Martha lloró.
LA PRIMERA NOCHE
Martha siguió llorando aquel día y la mayor parte de los dos siguientes «copiosa y sentimentalmente», tal y como expresó ella misma.
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No por ansiedad, porque había dedicado pocos pensamientos a lo que podía ser realmente la vida en la Alemania de Hitler. Más bien lloraba por todo lo que dejaba atrás, personas y lugares, amigos y trabajo, la comodidad familiar de su hogar en la avenida Blackstone, su encantador Carl, todo lo cual componía la vida «inestimablemente preciosa» que había abandonado en Chicago. Por si necesitaba algún recordatorio de lo que iba a perder, el lugar que ocupaba en su fiesta de despedida se lo recordó con intensidad. Se sentó entre Sandburg y otro amigo íntimo, Thornton Wilder.
Poco a poco su pena se fue desvaneciendo. El mar estaba tranquilo, los días eran hermosos. Ella y el hijo de Roosevelt iban por ahí como amiguetes, bailando y bebiendo champán. Miraron cada uno el pasaporte del otro: el de él le identificaba sucintamente como «hijo del presidente de Estados Unidos», el de ella, mucho más pretencioso, como «hija de William E. Dodd, embajador extraordinario y plenipotenciario de Estados Unidos en Alemania». Su padre le pidió que ella y su hermano acudieran a su camarote, el número A-10, al menos una hora al día para oírle leer en voz alta en alemán, y así tener una idea de cómo sonaba esa lengua. El parecía inusualmente solemne, y Martha sentía un nerviosismo poco habitual.
Para ella, sin embargo, la perspectiva de la aventura que se avecinaba dejaba a un lado su ansiedad. Ella sabía muy poco de política internacional, y admitía no apreciar en absoluto la gravedad de lo que estaba ocurriendo en Alemania. Veía a Hitler como «un payaso que se parecía a Charlie Chaplin».
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Como muchos otros en aquella época en Estados Unidos y en otros lugares del mundo, no podía imaginar que durase mucho, o que nadie se lo tomase en serio. Se mostraba ambivalente con la situación judía. Como estudiante de la Universidad de Chicago,
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había experimentado una «sutil propaganda subterránea entre los alumnos» que propugnaba la hostilidad hacia los judíos. Martha encontraba «que incluso a muchos de los profesores de la facultad les molestaba la brillantez de los colegas y estudiantes judíos». Y en cuanto a ella misma: «Yo era ligeramente antisemita en ese sentido:
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aceptaba el prejuicio de que los judíos no eran tan atractivos físicamente ni tan deseables socialmente como los gentiles». También asumió la creencia de que los judíos, aunque en general eran brillantes, también eran ricos y prepotentes. En eso reflejaba la actitud de una sorprendente proporción de americanos, tal y como captaron en los años treinta los practicantes del arte entonces emergente de las encuestas de opinión pública. Según una de esas encuestas,
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el 41 por ciento de los preguntados creían que los judíos «tenían demasiado poder en Estados Unidos»; en otra se había averiguado que una quinta parte quería «echar a los judíos de Estados Unidos». (En una encuesta realizada varias décadas más tarde, en el 2009, resultó que el total de norteamericanos que creían que los judíos tenían demasiado poder había bajado al 13 por ciento.)
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Una compañera de clase describía a Martha como Scarlett O’Hara, «seductora, exquisita y rubia, con unos luminosos ojos azules y la piel blanca y translúcida».
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Ella se consideraba escritora, y esperaba acabar haciendo carrera escribiendo cuentos y novelas. Sandburg la animaba. «Tienes la personalidad que hace falta»,
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le escribió. «Tiempo, soledad, trabajo, son los principales y viejos requisitos que necesitas; tienes todo lo demás para hacer lo que quieras como escritora.» Poco después de la partida de la familia hacia Berlín, Sandburg le dijo que tomara notas de todo y de nada, y que «diera cauce a todos los impulsos para escribir cosas cortas,
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impresiones repentinas, frases líricas, para las que tienes un don». Y por encima de todo le instaba a «averiguar de qué está hecho ese hombre, Hitler, qué es lo que mueve su cerebro, de qué están hechos su sangre y sus huesos».
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Thornton Wilder también le ofreció algunos consejos al despedirse.
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Advirtió a Martha que evitase escribir para los periódicos, porque ese «periodismo de batalla» destruiría la concentración que ella necesitaba para escribir cosas serias. Le recomendó que llevase un diario de «los aspectos de las cosas, rumores y opiniones de la gente durante un tiempo político». En el futuro, le decía, un diario semejante sería «del mayor interés para ti y (Dios mío) también para mí». Algunos de los amigos de Martha creían que tenía una relación sentimental con él también, aunque de hecho sus afinidades se encontraban en otros aspectos. Martha llevaba una foto suya en un relicario.
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Al segundo día que pasaban los Dodd en el mar, mientras él iba paseando por la cubierta del
Washington
, vio un rostro familiar, el del rabino Wise, uno de los líderes judíos con los que se había reunido en Nueva York tres días antes. A lo largo del viaje que siguió, que duró una semana, ambos hablaron de Alemania «media docena de veces o más»,
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según informaba Wise a otro líder judío, Julian W. Mack, juez federal. «Se mostró de lo más amistoso y cordial, muy afable.»
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Dodd, como era de esperar, habló largamente de historia americana, y en un momento dado le dijo al rabino Wise: «No se puede escribir toda la verdad sobre Jefferson y Washington… la gente no está preparada, hay que prepararla antes».
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Esto preocupó a Wise, que dijo que era «la única nota discordante de la semana». Explicó: «Si la gente tiene que estar preparada para saber la verdad acerca de Jefferson y Washington, ¿qué hará Dodd cuando sepa la verdad sobre Hitler, gracias a su puesto oficial?».
Wise continuaba: «Cada vez que yo sugería que el mayor servicio que se podía rendir al propio país y a Alemania era decir la verdad al canciller, dejarle claro que la opinión pública, incluyendo la opinión cristiana y la opinión política, se habían vuelto contra Alemania… él respondía, una y otra vez: “No puedo decirlo hasta que hable con Hitler. Si veo que lo puedo hacer, hablaré con él con toda franqueza y se lo contaré todo”».
Sus muchas conversaciones a bordo del barco llevaron a Wise a concluir que «W.E.D. se siente legitimado para cultivar el liberalismo americano en Alemania». Citaba la última observación de Dodd: «Sería muy grave que fallase: grave para el liberalismo y para todas las cosas que defiende el presidente, y que yo defiendo también».
En ese momento, realmente Dodd había llegado a contemplar su papel de embajador como algo más que un simple observador e informador. Creía que a través de la razón y del ejemplo tenía que ser capaz de ejercer una influencia moderadora sobre Hitler y su gobierno y, al mismo tiempo, ayudar a desplazar suavemente a Estados Unidos desde su rumbo aislacionista a un mayor compromiso internacional. El mejor enfoque, creía, era ser lo más receptivo y neutral que pudiera, e intentar comprender la sensación que tenían los alemanes de que el mundo les había engañado. Hasta cierto punto, Dodd estaba de acuerdo. En su diario escribió que el Tratado de Versalles, tan odiado por Hitler, fue «injusto en muchos puntos, como todos los tratados que concluyen guerras».
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Su hija, Martha, en sus memorias, lo expresó con más fuerza aún, afirmando que Dodd «deploraba» aquel tratado.
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Estudiando siempre la historia, Dodd había llegado a creer en la racionalidad innata de los hombres y en que prevalecerían la razón y la persuasión, particularmente con respecto a detener la persecución nazi de los judíos.
Le dijo a un amigo, el ayudante del secretario de Estado R. Walton Moore, que prefería renunciar a quedarse «simplemente como una figura protocolaria y social».
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Los Dodd llegaron a Alemania el jueves 13 de julio de 1933. Dodd había supuesto erróneamente que ya se habían hecho todos los arreglos para la llegada de la familia,
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pero después de un lento y tedioso viaje subiendo por el Elba desembarcaron en Hamburgo y resultaba que nadie de la embajada había reservado un tren, ni mucho menos el acostumbrado vagón privado, que los llevase a Berlín. Un funcionario, George Gordon, consejero de la embajada, los recibió en el muelle y les buscó a toda prisa unos compartimentos en un tren viejo y convencional, muy lejos del famoso «Hamburger Volante» que recorría el trayecto a Berlín en sólo dos horas. El Chevrolet de la familia supuso otro problema más. Bill hijo había planeado llevarlo él mismo hasta Berlín, pero no había preparado anticipadamente los documentos necesarios para sacarlo del barco y que pudiese circular por las carreteras alemanas. En cuanto se resolvió todo esto, Bill partió. Entre tanto, Dodd sorteaba las preguntas de un grupo de periodistas que incluían a uno de un periódico judío, el
Hamburger Israelitisches Familienblatt
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que posteriormente publicó un artículo en el que se daba a entender que la misión principal de Dodd era detener la persecución de los judíos por parte de los nazis, exactamente ese tipo de distorsión que Dodd quería evitar.
A medida que iba avanzando la tarde, a los Dodd les fue desagradando cada vez más el consejero Gordon. Era el segundo al mando de la embajada, y supervisaba una nómina de primeros y segundos secretarios, estenógrafos, administrativos de archivo y codificación y otros muchos empleados de todo tipo, unas dos docenas en total. Era tieso y arrogante, y vestía como un aristócrata del siglo anterior.
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Llevaba bastón de paseo. Tenía el bigote enroscado y el rostro rubicundo e inflamado, señal de lo que un funcionario describía como «un temperamento muy colérico».
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Hablaba de una manera que Martha describía como «seca, cortés y decididamente condescendiente».
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No hacía intento alguno de ocultar su desdén por el aspecto sencillo de la familia, ni su disgusto ante el hecho de que llegasen solos, sin un batallón de mozos, doncellas y chóferes. El embajador anterior, Sackett, era mucho más del gusto de Gordon, rico, con diez criados en su residencia de Berlín. Martha tenía la sensación de que para Gordon, su familia representaba ese tipo de seres humanos «con los que él no se había permitido mezclarse quizá durante la mayor parte de su vida adulta».
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Martha y su madre viajaron en un compartimento aparte, rodeadas de ramos de flores que les habían regalado a su llegada al puerto. La señora Dodd, Mattie,
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se sentía inquieta y desanimada, anticipando «los deberes y cambios en su forma de vida» que le esperaban, según recordaba Martha. Martha apoyaba la cabeza en el hombro de su madre y pronto se quedó dormida.
Dodd y Gordon estaban sentados el uno junto al otro en otro compartimento, discutiendo asuntos de la embajada y de política alemana. Gordon advirtió a Dodd de que su frugalidad y su decisión de vivir sólo con el sueldo del Departamento de Estado resultarían una barrera para establecer relaciones con el gobierno de Hitler. Dodd ya no era un simple profesor, le recordó Gordon. Era un importante diplomático que se enfrentaba a un régimen arrogante, que sólo respetaba la fuerza. La idea de la vida cotidiana que tenía Dodd debía cambiar.
El tren corría entre bonitas ciudades y valles boscosos iluminados por la luz vespertina, y en unas tres horas llegaron al gran Berlín. Al fin acabó parando en la Lehrter Bahnhof de Berlín, en un recodo del Spree, donde el río fluía a través del corazón de la ciudad. La estación, que era una de las cinco puertas ferroviarias más importantes de la ciudad, se alzaba en su entorno como una catedral, con el techo de bóveda de cañón e hileras de ventanas en forma de arco.
En el andén, los Dodd se encontraron con una multitud de americanos y alemanes que esperaban para recibirles, incluyendo funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán y periodistas armados con cámaras y flashes que entonces eran de bombilla. Un hombre de aspecto enérgico, de mediana estatura, un metro sesenta y siete más o menos, «un hombre seco, que hablaba arrastrando las palabras, algo cascarrabias»,
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como le describiría más tarde el historiador y diplomático George Kennan, se adelantó y se presentó. Era George Messersmith, cónsul general, el funcionario de Asuntos Exteriores cuyos largos despachos había leído Dodd en Washington. A Martha y a su padre les gustó de inmediato, le consideraron enseguida un hombre de principios y gran franqueza y un posible amigo, aunque su evaluación se sometería posteriormente a una revisión significativa.
Messersmith correspondió a esa buena voluntad inicial. «Me gustó Dodd desde el principio»,
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escribió. «Era un hombre sencillo de modales y de trato.» Observó, sin embargo, que Dodd «daba la impresión de ser bastante frágil».
Entre la multitud que recibió a los Dodd también se encontraban dos mujeres que a lo largo de los años siguientes representarían papeles muy importantes en la vida de la familia, una alemana y la otra norteamericana, de Wisconsin, casada con un miembro de una de las dinastías de eruditos más importantes de toda Alemania.
La mujer alemana era Bella Fromm, la «tía Voss», columnista de sociedad de un periódico muy respetado, el
Vossische Zeitung
, uno de los doscientos periódicos que todavía aparecían en Berlín entonces y que, a diferencia de la mayoría, todavía era capaz de hacer algún reportaje independiente. Fromm era una mujer regordeta, guapa, con unos ojos muy bonitos color ónice bajo unas cejas negras como de ala de gaviota, las pupilas parcialmente ocultas por los párpados superiores de una manera que indicaba tanto inteligencia como escepticismo. Tenía la confianza prácticamente de todos los miembros de la comunidad diplomática de la ciudad, así como de los miembros más importantes del Partido Nazi, un logro importante, considerando que era judía. Aseguraba que tenía un contacto en un puesto muy elevado del gobierno de Hitler que la avisaba de antemano de las futuras acciones del Reich. Era amiga íntima de Messersmith; su hija, Gonny, lo llamaba «tío».