Fue acusado, pero el día que se iba a celebrar el juicio, 2 de marzo de 1939, cambió de opinión y se declaró culpable. Su amigo el juez Moore estaba sentado a su lado, y también Martha. El tribunal le impuso una multa de 250 dólares, pero no le sentenció a prisión, debido a su mala salud y al hecho de que había pagado 1.100 dólares en costes médicos para la niña, que por aquel entonces, según se decía, estaba ya casi recuperada. Perdió la posibilidad de conducir y el derecho a voto, una pérdida especialmente dolorosa para un creyente tan ferviente en la democracia.
Destrozado por el accidente, desilusionado por su experiencia como embajador y desgastado por su declinante salud, Dodd se retiró a su granja. Su salud empeoró. Le diagnosticaron un síndrome neurológico llamado parálisis bulbar, una parálisis lenta y progresiva de los músculos de la garganta. En julio de 1939 le ingresaron en el hospital Mount Sinai de Nueva York para realizar una cirugía abdominal menor, pero antes de que tuviera lugar la operación contrajo una neumonía bronquial, una complicación frecuente de la parálisis bulbar. Estaba gravemente enfermo. Mientras se encontraba postrado en el lecho, casi muerto, los nazis le hostigaban desde lejos.
Un artículo de primera plana del periódico de Goebbels
Der Angriff
decía que Dodd estaba en una «clínica judía». El titular afirmaba: «Fin del notorio agitador antialemán Dodd».
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El escritor adoptaba un pueril estilo malicioso típico de
Der Angriff
. «Ese hombre de setenta años que fue uno de los diplomáticos más extraños que existieron jamás está ahora entre aquellos a quienes sirvió durante veinte años: los judíos activistas que maquinan la guerra.» El artículo decía que Dodd era «un hombre bajito, seco, nervioso, pedante… cuya aparición en las funciones sociales y diplomáticas producía inevitablemente bostezos y aburrimiento».
Tomaba nota de la campaña de Dodd para advertir de las ambiciones de Hitler.
«Después de volver a Estados Unidos, Dodd se expresó de la forma más irresponsable y desvergonzada sobre el Reich alemán, cuyos dirigentes, durante cuatro años, con una generosidad casi sobrehumana, pasaron por alto asuntos escandalosos, pasos en falso e indiscreciones políticas tanto suyos como de su familia.»
Dodd salió del hospital y se retiró a su granja, donde siguió alimentando la esperanza de tener tiempo para acabar los volúmenes que le quedaban del
Viejo Sur
. El gobernador de Virginia le devolvió el derecho al voto, explicando que en el momento del accidente Dodd estaba «enfermo y no era totalmente responsable».
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En septiembre de 1939, los ejércitos de Hitler invadieron Polonia y estalló la guerra en Europa. El 18 de septiembre Dodd escribió a Roosevelt que aquello se podía haber evitado «si las democracias de Europa» sencillamente hubieran actuado conjuntamente para detener a Hitler, como él siempre había pedido. «Si hubiesen cooperado», decía Dodd, «habrían tenido éxito. Ahora ya es demasiado tarde».
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En otoño Dodd estaba confinado al lecho,
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y era capaz de comunicarse únicamente con una libretita y un lápiz. Su estado se prolongó durante varios meses más hasta principios de febrero de 1940, cuando sufrió otra neumonía. Murió en su cama, en su granja, el 9 de febrero de 1940, a las 3.10 de la tarde, con Martha y Bill a su lado, y la obra de su vida (el
Viejo Sur
) sin acabar. Le enterraron dos días más tarde en la granja, y Carl Sandburg fue portador del féretro honorario.
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Cinco años después,
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durante el ataque final a Berlín, un obús ruso dio directamente en un establo en el extremo occidental del Tiergarten. La cercana Kurfürstendamm, que en tiempos fue una de las principales calles comerciales y de entretenimiento de Berlín, se había convertido en escenario de lo más macabro: los caballos, las criaturas más felices de la Alemania nazi, bajaban desbocados por la calle con crines y colas en llamas.
* * *
El juicio de los compatriotas de Dodd sobre su carrera como embajador dependía en gran medida del lado del Atlántico en el que se encontrasen.
Para los aislacionistas, era innecesariamente provocativo; para sus oponentes en el Departamento de Estado, era un inconformista que se quejaba demasiado pero no conseguía mantener el nivel del Club Bastante Bueno. Roosevelt, en una carta a Bill hijo, resultaba evasivo hasta la exasperación. «Conociendo su pasión por la verdad histórica y su rara habilidad para iluminar los sentidos de la historia», decía Roosevelt, «su fallecimiento es una auténtica pérdida para la nación».
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Para aquellos que conocieron a Dodd en Berlín y que presenciaron de primera mano la opresión y el terror del gobierno de Hitler, siempre sería un héroe. Sigrid Schultz decía que Dodd era «el mejor embajador que hemos tenido en Alemania»,
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y reverenciaba su disposición a sostener los ideales norteamericanos aun en contra de su propio gobierno. Decía: «Washington no consiguió darle el apoyo debido a un embajador en la Alemania nazi, en parte porque demasiados hombres del Departamento de Estado eran apasionados partidarios de los alemanes, y porque demasiados hombres de negocios influyentes de nuestro país creían que “se podían hacer negocios con Hitler”». El rabino Wise escribió en sus memorias,
Challenging Years
: «Dodd estaba años por delante del Departamento de Estado en su comprensión de la política, así como las implicaciones morales del hitlerismo, y fue castigado por tal comprensión eliminándole virtualmente de su cargo por tener la decencia y el valor, él solo entre todos los embajadores, de no querer asistir a la celebración anual de Núremberg, que era una glorificación de Hitler».
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Más adelante, hasta Messersmith aplaudiría la claridad de visión de Dodd. «A menudo pienso que hubo muy pocos hombres que se dieran cuenta de lo que estaba ocurriendo en Alemania más plenamente que él, y desde luego muy pocos hombres que comprendieran mejor que él las implicaciones para el resto de Europa y para nosotros, y para todo el mundo, de lo que estaba ocurriendo en aquel país.»
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Las mayores alabanzas venían de Thomas Wolfe, que durante una visita a Alemania en la primavera de 1935 tuvo una breve aventura con Martha. El escribió a su editor, Maxwell Perkins, que el embajador Dodd había ayudado a conjurar en él «un renovado orgullo y fe en América, y la creencia de que de alguna manera, seguimos teniendo un gran futuro».
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La casa de los Dodd en Tiergartenstrasse 27a, decía a Perkins, «ha sido un refugio libre y sin temor para gente de todas las opiniones, y gente que vive llena de terror ha podido respirar allí sin miedo, y hablar con sinceridad. Todo esto lo sé de buena tinta, y más aún, la despreocupación seca, sencilla y acogedora con la que el embajador observa las pompas, brillos y condecoraciones y el paso de los que desfilan, te alegra el corazón».
El sucesor de Dodd fue Hugh Wilson, un diplomático a la antigua usanza a quien Dodd había criticado bastante. Fue Wilson, en efecto, el primero que describió el servicio en Exteriores como un «club bastante bueno». La máxima de Wilson, acuñada por Talleyrand antes que él, no conmovía demasiado: «Por encima de todo, que no haya exceso de celo».
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Como embajador, Wilson buscó poner de relieve los aspectos positivos de la Alemania nazi, y llevó a cabo una campaña personal de contemporización. Prometió al nuevo ministro de Exteriores de Alemania, Joachim von Ribbentrop, que si empezaba la guerra en Europa, él haría todo lo posible por mantener a Estados Unidos fuera. Wilson acusó a la prensa americana de estar «controlada por los judíos»
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y de cantar un «himno de odio, mientras allí se hacían esfuerzos constantes para construir un futuro mejor». Alababa a Hitler diciendo que era «el hombre que ha sacado a su pueblo de la desesperación moral y económica al estado de orgullo y evidente prosperidad que ahora disfrutaba».
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Admiraba en particular el programa nazi «fuerza a través de la alegría», que proporcionaba trabajadores al gobierno sin gastos de vacaciones u otros entretenimientos. Wilson lo veía como una herramienta potente para ayudar a Alemania a resistir los avances comunistas y suprimir la exigencia de mayor salario por parte de los trabajadores, un dinero que éstos despilfarraban en «cosas estúpidas, como norma». Consideraba que ese enfoque «sería beneficioso para el mundo, a la larga».
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William Bullitt, en una carta de París fechada el 7 de diciembre de 1937, alababa a Roosevelt por elegir a Wilson, afirmando: «Creo que las posibilidades de paz en Europa han mejorado decididamente a causa de su nombramiento de Hugh en Berlín, y se lo agradezco profundamente».
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Al final, por supuesto, ni el enfoque de Dodd ni el de Wilson importaron demasiado. A medida que Hitler fue consolidando su poder e intimidando a su público, sólo algún gesto extremo de desaprobación de Estados Unidos podía tener algún efecto, quizá la «intervención forzosa» sugerida por George Messersmith en septiembre de 1933. Tal acto, sin embargo, habría sido políticamente impensable mientras Estados Unidos sucumbía cada vez más a la fantasía de que podía escapar a la implicación de las reyertas en Europa. «Pero la historia», escribía el amigo de Dodd, Claude Bowers, embajador en España y posteriormente en Chile, «dejará constancia de que en un período en que las fuerzas de la tiranía se estaban movilizando para exterminar la libertad y la democracia en todas partes, cuando una equivocada política de “contemporización” estaba llenando los arsenales del despotismo, y en muchos círculos elevados sociales e incluso políticos el fascismo era una moda y la democracia un anatema, él permaneció firme a favor de nuestro modo de vida democrático, luchó correctamente y mantuvo la fe, y cuando le llegó la muerte, su bandera todavía ondeaba».
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Y tenemos que preguntarnos: si el
Der Angriff
de Goebbels se molestó en atacar a Dodd mientras yacía postrado en el lecho de un hospital, ¿realmente fue tan ineficaz como sus enemigos creían? A fin de cuentas Dodd resultó ser exactamente lo que quería Roosevelt, un faro solitario de libertad y esperanza americanas en una tierra cada vez más oscura.
LA EXTRAÑA AVE EN EL EXILIO
El Tiergarten después de la ofensiva rusa, con el edificio del Reichstag al fondo
Martha y Alfred Stern vivían en un apartamento de Central Park Oeste en Nueva York, y poseían una propiedad en Ridgefield, Connecticut. En 1939 ella publicó unas memorias tituladas
Through Embassy Eyes
. Alemania prohibió el libro inmediatamente, cosa nada sorprendente, dadas algunas de las observaciones de Martha sobre los líderes principales del régimen. Por ejemplo: «Si hubiese habido alguna lógica u objetividad en las leyes de esterilización de los nazis, el doctor Goebbels habría sido esterilizado hacía mucho tiempo».
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En 1941 ella y Bill hijo publicaron el diario de su padre. Querían publicar también recogidas en un libro unas cuantas cartas enviadas y recibidas por Dodd, y le pidieron a George Messersmith que les permitiera usar algunas que él había enviado a Dodd desde Viena. Messersmith se negó. Cuando Martha le dijo que las publicarían de todos modos, Messersmith, a quien nunca le habían gustado los dos hermanos, se puso intransigente. «Le dije que si publicaba mis cartas, ya fuese con un editor irresponsable o responsable, escribiría un pequeño artículo explicando lo que sabía de ella y determinados episodios de su vida, y que mi artículo sería mucho más interesante que nada de lo que pudiese haber en su libro.»
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Y añadía: «Así acabó el asunto».
Eran unos años llenos de acontecimientos. La guerra que había previsto Dodd se luchó y se ganó. En 1945, al fin, Martha consiguió el objetivo con el que tanto había soñado: publicó una novela. Titulada
Sowing the Wind
, y claramente basada en la vida de uno de sus antiguos amantes, Ernst Udet, el libro describía cómo seducía y degradaba el nazismo a un aviador de la Primera Guerra Mundial de buen corazón. Aquel mismo año ella y su marido adoptaron un niño y le pusieron Robert.
Martha al final tuvo un salón de éxito, que de vez en cuando atrajo a personajes como Paul Robeson, Lillian Hellman, Margaret Bourke-White e Isamu Noguchi.
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La charla era brillante e interesante, y evocaba para Martha aquellas deliciosas veladas en casa de su amiga Mildred Fish Harnack, aunque ahora el recuerdo de Mildred estaba teñido de negro. Martha había recibido noticias de su vieja amiga que repentinamente hacían que su último encuentro en Berlín pareciese lleno de presagios. Ella recordaba que habían elegido una mesa escondida en un restaurante apartado, y que Mildred, orgullosamente, le habló de la «creciente efectividad»
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de la red subterránea que habían montado ella y su marido, Arvid. Mildred no era una mujer partidaria de las demostraciones de afecto, pero al acabar aquella comida le dio un beso a Martha.
Luego Martha supo que unos años después de aquel encuentro Mildred fue arrestada por la Gestapo, junto con Arvid y docenas de personas más de su red.
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Arvid fue juzgado y condenado a morir en la horca. Fue ejecutado en la prisión Plötzensee de Berlín el 22 de diciembre de 1942. El verdugo usó una cuerda corta, para procurar un estrangulamiento lento. A Mildred la obligaron a mirar. En su juicio, ella fue condenada a seis años de prisión. El propio Hitler ordenó que se repitiera el juicio. Esta vez la sentencia fue a muerte. El 16 de febrero de 1943, a las seis de la mañana, fue guillotinada. Sus últimas palabras fueron: «Y yo que amaba tanto a Alemania».
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