En el jardín de las bestias (44 page)

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Authors: Larson Erik

Tags: #Intriga, #Bélico, #Biografía

O bien este otro: el médico de Röhm, un
Gruppenführer
de las SA llamado Ketterer, salió de una habitación acompañado de una mujer. Para asombro de Hitler y sus detectives, la mujer era la esposa de Ketterer. Viktor Lutze, el oficial de las SA de confianza que estaba en el avión de Hitler aquella misma mañana, convenció a Hitler de que el doctor era un aliado leal. Hitler se acercó al hombre y le saludó educadamente. Estrechó la mano a la señora Ketterer, y luego recomendó con discreción que la pareja abandonase el hotel. Lo hicieron sin discutir.

* * *

En Berlín, aquella misma mañana, Frederick Birchall del
New York Times
se despertó con el timbre insistente del teléfono que tenía junto a la cama. Había salido la noche anterior hasta tarde, y al principio se sintió inclinado a ignorar la llamada. Deseó que no fuese importante, y supuso que sería sólo una invitación a comer. El teléfono seguía sonando. Al final, haciendo caso a la máxima «nunca es seguro hacer caso omiso de una llamada telefónica, especialmente en Alemania»,
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cogió el receptor y oyó una voz que desde su oficina le decía: «Será mejor que se levante y corra. Ha pasado algo». Y lo que el comunicante dijo a continuación captó de inmediato la atención de Birchall: «Parece que han tiroteado a un montón de gente».

Louis Lochner, el corresponsal de la Associated Press, se enteró por un trabajador administrativo que llegaba tarde a las oficinas de AP de que Prinz-Albrecht-Strasse, donde tenía su cuartel general la Gestapo, se había cerrado al tráfico, y que ahora estaba llena de camiones y hombres armados de las SS, con sus reveladores uniformes negros. Lochner hizo unas cuantas llamadas. Cuantas más cosas sabía, más inquietante parecía todo. Como precaución, creyendo que el gobierno podía clausurar todas las líneas telefónicas hacia el exterior, Lochner llamó a la AP de Londres y dijo a su personal que le llamasen cada quince minutos hasta nuevo aviso, con la idea de que quizá las líneas desde el extranjero hacia el interior podían estar permitidas todavía.

Sigrid Schultz se dirigió hacia el distrito central del gobierno, buscando con mucha atención determinadas placas de matrícula, la de Papen en particular.

Trabajaría sin parar hasta las cuatro de la mañana siguiente, y luego anotaría en su cuaderno de citas diarias: «Me muero de cansancio… me echaría a llorar».
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Uno de los rumores más alarmantes era que se habían oído intensas ráfagas de metralleta procedentes del patio de la antigua escuela de cadetes,
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en el pacífico enclave de GrossLichterfelde.

* * *

En el hotel Hanselbauer, Röhm se vistió con un traje azul y salió de su habitación,
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confuso todavía, pero al parecer no preocupado aún por la terrible ira de Hitler o por la conmoción en el hotel. Un cigarrillo colgaba de la comisura de sus labios. Dos detectives le llevaron al vestíbulo del hotel, donde se sentó en una silla y pidió café a un camarero que pasaba.

Hubo más arrestos, más hombres conducidos a la lavandería del hotel. Röhm siguió sentado en el vestíbulo. Kempka le oyó pedir otra taza de café, la tercera ya.

Se llevaron a Röhm en coche; al resto de los prisioneros los subieron en un autobús alquilado y los llevaron a Múnich, a la prisión de Stadelheim, donde el propio Hitler había pasado un mes en 1922. Sus captores cogieron carreteras secundarias para evitar el contacto con cualquier destacamento de las Tropas de Asalto que quisiera efectuar un rescate. Hitler y su partida de asalto cada vez más grande se subieron a sus coches, ahora ya unos veinte, y siguieron por una ruta mucho más directa hacia Múnich, deteniendo cualquier coche que llevase a líderes de las SA que, sin saber lo que acababa de ocurrir, todavía esperaban asistir a la reunión de Hitler programada para aquella mañana.

En Múnich, Hitler leyó una lista de prisioneros y marcó con una «X» seis nombres. Ordenó que se fusilara a esos seis inmediatamente. Un escuadrón de las SS ejecutó la orden, diciéndoles a los hombres antes de disparar: «¡Has sido condenado a muerte por el Führer!
Heil Hitler
».
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Rudolf Hess, siempre servicial, se ofreció para matar a Röhm él mismo, pero Hitler no ordenó su muerte aún. Por el momento, incluso él encontraba aborrecible la idea de matar a un amigo de hacía tanto tiempo.

* * *

Poco después de llegar a su oficina de Berlín aquella mañana, Hans Gisevius, el memorialista de la Gestapo, conectó su radio a las frecuencias de la policía y oyó que se hablaba de una acción de amplio alcance. Se estaba arrestando a oficiales de alto rango de las SA, y a hombres que no tenían conexión alguna con las Tropas de Asalto. Gisevius y su jefe, Kurt Daluege, salieron en busca de noticias más detalladas, y fueron directamente al palacio de Göring en Leipziger Platz, desde donde Göring estaba emitiendo órdenes. Gisevius se pegó a Daluege con la creencia de que estaba más a salvo en su compañía que solo. También se imaginaba que nadie pensaría en buscarle en la residencia de Göring.

Aunque el palacio estaba a un corto paseo, fueron en coche. Les sorprendió la absoluta calma en las calles, como si no estuviera pasando nada inhabitual. Notaron, sin embargo, la ausencia total de Tropas de Asalto.

La sensación de normalidad desapareció de inmediato cuando doblaron una esquina y llegaron al palacio de Göring. Las metralletas sobresalían de todos los promontorios. El patio estaba lleno de policías.

Gisevius escribiría más tarde: «Mientras iba siguiendo a Daluege entre la sucesión de guardias y subía los pocos escalones que conducían al amplio vestíbulo,
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sentía que apenas podía respirar. Una atmósfera malsana de prisa, nerviosismo, tensión, y sobre todo derramamiento de sangre, parecía golpearme el rostro».

Gisevius se dirigió a una habitación junto al estudio de Göring. Ayudantes y mensajeros pasaron a toda prisa. Un hombre de las SA estaba sentado temblando de miedo, porque Göring le había dicho que le iban a fusilar. Los criados trajeron bocadillos. Aunque atestada, la habitación estaba silenciosa. «Todos susurraban como si estuvieran en una morgue», recordaba Gisevius.

A través de una puerta abierta vio a Göring consultando con Himmler y al nuevo jefe de la Gestapo de Himmler, Reinhard Heydrich. Los correos de la Gestapo llegaban y partían con papelitos en los cuales, según presumía Gisevius, estaban escritos los nombres de los muertos o de los que pronto estarían muertos. A pesar de la naturaleza grave de la empresa que tenían entre manos, la atmósfera en el despacho de Göring se acercaba mucho a lo que se podía esperar en un estadio. Gisevius oyó risas crudas y escandalosas, y periódicos gritos de «¡Fuera!», «¡Dale!», «¡Dispárale!».

«Todos parecían estar del mejor humor», recordaba Gisevius.

De vez en cuando entreveía a Göring que recorría a grandes zancadas la habitación, vestido con una camisa blanca y aleteante y unos pantalones azul grisáceo metidos en las botas negras, que subían hasta encima de las rodillas. «El Gato con Botas», pensó Gisevius de repente.

En un momento dado, un comandante de policía con el rostro encendido salió del estudio seguido por un Göring igualmente inflamado. Al parecer, un objetivo importante había escapado.

Göring gritaba instrucciones.

«¡Disparadles…! Coged una compañía entera… Matadlos… ¡Matadlos de una vez…!»

Gisevius encontró todo aquello espantoso, inenarrable. «La palabra escrita no puede reproducir la indisimulada sed de sangre, la furia, la maligna venganza, y al mismo tiempo el terror, el puro y simple terror que revelaba toda aquella escena.»

* * *

Dodd no se enteró del cataclismo que se estaba desarrollando en otras partes de la ciudad hasta el sábado por la tarde, cuando él y su mujer se sentaron a comer en su jardín. Casi en el mismo momento apareció su hijo Bill, que acababa de volver de su paseo. Parecía alterado.
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Les informó de que se habían cerrado una serie de calles, incluyendo Unter den Linden, en el corazón del distrito gubernamental, y que estaban siendo patrulladas por batallones de las SS fuertemente armados. Había oído también que los arrestos se habían hecho en el cuartel general de las SA, situado sólo a unas pocas manzanas de su casa.

Inmediatamente, Dodd y su esposa experimentaron una gran ansiedad por Martha, que había salido a pasar el día con Boris Winogradov. A pesar de su posición diplomática, Boris era un hombre a quien los nazis, incluso en tiempos de normalidad, podía esperarse que consideraran un enemigo del Estado.

Capítulo 48

ARMAS EN EL PARQUE

Boris y Martha se quedaron en la playa todo el día, retirándose a la sombra cuando el sol era excesivo, y volviendo luego otra vez. Eran más de las cinco cuando recogieron sus cosas y de mala gana volvieron hacia la ciudad, «con la cabeza aturdida»,
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recordaba Martha, «y el cuerpo ardiendo por el sol». Viajaban con la mayor lentitud que podían, porque no querían que acabase aquel día, ambos todavía disfrutando de la feliz inconsciencia del sol y el agua. El calor había ido en aumento a medida que la tierra desprendía a la atmósfera la calidez que antes había ido acumulando.

Pasaron por un paisaje bucólico, suavizado por la neblina del calor que se alzaba de los campos y bosques que los rodeaban. Pasaban junto a ellos los ciclistas y les adelantaban, algunos con niños pequeños metidos en una cesta encima del guardabarros delantero, o en carritos que llevaban al lado. Mujeres con flores y hombres con mochilas se dejaban llevar por la pasión alemana por una buena y rápida caminata. «Era un día acogedor, cálido y amistoso», escribió Martha.

Para captar los últimos rayos de sol de la tarde y la brisa que fluía por el coche abierto, Martha se levantó el dobladillo de la falda hasta la parte superior de los muslos. «Yo era feliz», recordaba, «estaba encantada con el día que había pasado y con la compañía, y llena de simpatía por el serio, sencillo y amable pueblo alemán, que se estaba tomando un bien ganado día de caminata o de descanso, y disfrutando tan intensamente del campo de su país».

A las seis llegaron a la ciudad. Martha se irguió y se bajó el dobladillo de la falda, «como corresponde a la hija de un diplomático».

La ciudad estaba cambiada. Se fueron dando cuenta poco a poco a medida que se acercaban al Tiergarten. Había menos gente por la calle de lo que se consideraría normal, y esta gente tendía a reunirse en «curiosos grupos estáticos», tal y como lo expresó luego Martha. El tráfico se movía con lentitud. En el momento en que Boris estaba a punto de entrar en Tiergartenstrasse, el flujo de coches se detuvo por completo. Vieron camiones del ejército y metralletas y de pronto se dieron cuenta de que las únicas personas que estaban a su alrededor eran hombres de uniforme, sobre todo el negro de las SS y el verde de la fuerza policial de Göring. Notablemente ausentes se hallaban los uniformes pardos de las SA. Y eso resultaba especialmente extraño, porque el cuartel general de las SA y el hogar del capitán Röhm estaban muy cerca.

Llegaron a un control. La matrícula de Boris indicaba su estatus diplomático. La policía les hizo señas de que pasaran.

Boris fue conduciendo despacio a través de un paisaje nuevo y siniestro. Al otro lado de la calle de la casa de Martha, junto al parque, se encontraba una hilera de soldados, armas y camiones militares. Más abajo siguiendo la calle Tiergartenstrasse, en el punto donde se cruzaba con Standartenstrasse (la calle de Röhm), vieron más soldados y una barrera de cuerda que marcaba que la calle estaba cerrada.

La sensación era de ahogo. Unos camiones corrientes bloqueaban la vista del parque. Y hacía calor. Era por la tarde, después de las seis, pero el sol todavía estaba alto y calentaba. Ese sol, que antes era tan atractivo, ahora a Martha le parecía «achicharrante». Ella y Boris se separaron. Ella corrió a la puerta de su casa y entró rápidamente. La súbita oscuridad y el aire frío y pétreo del vestíbulo eran tan discordantes que ella se sintió mareada, «se me cegaron los ojos de momento por la falta de luz».

Subió la escalinata hasta el piso principal y allí encontró a su hermano. «Estábamos preocupados por ti», dijo él. Le contó que le habían pegado un tiro al general Schleicher. Su padre había ido a la embajada a preparar un mensaje para el Departamento de Estado. «No sabemos lo que está pasando», añadió Bill. «En Berlín hay ley marcial.»

En aquel primer instante, el nombre «Schleicher» no le dijo nada. Luego recordó: Schleicher, el general, un hombre de porte militar y gran integridad, antiguo canciller y ministro de Defensa.

«Me senté, todavía confusa y terriblemente preocupada», recordaba Martha. No comprendía por qué habían matado al general Schleicher. Le recordaba como una persona «cortés, atractiva e inteligente».

También habían matado a la mujer de Schleicher, le dijo Bill. Ambos habían recibido disparos por la espalda, en su jardín; numerosos disparos. La historia iría cambiando a lo largo de los días siguientes, pero el hecho irrevocable era que los Schleicher estaban muertos.

La señora Dodd bajó las escaleras. Ella, Bill y Martha se fueron a uno de los salones de recepción. Tomaron asiento muy juntos y hablaron en voz baja. Observaron que Fritz aparecía con una frecuencia inusual. Cerraron todas las puertas. Fritz siguió llevándoles noticias de nuevas llamadas telefónicas de amigos y corresponsales. Parecía asustado, «blanco y aterrorizado», escribió luego Martha.

La historia que contó Bill era espantosa. Aunque la neblina de los rumores emborronaba toda nueva revelación, algunos hechos eran ciertos. Los Schleicher eran sólo dos muertos más entre docenas, quizá centenares de asesinatos oficiales cometidos hasta el momento aquel día, y la matanza continuaba. Se decía que Röhm estaba bajo arresto, y que su destino era incierto.

Cada nueva llamada telefónica traía nuevas noticias, muchas demasiado absurdas para creerlas. Se decía que pelotones de asesinos iban recorriendo el campo, cazando a sus presas. A Karl Ernst, jefe de las SA de Berlín, lo sacaron del barco donde iba a pasar su luna de miel. Un importante líder de la Iglesia católica fue asesinado en su despacho. Un segundo general del ejército también fue tiroteado, igual que un crítico de música de un periódico. Aquellas muertes parecían aleatorias y caprichosas.

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