En el jardín de las bestias (23 page)

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Authors: Larson Erik

Tags: #Intriga, #Bélico, #Biografía

Habló en una sala de banquetes del hotel Adlon ante un público amplio entre el cual se encontraba un gran número de funcionarios de alto rango del gobierno, incluido el presidente del Reichsbank, Hjalmar Schacht, y dos hombres del Ministerio de Propaganda de Goebbels. Dodd sabía que estaba a punto de adentrarse en un terreno muy delicado. Comprendía también, dados los muchos corresponsales extranjeros en la sala, que aquella charla tendría amplia cobertura en la prensa de Alemania, Estados Unidos y Gran Bretaña.

Cuando empezó a leer, notó que una tranquila excitación impregnaba toda la sala. «En tiempos de gran tensión»,
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empezó, «los hombres están muy dispuestos a abandonar sus antiguos mecanismos sociales y aventurarse demasiado en territorios inexplorados. Y la consecuencia siempre ha sido la reacción, y a veces el desastre». Se sumergió en el pasado más profundo para empezar su viaje alusivo, con los ejemplos de Tiberio Graco, un líder populista, y Julio César. «Estadistas poco educados de hoy en día se alejan violentamente del objetivo ideal del primer Graco, y piensan que pueden encontrar la salvación para sus atribulados congéneres en los modales arbitrarios del hombre que cae como fácil víctima de las manipulaciones baratas de la lasciva Cleopatra.» Se olvidan, dijo, de que «los Césares tuvieron sólo un breve momento de existencia, medida según el baremo de la historia».

Describió momentos similares en la historia inglesa y francesa, y ahí ofreció el ejemplo de Jean-Baptiste Colbert, el poderoso ministro de Finanzas bajo Luis XIV. Con una aparente alusión a la relación entre Hitler e Hindenburg, dijo a su público que a Colbert «se le concedieron poderes despóticos. Desposeyó a centenares de grandes familias de nuevos ricos, entregó sus propiedades a la Corona, condenó a miles de personas a muerte porque se le resistían… La aristocracia terrateniente y recalcitrante estaba sujeta por todas partes, a los parlamentos no se les permitía reunirse». El gobierno autocrático persistió en Francia hasta 1789, el inicio de la Revolución francesa, momento en que se derrumbó «con un gran estrépito». «Los gobiernos que están encima de todo fracasan tan a menudo como los que están debajo de todo, y cada gran fracaso trae consigo una triste reacción social, miles y millones de hombres indefensos pierden la vida en el desgraciado proceso. ¿Por qué los estadistas no estudian el pasado para evitar tales catástrofes?»

Después de unas cuantas alusiones más, llegó al final. «En conclusión», dijo, «se puede decir con toda seguridad que no estaría mal que los estadistas aprendieran la historia suficiente para darse cuenta de que ningún sistema que implique el control de la sociedad por los que buscan privilegios ha acabado nunca de otro modo que con una catástrofe». Si no se aprendía de tales «errores del pasado», decía, todo acabaría en una carrera desenfrenada hacia «otra guerra y el caos».

El aplauso, decía Dodd en su diario, «fue extraordinario». Describiendo el momento a Roosevelt, Dodd observaba que hasta Schacht «aplaudía exageradamente»,
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igual que «todos los demás alemanes presentes. Nunca he observado una aprobación más unánime». Le escribió al secretario Hull: «Cuando terminó, todos los alemanes presentes me expresaron una aprobación que traslucía la idea: “Ha dicho usted lo que a todos nosotros se nos niega el derecho a decir”».
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Un dirigente del Deutsche Bank le expresó su aprobación. Le dijo a Dodd: «La Alemania silenciosa pero ansiosa, y por encima de todo el mundo de los negocios y de la universidad, está enteramente con usted, y de lo más agradecida por el hecho de que usted esté aquí y pueda decir lo que nosotros no podemos».
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Era obvio que aquellos oyentes habían comprendido el verdadero sentido del discurso de Dodd. Después, Bella Fromm, columnista de sociedad del
Vossische Zeitung
, que se estaba convirtiendo rápidamente en amiga de la familia Dodd, le dijo: «Disfruté de esas insinuaciones bellamente encubiertas contra Hitler y lo hitleriano».
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Dodd le dirigió una sonrisa torcida. «No me engañaba con respecto a Hitler cuando me nombraron para mi puesto en Berlín», respondió. «Pero al menos esperaba encontrar a alguna gente decente en torno a Hitler. Me siento horrorizado al descubrir que toda esa banda no es más que una horda de criminales y cobardes.»

Fromm más tarde reprendió al embajador francés en Alemania, André François-Poncet, por perderse el discurso. Su respuesta sintetizaba el dilema fundamental de la diplomacia tradicional. «La situación es muy difícil», le respondió él con una sonrisa.
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«Uno es en primer lugar diplomático y debe ocultar sus sentimientos. Hay que complacer a los superiores en casa, y no ser expulsado de aquí, pero también me alegro muchísimo de que Su Excelencia el señor Dodd no pueda verse socavado por los halagos y los honores.»

Dodd se sintió muy animado por la respuesta del público. Le dijo a Roosevelt: «Mi interpretación es que toda la Alemania liberal está con nosotros… y más de la mitad de Alemania es liberal de corazón».
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La respuesta en otros lugares fue decididamente menos positiva, como Dodd averiguó enseguida. Göebbels impidió la publicación del discurso, aunque tres periódicos importantes publicaron extractos, de todos modos. Al día siguiente, viernes, Dodd llegó al despacho de Neurath, en el Ministerio de Asuntos Exteriores, para una reunión que habían concertado previamente, y le dijeron que Neurath no podía verle… una clara ruptura de la costumbre diplomática. En un telegrama a Washington aquella tarde, Dodd le decía al secretario Hull que la acción de Neurath parecía «constituir una afrenta grave a nuestro gobierno».
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Finalmente, Dodd consiguió ver a Neurath a las ocho, aquella noche. Neurath aseguraba que durante el día había estado demasiado ocupado para verle, pero Dodd se enteró de que el ministro estaba lo bastante libre de obligaciones importantes como para comer con un diplomático de menor rango. Dodd escribió en su diario que sospechaba que el propio Hitler había forzado el aplazamiento «como una especie de rechazo de mi discurso de ayer».
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Para su gran sorpresa, también notó una marea de críticas procedentes de Estados Unidos, y dio pasos para defenderse. Envió enseguida una copia literal a Roosevelt, y le dijo al presidente que lo hacía porque temía «que en nuestro país surjan algunas interpretaciones molestas».
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Aquel mismo día también envió una copia al subsecretario Phillips, «con la esperanza de que usted, familiarizado con todos los precedentes, pueda explicárselo al secretario Hull, o a todos los del departamento que creen que he hecho algún daño a nuestra causa aquí».
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Si esperaba que Phillips le defendiera, estaba equivocado.

Phillips y otros hombres de alto rango del Departamento de Estado, incluido Moffat, el jefe de Asuntos Europeos Occidentales, cada vez se mostraban menos contentos con el embajador. Esos miembros de grado superior del Club Bastante Bueno de Wilson tomaron el discurso de Dodd como prueba de que no era el hombre adecuado para aquel puesto. Moffat en su diario comparaba la actuación de Dodd con «la lección del maestro a sus alumnos».
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Phillips, maestro en el arte de las murmuraciones palaciegas, se deleitó mucho con la inquietud de Dodd. Ignoró varias cartas de Dodd, en las cuales el embajador buscaba consejo oficial para saber si debía aceptar en el futuro ofertas para hablar en público. Al final Phillips respondió con disculpas, explicando que «dudaba si algunas palabras mías podían ser de ayuda o guía para usted, que está viviendo en un mundo tan distinto de aquel en el cual se encuentran la mayoría de los embajadores».
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Aunque felicitaba a Dodd por el «gran arte» exhibido al redactar un discurso que le permitía decir lo que pensaba evitando sin embargo la ofensa directa, Phillips también le regañaba. «En resumen: siento que un embajador, que es huésped privilegiado del país en el cual está acreditado, debe tener mucho cuidado de no dar expresión pública a nada que se pueda considerar una crítica de su país de adopción, porque al hacerlo, pierde ipso facto la confianza de aquellos funcionarios públicos cuya buena voluntad es tan importante para él y para el éxito de su misión.»

Dodd parecía no ser consciente todavía de ello, pero varios miembros del Club Bastante Bueno habían iniciado ya una campaña contra él, con el objetivo final de expulsarle de entre sus filas. En octubre, su antiguo amigo el coronel House le envió una advertencia discreta. Primero venían las buenas noticias. House se acababa de reunir con Roosevelt. «Fue encantador oír decir al presidente que estaba tremendamente complacido con el trabajo que usted está haciendo en Berlín.»
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Pero luego House visitó el Departamento de Estado. «Con la más estricta confidencialidad, no hablaban de usted con el mismo entusiasmo que el presidente», afirmaba. «Insistí en que me dijeran algo concreto, y lo único que pude conseguir es que dijeran que usted no los tiene bien informados. Se lo digo porque quizá le sirva de guía en el futuro.»

* * *

El sábado 14 de octubre, dos días después de su discurso del día de Colón, Dodd se encontraba en una cena que daba para los agregados militares y navales cuando recibió una noticia alarmante. Hitler acababa de anunciar su decisión de retirar a Alemania de la Liga de Naciones y de una gran conferencia de desarme que se estaba celebrando en Ginebra, por temporadas, desde febrero de 1932.

Dodd buscó una radio e inmediatamente oyó la áspera voz del canciller, aunque le sorprendió la ausencia del habitual histrionismo de Hitler. Dodd escuchó atentamente mientras Hitler retrataba Alemania como una nación bienintencionada, que buscaba la paz, y cuyo modesto deseo de igualdad de armamentos recibía la oposición por parte de otras naciones. «No era el discurso de un pensador»,
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escribió Dodd en su diario, «sino una afirmación emotiva que aseguraba que Alemania no había sido responsable en absoluto de la Guerra Mundial, y que era víctima de enemigos malvados».

Era un hecho asombroso. De golpe, se dio cuenta Dodd, Hitler había castrado la Liga y anulado virtualmente el Tratado de Versalles, declarando claramente su intención de rearmar Alemania. Anunciaba también que disolvía el Reichstag, y que se celebrarían nuevas elecciones el 12 de noviembre. La votación también invitaría al público a dar su opinión sobre su política de asuntos exteriores mediante un plebiscito y respondiendo sí o no. Secretamente, Hitler dio órdenes también al general Werner von Blomberg, su ministro de Defensa, de prepararse para posibles acciones militares por parte de la Liga que intentasen hacer valer el Tratado de Versalles, aunque Blomberg sabía perfectamente que el pequeño ejército de Alemania no podía esperar imponerse a una acción combinada de Francia, Polonia y Checoslovaquia. «Que los aliados en aquel momento podían haber vencido fácilmente a Alemania es algo cierto, igual que lo es el hecho de que tal acción habría supuesto el fin del Tercer Reich el mismo año de su nacimiento»,
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escribió William Shirer en su obra clásica
Auge y caída del Tercer Reich
, pero Hitler «conocía el temple de sus adversarios extranjeros de una manera tan experta y asombrosa como si hubiese examinado a sus adversarios en casa».

Aunque Dodd siguió alimentando la esperanza de que el gobierno alemán se haría más civilizado, reconocía que aquellas dos decisiones de Hitler señalaban un cambio ominoso que lo alejaba de la moderación. Sabía que había llegado el momento de reunirse con Hitler cara a cara.

Dodd se fue a la cama aquella noche profundamente alterado.

* * *

Poco antes de mediodía del martes 17 de octubre de 1933, el «liberal de guardia» de Roosevelt se puso sombrero de copa y frac para su primer encuentro con Adolf Hitler.

Capítulo 19

CASAMENTERO

Putzi Hanfstaengl conocía las diversas relaciones románticas de Martha, pero hacia el otoño de 1933 había empezado a imaginar para ella una nueva pareja.

Pensando que Hitler sería un líder mucho más razonable si se enamorase, Hanfstaengl se convirtió en casamentero suyo. Sabía que no sería fácil. Al ser uno de los ayudantes más íntimos de Hitler, sabía que el historial de relaciones de Hitler con las mujeres era extraño, manchado por la tragedia y los persistentes rumores de conductas desagradables. A Hitler le gustaban las mujeres, pero más como elementos decorativos que como fuente de intimidad y amor. Se había hablado de numerosas aventuras,
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sobre todo con mujeres mucho más jóvenes que él, en un caso incluso una chica de dieciséis años llamada Maria Reiter. Había una mujer, Eva Braun, que tenía veintitrés años menos que él y había sido compañera intermitente suya desde 1929. Hasta el momento, sin embargo, la única pasión devoradora de Hitler fue la que sintió por su joven sobrina, Geli Raubal. La encontraron muerta a tiros en el apartamento de Hitler, con el revólver de él cerca. La explicación más probable era el suicidio, el único modo que tuvo ella de escapar al afecto celoso y opresivo de Hitler (su «pegajosa posesividad»,
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como decía el historiador Ian Kershaw). Hanfstaengl sospechaba que Hitler se había sentido atraído en tiempos por su propia mujer, Helena, pero ella le aseguró que no había motivo alguno para sus celos. «Créeme»,
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le dijo ella, «es un ser absolutamente asexuado, no es un hombre».

Hanfstaengl telefoneó a Martha a su casa.

«Hitler necesita una mujer»,
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le dijo. «Hitler debería tener una mujer norteamericana… una mujer encantadora podría cambiar el destino de toda Europa.» Y luego fue al grano. Le dijo: «¡Martha, esa mujer eres tú!».

CUARTA PARTE

COMO DUELE EL ESQUELETO

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