Hasta entonces.
Se esperaba a Göring en cualquier momento. Conocido por su imprevisibilidad y su franqueza, dado a la ropa vistosa y siempre buscando llamar la atención, se esperaba que Göring añadiese algo de chispa al juicio. La sala se llenó con el sonido de los roces de la franela y el mohair al volverse la gente a mirar hacia la entrada.
Pasó media hora, y Göring seguía sin aparecer. Diels tampoco estaba por ninguna parte.
Para matar el tiempo, Martha iba observando a los acusados. Estaba Ernst Torgler, diputado del Partido Comunista en el Reichstag antes de la ascensión de Hitler, que parecía pálido y cansado. Estaban también tres comunistas búlgaros, Georgi Dimitrov, Simon Popov y Vassili Tanev, que «parecían enjutos, duros e indiferentes».
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El acusado principal, Van der Lubbe, presentaba «una de las imágenes más espantosas que he visto en forma humana. Con la cara y el cuerpo grandes, gordos, infrahumanos, era tan repulsivo y degenerado que apenas podía soportar mirarle».
Pasó una hora. La tensión en la sala fue haciéndose mayor a medida que se mezclaban la impaciencia y la expectación.
Surgió un clamor al fondo de la sala: botas y órdenes, mientras entraban Göring y Diels entre un grupo de hombres uniformados. Göring, que tenía cuarenta años y pesaba 110 kilos o más, entró confiadamente hasta la parte delantera de la sala con una chaqueta de caza marrón, pantalones de montar y unas brillantes botas marrones que le llegaban a las rodillas. Nada de todo eso podía enmascarar su contorno voluminoso ni el parecido que tenía con «la parte trasera de un elefante»,
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como le describió un diplomático norteamericano. Diels, con un bonito traje oscuro, era a su lado una sombra esbelta.
«Todo el mundo se puso de pie de un salto, electrizado»,
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observaba un periodista suizo, «y todos los alemanes, incluidos los jueces, levantaron el brazo e hicieron el saludo hitleriano».
Diels y Göring permanecieron juntos en la parte delantera de la sala, muy cerca de Martha. Ambos hombres hablaban en voz baja.
El juez presidente invitó a Göring a hablar. Göring se adelantó. Parecía pomposo y arrogante, recordaba Martha, pero también notó una corriente de intranquilidad.
Göring soltó una arenga que llevaba ya preparada y que duró casi tres horas. Con voz dura y áspera, alzándola de vez en cuando hasta el grito, despotricó contra el comunismo, los acusados y el incendio que habían perpetrado contra Alemania. Gritos de «¡bravo!» y estentóreos aplausos llenaron la sala.
«Con una mano gesticulaba ferozmente», consignaba Hans Gisevius en sus memorias de la Gestapo, «con el pañuelo perfumado en la otra mano, se secaba la transpiración de la frente».
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Intentando captar la sensación de aquel momento, Gisevius describía los rostros de los tres actores más importantes de la sala. «El de Dimitrov, lleno de desdén; el de Göring, contorsionado por la ira; el del juez presidente Bünger, pálido de miedo.»
Y allí estaba Diels, pulcro, oscuro, con una expresión indescifrable. Diels había ayudado a interrogar a van der Lubbe la noche del incendio, y concluyó que el sospechoso era un «loco» que en realidad había intentado provocar el fuego él solo. Hitler y Göring, sin embargo, decidieron de inmediato que el Partido Comunista estaba detrás y que el fuego era el golpe inicial de un levantamiento mucho más importante. Aquella primera noche, Diels vio que la cara de Hitler se ponía roja de ira gritando que había que matar a todo dirigente y diputado comunista. La orden fue anulada, sustituida por arrestos masivos y actos de violencia improvisada de las Tropas de Asalto.
Ahora, Diels se encontraba de pie con el codo apoyado en el estrado del juez. De vez en cuando cambiaba de postura para ver mejor a Göring. Martha estaba convencida de que Diels había planeado la actuación de Göring, quizá incluso le había escrito el discurso. Recordó que Diels se mostraba «especialmente ansioso de que yo estuviese presente aquel día, casi como si estuviese presumiendo ante mí de su habilidad».
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Diels había aconsejado que no se juzgase a nadie más que a Van der Lubbe, y predijo que los demás acusados serían absueltos. Göring no le escuchó, aunque reconocía lo que estaba en juego. «Una chapuza», reconocía Göring, «podría tener consecuencias intolerables».
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* * *
Entonces Dimitrov se levantó para hablar. Manejando el sarcasmo y la lógica tranquila, estaba claro que esperaba inflamar el famoso mal genio de Göring. Afirmó que la investigación policial del incendio y la instrucción inicial de las pruebas por parte de los tribunales estuvieron influidas por directivas políticas de Göring, «evitando así que se aprehendiera a los auténticos incendiarios».
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—Si se hubiese permitido a la policía que sufriera influencias en una dirección determinada —replicó Göring—, en todo caso, se habrían visto influidos sólo en la dirección correcta.
—Esa es su opinión —contraatacó Dimitrov—. Mi opinión es muy distinta.
Göring saltó:
—Pero la que cuenta es la mía.
Dimitrov señaló que el comunismo, que Göring había calificado de «mentalidad criminal», controlaba la Unión Soviética, que «tenía contactos diplomáticos, políticos y económicos con Alemania. Sus órdenes dan trabajo a cientos de miles de trabajadores alemanes. ¿Sabe esto el ministro?».
—Sí, lo sé —dijo Göring. Pero tal debate, afirmó, estaba fuera de lugar—. Aquí sólo me preocupa el Partido Comunista de Alemania, y los maleantes comunistas extranjeros que vinieron aquí a prender fuego al Reichstag.
Continuaron discutiendo de ese modo, y el juez presidente de vez en cuando intervenía para advertir a Dimitrov de que no hiciera «propaganda comunista».
Göring, que no tenía costumbre de que le cuestionase alguien a quien consideraba inferior, se iba poniendo cada vez más furioso.
Dimitrov observó, tranquilo:
—Tiene usted mucho miedo de mis preguntas, ¿verdad, señor ministro?
Y entonces Göring perdió el control. Gritó:
—¡Usted sí que tendrá miedo cuando le coja! ¡Espere a que le tenga fuera del poder del tribunal, sinvergüenza!
El juez ordenó que expulsaran a Dimitrov; el público prorrumpió en aplausos, pero fue la amenaza de Göring la que consiguió los titulares. El momento fue muy revelador, de dos maneras distintas: primero, porque traicionaba el temor de Göring de que Dimitrov fuese absuelto, y segundo, porque proporcionaba un vislumbre, como una cuchillada, del núcleo irracional y letal de Göring y del régimen de Hitler.
Aquel día también provocó una erosión mayor aún de la simpatía de Martha por la revolución nazi. Göring se había mostrado arrogante y amenazador, Dimitrov frío y carismático. Martha estaba impresionada. Dimitrov, escribió, «era un hombre brillante, atractivo y oscuro, del cual emanaba la vitalidad y el valor más sorprendentes que yo había visto jamás en una persona sometida a tensión. Estaba vivo, ardiente».
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* * *
El juicio volvió a su estado previo de aburrimiento, pero el daño ya estaba hecho. El reportero suizo, como docenas de otros corresponsales extranjeros que estaban en el tribunal, reconocieron que el exabrupto de Göring transformó el proceso: «Porque le dijo al mundo que no importaba si el acusado era sentenciado o absuelto por el tribunal; su destino ya estaba sellado».
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BORIS VUELVE A MORIR
A medida que se acercaba el invierno, Martha concentraba sus energías románticas sobre todo en Boris. Hicieron centenares de kilómetros en su Ford descapotable, con incursiones en el campo alrededor de Berlín.
Uno de esos días, Martha vio una reliquia de la antigua Alemania, un santuario a Jesús junto a la carretera, e insistió en que se detuvieran para echar un vistazo más de cerca. Se encontró con una representación especialmente gráfica de la crucifixión. El rostro de Jesucristo estaba contorsionado en una expresión de agonía, y sus heridas llenas de sangre chillona. Al cabo de unos momentos ella miró a Boris. Aunque nunca se habría descrito a sí misma como una persona demasiado religiosa, se sintió conmocionada por lo que vio.
Boris estaba de pie con los brazos extendidos, los tobillos cruzados y la cabeza caída sobre el pecho.
—Boris, para —le soltó—. ¿Qué estás haciendo?
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—Muero por ti, cariño. Estoy dispuesto, ya lo sabes.
Ella declaró que aquella parodia no tenía gracia y se apartó.
Boris se disculpó.
—No quería ofenderte —dijo—. Pero no puedo entender por qué los cristianos adoran la imagen de un hombre torturado.
Ese no es el asunto, dijo ella.
—Lo que adoran es el sacrificio que hizo por sus creencias.
—¿Ah sí, es eso? —dijo él—. ¿Y tú lo crees? ¿Hay muchos que estén dispuestos a morir por sus creencias, siguiendo su ejemplo?
Ella citó a Dimitrov y su valentía al enfrentarse a Göring en el juicio del Reichstag.
Boris le dedicó una sonrisa angelical.
—Sí,
liebes Fräulein
, pero él era un comunista.
CONSEGUIR EL VOTO
La mañana del domingo 12 de noviembre, un día frío, con llovizna y niebla, los Dodd encontraron una ciudad que parecía extrañamente tranquila, dado que aquél era el día que había designado Hitler para el referéndum público sobre su decisión de dejar la Liga de Naciones y buscar igualdad armamentística. Por todas partes adonde iban los Dodd veían personas llevando pequeñas insignias que indicaban no sólo que habían votado, sino que habían votado que sí. A mediodía, casi todo el mundo en las calles parecía llevar la dichosa insignia, sugiriendo que los votantes se habían levantado temprano para tener ya el trabajo hecho y por tanto evitar el peligro de que se percibiera que no habían cumplido con su deber cívico.
Hasta la fecha de la elección se había elegido con mucho cuidado. El 12 de noviembre era el día después del decimoquinto aniversario de la firma del armisticio que acabó con la Primera Guerra Mundial. Hitler, que voló por toda Alemania haciendo campaña por el voto positivo, dijo ante el público: «Un 11 de noviembre, el pueblo alemán perdió su honor formalmente; quince años después llegó un 12 de noviembre, y entonces el pueblo alemán restauró su honor».
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El presidente Hindenburg también presionaba para que el voto fuese positivo. «Muestren mañana su firme unidad nacional y su solidaridad con el gobierno»,
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dijo en un discurso el 11 de noviembre. «Apoyen conmigo y con el canciller del Reich el principio de igualdad de derechos y de paz con honor.»
En la papeleta había dos partes. Una les pedía a los alemanes que eligieran delegados para un Reichstag recién reconstituido, pero ofrecía sólo candidatos nazis y por tanto garantizaba que el cuerpo resultante aclamaría las decisiones de Hitler. La otra, la pregunta sobre política exterior, se había compuesto para asegurar el máximo apoyo. Todos los alemanes podían encontrar una razón para justificar el voto positivo:
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si querían la paz, si sentían que el Tratado de Versalles había maltratado a Alemania, si creían que Alemania debía ser tratada como una igual por otras naciones, o simplemente, si deseaban expresar su apoyo a Hitler y a su gobierno.
Hitler quería una aprobación rotunda. En toda Alemania, el aparato del Partido Nazi tomó medidas extraordinarias para que la gente fuese a votar. Se dijo que incluso los pacientes confinados en los lechos de los hospitales fueron transportados a los colegios electorales en camillas.
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Victor Klemperer, el filólogo judío de Berlín, tomó nota en su diario de la «desmesurada propaganda»
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para conseguir un voto positivo. «En todos los vehículos comerciales, camiones de correos, bicicletas de carteros, en todas las casas, en todos los escaparates de las tiendas, en amplias banderolas colocadas a través de la calle, se leían citas de Hitler y siempre: ¡sí por la paz! Era la hipocresía más monstruosa.»
Los hombres del partido y las SA controlaban quién votaba y quién no; los rezagados recibían una visita de las Tropas de Asalto que insistían en lo deseable que era que hiciesen un viaje inmediato al colegio electoral. Para cualquiera que fuese tan lerdo como para no captar la indirecta, estaba el artículo de la edición del domingo por la mañana del periódico oficial nazi, el
Völkischer Beobachter
: «Para que quede bien claro, debemos repetirlo de nuevo. Aquel que no se una a nosotros hoy, aquel que no vote, y que no vote “sí” hoy, demostrará que es, si no un enemigo sangriento, sí al menos un producto de la destrucción, y que no se le puede ayudar».
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Y aquí estaba el quid: «Sería mejor para él y para nosotros si ya no existiera».
Unos 45,1 millones de alemanes estaban autorizados para votar, y votó un 96,5 por ciento. De éstos, un 95,1 por ciento votó a favor de la política exterior de Hitler. Más interesante aún, sin embargo, es el hecho de que 2,1 millones de alemanes, un poco menos del 5 por ciento del electorado registrado, tomaran la peligrosa decisión de votar «no».
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Hitler emitió una proclama después agradeciendo al pueblo alemán «el reconocimiento histórico único que habían hecho a favor del auténtico amor a la paz, y al mismo tiempo también su afirmación de nuestro honor y nuestros derechos iguales y eternos».
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El resultado quedó claro para Dodd mucho antes de que se hiciera el recuento. Escribió a Roosevelt: «Esta elección es una farsa».
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Nada lo indicaba con mayor claridad que el voto dentro del campo de Dachau:
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2.154 de los 2.242 prisioneros (un 96 por ciento) votaron a favor del gobierno de Hitler. Sobre el destino de las 88 personas que o bien no votaron o votaron que no, la historia guarda silencio.
* * *
El lunes 13 de noviembre, el presidente Roosevelt dedicó unos momentos a preparar una carta para Dodd. Le daba las gracias por las cartas que le había enviado hasta el momento y, aludiendo al parecer a las preocupaciones de Dodd por su entrevista con Hitler, le decía: «Me alegro de que haya sido usted franco con determinadas personas. Creo que es buena cosa».
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