Putzi Hanfstaengl, a quien el ministro de Exteriores Neurath había garantizado su seguridad, volvió a casa. Cuando llegó a su despacho se quedó asombrado al ver el aspecto apagado y aturdido de los que le rodeaban. Se comportaban, decía, «como si los hubieran cloroformizado».
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La purga de Hitler se conocería posteriormente como «la noche de los cuchillos largos», y a su debido tiempo se consideraría uno de los episodios más importantes de su ascenso, el primer acto de la gran tragedia de la contemporización. Al principio, sin embargo, no se comprendió su importancia. Ningún gobierno retiró a su embajador ni emitió una protesta; el pueblo no se alzó, rebelde.
La reacción más satisfactoria de un funcionario público en Estados Unidos provino del general Hugh Johnson, jefe de la Administración para la Recuperación Nacional, que por aquel entonces se había hecho famoso por sus destemplados discursos sobre una amplia gama de temas. (Cuando tuvo lugar una huelga general en San Francisco, en julio, liderada por un estibador que había emigrado de Australia, Johnson pidió la deportación de todos los inmigrantes.) «Hace unos días han ocurrido en Alemania unos hechos que han conmocionado al mundo»,
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comentó públicamente Johnson. «No sé cómo les habrán afectado a ustedes, pero a mí me han puesto enfermo… no figuradamente, sino de una manera física y concreta. La idea de que saquen a rastras de su casa a hombres adultos y responsables, los pongan contra una pared, cojan los fusiles y los maten a tiros es algo que no tiene nombre.»
El Servicio de Asuntos Exteriores alemán protestó. El secretario Hull replicó que Johnson «hablaba a título individual, y no en nombre del Departamento de Estado o la Administración».
La falta de reacción se debió en parte a que muchos en Alemania y en el mundo en general preferían creer lo que decía Hitler, es decir, que había sofocado una rebelión inminente que habría causado mucho más derramamiento de sangre. Pronto hubo pruebas, sin embargo, que demostraban que lo que decía Hitler era falso. Al principio Dodd parecía inclinado a creer que realmente había existido una conspiración,
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aunque enseguida se volvió muy escéptico. Uno de los hechos parecía refutar claramente la historia oficial: cuando el jefe de las SA de Berlín, Karl Ernst, fue arrestado, estaba a punto de irse de crucero para pasar su luna de miel, y ése no es exactamente el comportamiento de un hombre que se supone que está tramando una conspiración para aquel mismo fin de semana. No está claro si Hitler al principio se creía su propia historia. Ciertamente, Göring, Goebbels y Himmler habían hecho todo lo posible para que lo creyese. El británico sir Eric Phipps aceptó la historia oficial en un principio;
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le costó seis semanas darse cuenta de que no había existido trama alguna. Cuando Phipps se encontró con Hitler cara a cara, varios meses después, sus pensamientos volvieron a la purga. «Esto no ha aumentado precisamente su encanto o su atractivo»,
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escribía Phipps en su diario. «Mientras yo hablaba, él me miraba hambriento como un tigre. Tuve la clara impresión de que si mi nacionalidad y mi estatus hubiesen sido distintos, yo habría formado parte de su cena de aquella noche.»
Con esta valoración captó bastante bien el verdadero sentido de la purga de Röhm, que el mundo aún no comprendía. Aquella matanza había demostrado, en unos términos que tenían que haber resultado imposibles de ignorar, lo lejos que estaba dispuesto a llegar Hitler con tal de conservar el poder. Sin embargo, los observadores externos malinterpretaron la violencia y prefirieron considerarla solamente un ajuste de cuentas interno, «una especie de baño de sangre como los del mundo del hampa, que recordaba a la matanza del día de San Valentín de Al Capone»,
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tal y como lo expresa el historiador Ian Kershaw. «Seguían pensando que en lo tocante a la diplomacia, podían tratar con Hitler como si fuera un estadista responsable. Los años posteriores les darían una amarga lección: el Hitler que llevaba los Asuntos Exteriores era el mismo que se había comportado con tan salvaje y cínica brutalidad en su país, el 30 de junio de 1934.» Rudolf Diels, en sus memorias, reconocía que al principio no lo había comprendido. «Yo… no tenía ni idea de que aquellos relámpagos estuviesen anunciando una gran tormenta,
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cuya violencia desgarraría las raíces podridas de los sistemas europeos y haría estallar en llamas el mundo entero… porque ése fue realmente el sentido del 30 de junio de 1934.»
La prensa controlada, lógicamente, alabó a Hitler por su conducta decidida, y entre el público su popularidad aumentó. Tanto se habían cansado los alemanes de las Tropas de Asalto y sus intrusiones en sus vidas que la purga parecía una bendición. Un informe de los exiliados socialdemócratas
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afirmaba que muchos alemanes «ensalzaban a Hitler por su decisión implacable», y que muchos de la clase trabajadora «también se habían visto subyugados por la deificación acrítica de Hitler».
Dodd seguía esperando que algún catalizador causara el fin del régimen, y creía que la inminente muerte de Hindenburg (a quien Dodd llamaba «única alma distinguida» de la moderna Alemania) podía provocarlo, pero quedaría decepcionado, una vez más. El 2 de agosto, tres semanas después del discurso de Hitler, murió Hindenburg en su propiedad. Hitler se movió rápidamente. Antes de que el día acabase ya había asumido la función de presidente además de canciller, consiguiendo así al fin el poder absoluto sobre Alemania. Sosteniendo con falsa humildad que el título de «presidente» sólo se podía asociar con Hindenburg, que lo había ostentado hasta aquel momento, Hitler proclamó que a partir de entonces su título oficial sería «Führer y canciller del Reich».
En una carta confidencial al secretario Hull, Dodd preveía «un régimen mucho más terrorífico que el que hemos soportado desde el 30 de junio».
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Alemania aceptó el cambio sin protestas, para consternación de Victor Klemperer, el filólogo judío. El también había esperado que la purga sangrienta provocara al final que el ejército se moviese y derrocase a Hitler. Pero no ocurrió nada. Y ahora esta nueva humillación. «La gente no se da cuenta de que esto es un golpe de Estado con todas las de la ley»,
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escribió en su diario. «Todo tiene lugar en silencio, ahogado por himnos a la muerte de Hindenburg. Juraría que millones y millones de personas no tienen ni idea de la cosa tan monstruosa que acaba de ocurrir.»
El periódico de Múnich
Münchner Neueste Nachrichten
se desvivía: «Hoy Hitler es toda Alemania»,
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decidiendo ignorar que sólo un mes antes su amable crítico musical había sido asesinado a tiros por error.
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Aquel fin de semana llegaron las lluvias, un chaparrón que duró tres días e inundó la ciudad. Con la inactividad de las SA, sus uniformes pardos prudentemente guardados en el armario, aunque sólo de manera temporal, y la nación llorando la muerte de Hindenburg, una rara sensación de paz se extendió por toda Alemania, dando a Dodd algo de tiempo para meditar sobre un tema cargado de ironía, pero muy querido para aquella faceta suya de granjero de Virginia, aún presente.
En la anotación de su diario del domingo 5 de agosto de 1934, Dodd observaba un rasgo del pueblo alemán que ya había notado en sus tiempos de Leipzig, y que había persistido incluso con Hitler: el amor a los animales, sobre todo los caballos y los perros.
«En un momento en que casi todos los alemanes tienen miedo de decir una sola palabra hasta a sus amigos más íntimos, caballos y perros son tan felices que uno siente que desean hablar»,
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decía. «Una mujer que quizá haya denunciado a un vecino por deslealtad, poniendo así en peligro su vida, o incluso causando su muerte, saca a su perro, grande y de aspecto bonachón, a pasear por el Tiergarten. Habla con él y lo mima mientras se sienta en un banco y espera a los requerimientos de la naturaleza.»
En Alemania, observaba Dodd, nadie pegaba nunca a un perro, y como consecuencia, los perros nunca tenían miedo cuando estaban con los hombres, y siempre estaban gordos y obviamente bien cuidados. «Sólo los caballos parecen igual de felices, no los niños, ni los jóvenes», escribió. «A menudo me paro, cuando voy paseando a mi oficina, y les dirijo unas palabras a un par de hermosos caballos que esperan mientras descargan su carro. Están tan limpios y gordos y felices que uno siente que casi se van a echar a hablar.» Llamaba a esta sensación «felicidad equina», y había notado el mismo fenómeno en Núremberg y Dresde. En parte, ya lo sabía, su felicidad se debía a la ley alemana, que prohibía la crueldad con los animales y castigaba a los infractores con la prisión, y ahí Dodd encontraba la más profunda de las ironías. «En una época en la que se mataba a cientos de hombres sin juicio ni prueba alguna de culpabilidad, y en la cual la población literalmente temblaba de miedo, los animales tenían garantizados unos derechos que ni hombres ni mujeres podían soñar con tener.»
Y añadía: «¡Uno casi deseaba ser un caballo!».
JULIETA 2
Boris tenía razón. Martha había cargado demasiado su itinerario y como consecuencia, encontraba su periplo cualquier cosa menos estimulante. El viaje había acabado por ponerla malhumorada y crítica con Boris y con Rusia, que le parecía una tierra monótona y tediosa. Boris se sentía decepcionado. «Me siento muy triste al ver que no te gusta todo lo que hay en Rusia», le escribía el 11 de julio de 1934.
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«Deberías verlo con unos ojos completamente distintos a los norteamericanos. No debes quedarte con una mirada superficial (como la mala ropa y la mala comida). Por favor, querida, mira “dentro”, un poco más hondo.»
Lo que más fastidiaba a Martha, de una manera muy injusta, era que Boris no se hubiese ido con ella de viaje, aunque poco después de que ella se fuese también acudió a Rusia, primero a Moscú y luego a un lugar de vacaciones en el Cáucaso, a pasar unos días. En una carta del 5 de agosto desde este lugar, Boris le recordaba: «Fuiste tú la que dijiste que no nos viésemos en Rusia».
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Reconocía, sin embargo, que habían intervenido también otros obstáculos, aunque se mostraba vago en cuanto a su naturaleza precisa. «No podía pasar las vacaciones contigo. No era posible, por varios motivos. El más importante: tenía que quedarme en Moscú. Mi estancia en Moscú no fue muy feliz, mi destino sigue sin resolverse.»
Confesaba que las cartas de ella le habían herido. «No deberías escribirme unas cartas tan furiosas. No me lo merezco. Ya estaba muy triste en Moscú después de algunas de tus cartas, ya que tenía la sensación de que estabas muy lejos, inalcanzable. Pero después de tu carta irritada, estoy mucho más triste aún. ¿Por qué haces esto, Martha? ¿Qué ha ocurrido? ¿No puedes estar dos meses sin mí?»
Igual que ella había exhibido a otros amantes para herir a su ex marido, Bassett, también insinuaba a Boris que quizá reanudase su aventura con Armand Berard, de la embajada francesa. «¿Ya me estás amenazando con Armand?», le escribió Boris. «No puedo ordenarte ni sugerirte nada. Pero no hagas estupideces. Quédate tranquila y no destruyas todas las cosas buenas que tenemos los dos.»
En un momento de su viaje, se acercaron a Martha unos emisarios del NKVD soviético,
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queriendo reclutarla como fuente de información encubierta. Es probable que a Boris se le ordenase permanecer apartado de ella para no interferir en ese proceso, aunque él también representó algún papel en su reclutamiento, según los archivos de la inteligencia soviética, revelados y puestos a la disposición de los estudiosos por un importante experto en la historia del KGB (y antiguo agente del KGB), Alexander Vassiliev. Los superiores de Boris sentían que no ponía la energía suficiente para formalizar el papel de Martha. Le trasladaron de vuelta a Moscú y luego a un puesto en la embajada de Bucarest, que él odiaba.
Martha, mientras tanto, volvió a Berlín. Amaba a Boris, pero los dos siguieron separados; ella salió con otros hombres, incluido Armand Berard. En otoño de 1936 Boris fue trasladado de nuevo, esta vez a Varsovia. El NKVD asignó a otro agente, el camarada Bujartsev, para que se hiciera cargo del reclutamiento de Martha. Un informe de progresos del NKVD afirma: «Toda la familia Dodd odia a los nacionalsocialistas.
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Martha tiene unas relaciones interesantes, que usa para obtener información para su padre. Tiene relaciones íntimas con algunos de sus conocidos».
A pesar de su separación y de las batallas emocionales y de que Martha fuera exhibiendo periódicamente a Armand y otros amantes, su relación con Boris fue progresando hasta el punto de que el 14 de marzo de 1937, durante una segunda visita a Moscú, pidió permiso formalmente a Stalin para casarse con él.
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No sabemos si Stalin vio aquella petición o si la respondió, pero el NKVD se mostraba ambivalente con respecto a su romance. Aunque los jefes de Boris no parecían tener objeción alguna al matrimonio, a veces también parecían querer eliminar a Boris de escena para concentrarse mejor en Martha. En un momento dado, la agencia ordenó que permaneciesen separados seis meses «en interés de los asuntos».
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Y resultó también que Boris era mucho más reacio de lo que pensaba Martha. En un memorándum a sus superiores de Moscú, fechado el 21 de marzo de 1937, Boris se quejaba: «No entiendo por qué os habéis centrado tanto en nuestra boda.
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Yo os pedí que le dijeseis que es imposible, y que de todos modos no podría ocurrir hasta dentro de unos años. Vosotros hablasteis con mucho mayor optimismo de este tema, y ordenasteis un retraso de sólo seis meses o un año». ¿Y qué ocurriría entonces?, preguntaba. «Seis meses pasan muy deprisa, y, ¿quién sabe? Ella quizá suponga una factura que ni vosotros ni yo estamos dispuestos a pagar. ¿No es mejor suavizar ligeramente vuestras promesas, haciéndolas menos explícitas, si realmente tenéis que hacérselas?»
En el mismo memorándum se refiere a Martha como «Julieta 2»,
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una referencia que el experto del KGB Vassiliev y Allen Weinsten, en su libro
The Haunted Wood
, ven como una indicación de que quizá hubiese otra mujer en su vida, una «Julieta 1».