba un pichi liso sobre una blusa de topos y un pañuelo a juego. Curiosamente, dado el calor que hacía, llevaba también un largo abrigo al brazo, y un par de guantes blancos.
Después dijo que no tenía ni idea de que su viaje sería de interés para la prensa, o que crearía una especie de escándalo diplomático. Esto, sin embargo, parece poco creíble. Después de un año en el cual había llegado a intimar con intrigantes como Rudolf Diels y Putzi Hanfstaengl, no podía haber dejado de darse cuenta de que en la Alemania de Hitler hasta la acción más insignificante tenía un exagerado poder simbólico.
A nivel personal, su partida marcaba el hecho de que los últimos rastros de simpatía que había sentido por los extraños y nobles sujetos de la revolución nazi habían desaparecido, y lo reconociera o no, su partida, captada por fotógrafos de prensa y debidamente registrada por los funcionarios de la embajada y los observadores de la Gestapo por un igual, era una declaración pública de su desilusión final.
Dijo: «Ya había tenido la suficiente sangre y terror para el resto de mi vida».
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Su padre llegó a un momento de transformación similar. A lo largo de aquel primer año en Alemania, Dodd se había visto golpeado una y otra vez por la extraña indiferencia a los malos tratos que se había instalado en la nación, esa disposición del pueblo y de los elementos más moderados del gobierno a aceptar cada nuevo decreto opresivo, cada nuevo acto de violencia, sin protestas. Era como si hubiese entrado en el oscuro bosque de un cuento de hadas donde todas las normas de lo que estaba bien y lo que estaba mal se hubiesen invertido. Escribió a su amigo Roper: «No podía haber imaginado ese brote de violencia contra los judíos cuando todo el mundo estaba sufriendo, de una manera u otra, de un comercio en declive. Y nadie habría podido imaginar tampoco que una actuación tan terrorífica como la del 30 de junio se hubiese permitido en tiempos modernos».
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Dodd seguía esperando que los crímenes causarían una indignación tal al público alemán que el régimen caería, pero pasaban los días y no veía prueba alguna de todo ese estallido de ira. Hasta el ejército se había mantenido indiferente, a pesar del asesinato de dos de sus generales. El presidente Hindenburg envió a Hitler un telegrama de alabanza. «Por los informes que me han llegado, he sabido que usted, mediante su acción decidida y su valiente intervención personal, ha abortado la traición en germen. Ha salvado usted a la nación alemana de un grave peligro. Por eso le expreso mi más profundo agradecimiento y mi más sincera apreciación.»
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En otro telegrama, Hindenburg le daba las gracias a Göring por su «enérgico y afortunado proceder al aplastar la alta traición».
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Dodd se enteró de que Göring había ordenado personalmente más de setenta y cinco ejecuciones. Se alegró cuando Göring, como Röhm antes que él, envió sus excusas por no haber podido asistir a la cena que los Dodd habían preparado para la noche del viernes 6 de julio. Dodd escribió: «Fue un alivio que no apareciese. No sé lo que habría hecho si hubiera sido así».
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A Dodd, diplomático por accidente, no por convencimiento, todo aquello le parecía terrible. Era un estudioso, un demócrata jeffersoniano, un granjero que amaba la historia y la vieja Alemania en la cual había estudiado de joven. Ahora allí se producían crímenes oficiales a gran escala. Algunos amigos y conocidos de Dodd, personas que habían estado en su casa cenando o tomando el té, habían muerto a tiros. Nada en el pasado de Dodd le había preparado para aquello. Se situaban en primer plano, con mayor intensidad que nunca, sus dudas sobre si podría conseguir algo como embajador. Si no podía, entonces, ¿qué sentido tenía quedarse en Berlín, con su gran amor, su
Viejo Sur
, languideciendo en el escritorio?
Había perdido algo, un último aliento de esperanza vital. En la anotación de su diario del 8 de julio, una semana después de empezar la purga, justo antes del primer aniversario de su llegada a Berlín, escribió: «Mi tarea aquí es trabajar para la paz y la mejora de las relaciones. No veo cómo hacer nada en ese sentido mientras Hitler, Göring y Goebbels sean los dirigentes de este país. Nunca había oído ni leído de tres hombres menos adecuados en un lugar más elevado. ¿Tendría que dimitir?».
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Juró no volver a acoger nunca a Hitler, Göring o Goebbels en la embajada ni en su hogar, y decidió también «no asistir nunca más a ninguna convocatoria del canciller, ni buscar una entrevista con él por mi parte, excepto en terrenos oficiales. Cuando miro a ese hombre siento un gran horror».
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SOLO LOS CABALLOS
Pero como todo el mundo en Berlín, al parecer, Dodd quería saber qué diría Hitler de la purga. El gobierno anunció que Hitler hablaría la noche del viernes 13 de julio, en un discurso ante los diputados del Reichstag en su sede temporal, el cercano teatro de la ópera Kroll. Dodd decidió no asistir, pero lo escuchó por la radio. La perspectiva de estar allí en persona y oír a Hitler justificar asesinatos en masa mientras cientos de aduladores levantaban el brazo repetidamente era demasiado aborrecible.
Aquel viernes por la noche él y François-Poncet se reunieron en el Tiergarten, como hacían en el pasado para evitar que los espiasen. Dodd quería averiguar si François-Poncet planeaba asistir al discurso, pero temía que si visitaba la embajada francesa, los observadores de la Gestapo se fijarían en su llegada y concluirían que estaba conspirando para que las grandes potencias boicotearan el discurso, que era lo que ocurría realmente. Dodd había llamado a sir Eric Phipps a la embajada británica aquella misma semana, y se había enterado de que Phipps también pensaba renunciar al discurso. Dos visitas semejantes a embajadas importantes en un tiempo tan breve seguramente atraerían la atención.
El día era frío y soleado, y como consecuencia el parque estaba atestado de gente, la mayoría a pie, pero unos cuantos a caballo, moviéndose lentamente entre las sombras. De vez en cuando rompía el aire una risa o el ladrido de un perro, o lo invadía el fantasma del humo de un cigarrillo que se desvanecía lentamente en la quietud. Los dos embajadores pasearon durante una hora.
Cuando se disponían a separarse, François-Poncet dijo: «Yo no asistiré al discurso».
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Luego dijo algo que Dodd nunca había esperado oír a un diplomático moderno en una de las mayores capitales de Europa: «No me sorprendería que me pegaran un tiro en cualquier momento en las calles de Berlín», dijo. «Por eso mi mujer sigue en París. Los alemanes nos odian, y su líder está loco.»
A las ocho en punto de aquella noche, en la biblioteca de la Tiergartenstrasse 27a, Dodd puso la radio y oyó a Hitler dirigirse al Reichstag después de subir al estrado. Una docena de diputados se hallaban ausentes, asesinados en la purga.
El teatro de la ópera estaba sólo a veinte minutos andando de donde se hallaba Dodd, al otro lado del Tiergarten. En su lado del parque todo estaba pacífico y tranquilo, la noche embalsamada con el aroma de las flores nocturnas. En la radio Dodd oía que el público se levantaba a menudo y gritaba
Heil
.
«Diputados», dijo Hitler, «¡hombres del Reichstag alemán!».
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Hitler describió la conspiración del capitán Röhm para usurpar el gobierno, ayudado por un diplomático extranjero a quien no identificó. Al ordenar aquella purga, dijo, no había hecho otra cosa que obedecer a los intereses de Alemania, para salvar a la nación del caos.
«Sólo una represión feroz y sangrienta podía cortar de raíz la revuelta», dijo a su público. El mismo había dirigido el ataque en Múnich, añadió, mientras Göring, con su «puño de acero», había hecho otro tanto en Berlín. «Si alguien me pregunta por qué no usamos los tribunales regulares yo le respondería: en aquel momento, yo era responsable de la nación alemana, y consecuentemente, yo solo era, durante aquellas veinticuatro horas, Tribunal Supremo de Justicia del pueblo alemán.»
Dodd oyó el clamor del público que se ponía de pie, lanzando vítores saludando y aplaudiendo.
Hitler siguió: «He ordenado que matasen a los líderes culpables. También he ordenado que se cauterizasen los abscesos causados por nuestros venenos internos y externos, hasta que la carne viva ha quedado quemada. También he ordenado que cualquier rebelde que intentase resistirse al arresto fuese abatido de inmediato. La nación debe saber que su existencia no puede verse amenazada impunemente por nadie, y que quien quiera que levante su mano contra el Estado, morirá».
Citó a los «diplomáticos extranjeros» que se reunían con Röhm y otros supuestos conspiradores y declaraban a continuación que la reunión era «totalmente inofensiva», aludiendo claramente a la cena a la que asistió François-Poncet en mayo, en casa de Wilhelm Regendanz.
«Pero», continuaba Hitler, «cuando tres hombres capaces de alta traición organizan una reunión en Alemania con un estadista extranjero, una reunión que ellos mismos califican como reunión “de trabajo”, cuando despiden a los sirvientes y dan órdenes estrictas de que no se me informe de esa reunión, yo hago que maten a esos hombres, aunque en el curso de tales conversaciones secretas el único asunto que se discutiera fuese el tiempo, la numismática antigua u otros temas similares».
Hitler reconocía que el coste de aquella purga «fue elevado», y luego mintió a la audiencia y dijo que el total de muertes habían sido setenta y siete. Quiso incluso atemperar esa cifra asegurando que dos de las víctimas se habían suicidado, y (risiblemente, en este caso) que en el total se incluían tres hombres de las SS que fueron ejecutados por «maltratar a los presos».
Y concluyó: «Aquí estoy ante la historia para asumir la responsabilidad de las veinticuatro horas en las que tomé la decisión más amarga de toda mi vida, durante las cuales el destino me ha enseñado una vez más a aferrarme con todos mis pensamientos a lo más precioso que poseemos: el pueblo alemán y el Reich alemán».
La sala resonó con el estruendo de los aplausos y las voces que cantaban el «Horst Wessel Lied». Si Dodd hubiese estado presente,
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habría visto a dos niñas que entregaban ramos de flores a Hitler, las niñas vestidas con el uniforme del Bund Deutscher Mädel, la rama femenina de las Juventudes Hitlerianas, y habría visto también a Göring subir rápidamente al estrado para dar la mano a Hitler, seguido de un montón de personas que querían felicitarle personalmente. Göring y Hitler permanecieron muy cerca y posaron para los muchos fotógrafos que se apretujaban ante ellos. Fred Birchall, del
Times
, lo presenció: «Estuvieron de pie cara a cara en el estrado casi un minuto,
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dándose la mano, mirándose a los ojos el uno al otro mientras relampagueaban los flashes».
Dodd apagó la radio. En su lado del parque la noche era fría y serena. Al día siguiente, sábado 14 de julio, envió un telegrama en clave al secretario Hull: «Nada más repulsivo que contemplar al país de Goethe y Beethoven volver a la barbarie de la Inglaterra de los Estuardo y la Francia de los Borbones…».
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Aquella misma tarde dedicó dos horas de tranquilidad a su
Viejo Sur
, perdiéndose en otra era mucho más caballerosa.
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