En su diario Fromm recogía sus observaciones iniciales sobre los Dodd. Martha, escribió, parecía «un perfecto ejemplo de joven americana inteligente».
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En cuanto al embajador, «parece un estudioso.
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Su humor seco me atrae. Es observador y preciso. Aprendió a amar Alemania cuando estudiaba en Leipzig, dice, y se dedicará con todas sus fuerzas a construir una amistad sincera entre su país y Alemania».
Y añadía: «Espero que él y el presidente de Estados Unidos no vean demasiado frustrados sus esfuerzos».
La segunda mujer, la norteamericana, era Mildred Fish Harnack, representante del American Women’s Club en Berlín. Era lo opuesto de Fromm físicamente en todos los sentidos: delgada, rubia, etérea, reservada. Martha y Mildred congeniaron de inmediato. Mildred escribió después que Martha «es clara, competente, y tiene un deseo auténtico de comprender el mundo. Por tanto nuestros intereses están conectados».
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Ella tenía la sensación de que había encontrado un alma gemela, «una mujer a la que interesa en serio escribir. Es un impedimento estar sola y aislada en el trabajo propio. Las ideas estimulan a las ideas, y el amor a la escritura es contagioso».
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Martha a su vez se sintió impresionada por Mildred. «Me sentí atraída hacia ella de inmediato», escribió.
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Mildred mostraba una atractiva combinación de fuerza y delicadeza. «Hablaba lentamente, y expresaba opiniones; escuchaba con paciencia, con sus grandes ojos de un gris azulado muy serios… sopesando, evaluando, intentando comprender.»
* * *
El consejero Gordon metió a Martha en un coche con un joven secretario de Protocolo destinado a acompañarla al hotel donde iban a vivir los Dodd hasta que pudieran encontrar una casa adecuada de alquiler. Sus padres viajaban aparte con Gordon, Messersmith y la esposa de Messersmith. El coche de Martha se dirigió hacia al sur por encima del Spree, hacia la ciudad.
Ella vio unos bulevares largos y rectos
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que le recordaban la cuadrícula rígida de Chicago, pero la similitud acababa ahí. A diferencia del paisaje lleno de rascacielos que recorría cada día laborable en Chicago, allí la mayoría de los edificios eran más bien bajos, normalmente de unos cinco pisos, y eso aumentaba la sensación de que la ciudad era baja y plana. La mayoría de los edificios parecían muy viejos, pero unos pocos eran insultantemente nuevos, con paredes de cristal, tejados planos y fachadas curvas, la progenie de Walter Gropius, Bruno Taut y Erich Mendelsohn, todos ellos condenados por los nazis por decadentes, comunistas y, desde luego, judíos. La ciudad estaba llena de color y energía. Había omnibuses de dos pisos, trenes metropolitanos y tranvías de brillantes colores cuyas catenarias dejaban escapar brillantes chispas azules. Automóviles de suelo bajo corrían por todas partes, la mayoría negros, pero otros también rojos, color crema o azul intenso, muchos de ellos con un diseño muy poco familiar: el adorable Opel 4/16 PS, el Horch, con su letal ornamento de arco y flecha en el capó, y el ubicuo Mercedes, negro, bajo, rematado con cromo. El propio Joseph Goebbels se sintió motivado para capturar en prosa la energía de la ciudad tal y como se exhibía en una de sus más populares avenidas comerciales, la Kurfürstendamm, aunque en un texto destinado no a alabarla, sino a condenarla, llamaba a la calle «el absceso» de la ciudad. «Suenan los timbres de los tranvías, los autobuses pasan dando bocinazos, llenos de gente y más gente. Taxis y caros automóviles privados pasean zumbando por el asfalto brillante», escribía.
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«Flota la fragancia de un perfume pesado. Las prostitutas sonríen desde los artísticos cuadros que son las caras de las mujeres modernas; aquellos que se consideran hombres pasean por aquí y por allá, con monóculos resplandecientes; relucen piedras falsas y piedras preciosas.» Berlín era, afirmaba, un «desierto de piedra» lleno de pecado y corrupción y habitado por un populacho «que se dirige a la tumba con una sonrisa».
El joven funcionario de protocolo señaló varios monumentos. Martha iba haciendo una pregunta tras otra, sin darse cuenta de que estaba poniendo a prueba la paciencia del funcionario. Ya al principio de su paseo llegaron a una plaza abierta dominada por un inmenso edificio de piedra de Silesia, con torres de sesenta metros en cada una de sus esquinas, construido con un estilo que describía una de las famosas guías de Karl Baedeker como «Renacimiento italiano florido». Era el Reichstagsgebäude, en el cual el cuerpo legislativo alemán, el Reichstag, se reunía hasta que el edificio fue incendiado cuatro meses antes. Un joven holandés, un antiguo comunista llamado Marinus van der Lubbe, fue arrestado y se le acusó de provocar el incendio, junto con otros cuatro sospechosos que se consideraron cómplices suyos, aunque un rumor que corría por todas partes sostenía que el propio régimen nazi había orquestado el incendio para crear el temor a un levantamiento bolchevique, y así conseguir el apoyo popular para la suspensión de las libertades civiles y la destrucción del Partido Comunista en Alemania. El juicio inminente era la comidilla de todo Berlín.
Pero Martha estaba perpleja. Contrariamente a lo que le habían conducido a esperar las noticias, el edificio parecía intacto. Las torres estaban en pie, y las fachadas parecían no tener marca alguna. «¡Ah, yo pensaba que se había quemado todo!», exclamó cuando el coche pasó junto al edificio. «Lo veo muy bien. Dígame qué ocurrió.»
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Después de este y otros diversos exabruptos que Martha tuvo que reconocer que eran imprudentes, el funcionario de protocolo se inclinó hacia ella y susurró: «¡Sssh! Jovencita, debe usted aprender a ser vista, pero no oída. No debe decir tantas cosas ni hacer tantas preguntas. Esto no es América, y usted no puede decir lo que piensa».
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Ella se quedó callada el resto del viaje.
* * *
Al llegar a su hotel, el Esplanade, en la sombreada y encantadora Bellevuestrasse, a Martha y sus padres les enseñaron las habitaciones que les había preparado Messersmith.
Dodd se quedó anonadado; Martha, encantada.
El hotel era uno de los mejores de Berlín, con gigantescas arañas y chimeneas y dos patios con techo de cristal, uno de los cuales (el Patio de las Palmeras) era famoso por sus bailes y por ser el lugar donde los berlineses tuvieron la primera oportunidad de bailar el charlestón. Greta Garbo había estado allí como invitada en una ocasión, y también Charlie Chaplin.
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Messersmith había reservado la Suite Imperial,
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una serie de habitaciones que incluían un dormitorio grande con dos camas y baño privado, dos habitaciones sencillas también con baño privado, un salón y una sala de conferencias, todas dispuestas en el lado de los números pares de un vestíbulo, desde la habitación 116 a la 124. Las dos salas de la recepción tenían las paredes cubiertas de brocado de raso. La suite estaba perfumada con el aroma primaveral que deprendían las flores enviadas por muchas personas, tantas flores, recordaba Martha, «que apenas había espacio para moverse: orquídeas, lirios de raro perfume, flores de todos los colores y tipos».
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Al entrar en la suite, escribió, «nos quedamos con la boca abierta por su magnificencia».
Pero semejante opulencia erosionaba los principios del ideal jeffersoniano que Dodd había abrazado a lo largo de toda su vida. Dodd había hecho saber antes de su llegada que quería «un alojamiento modesto en un hotel modesto»,
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decía Messersmith. Pero aunque Messersmith entendía el deseo de Dodd de vivir «de la manera menos llamativa, con toda modestia», también sabía que «los funcionarios y el pueblo alemán no lo comprenderían».
Y además había otro factor. Los diplomáticos y funcionarios del Departamento de Estado de Estados Unidos siempre se habían alojado en el Esplanade. Hacer otra cosa habría constituido una solemne ruptura del protocolo y la tradición.
* * *
La familia se instaló.
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No se esperaba que Bill hijo y el Chevrolet llegasen hasta al cabo de un tiempo. Dodd se retiró a un dormitorio con un libro. Martha encontraba difícil asimilar todo aquello. Seguían llegando tarjetas de personas que les daban la bienvenida, acompañadas de más y más flores. Ella y su madre se sentaron, maravilladas por el lujo que las rodeaba, «preguntándonos desesperadas cómo íbamos a pagar todo aquello sin hipotecar nuestra alma».
Aquella misma tarde la familia se reunió y bajó al restaurante del hotel a cenar,
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y allí Dodd desempolvó su alemán, que tenía décadas de antigüedad, y a su manera seca intentó bromear con los camareros. Estaba, según afirmaba Martha, «de un humor excelente». Los camareros, más acostumbrados a la conducta imperiosa de los dignatarios mundiales y los oficiales nazis, no estaban seguros de cómo responder, y adoptaban un nivel de cortesía que Martha encontró casi obsequioso. La comida era buena, le parecía a ella, pero pesada, clásicamente alemana, y exigía un paseo posterior.
Fuera, los Dodd giraron hacia la izquierda y caminaron a lo largo de Bellevuestrasse, entre las sombras de los árboles y la penumbra de las farolas. La escasa iluminación evocaba para Martha la somnolencia de las ciudades rurales americanas a última hora de la noche. No vio soldados, ni policías. La noche era dulce y encantadora. «Todo», escribía más tarde, «era pacífico, romántico, extraño, nostálgico».
Siguieron hasta el final de la calle y cruzaron una pequeña plaza hacia el Tiergarten, el equivalente de Berlín del Central Park.
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El nombre, en su traducción literal, significa «jardín de animales» o «de las bestias», y se remonta a su pasado remoto, cuando era un coto de caza para la realeza. Entonces eran 250 hectáreas de árboles, paseos, alamedas y estatuas que se extendían al oeste de la puerta de Brandenburgo hasta el distrito residencial y comercial de Charlottenburg. El Spree corría por su frontera septentrional; el famoso zoo de la ciudad se hallaba en la esquina sudoeste. Por la noche el parque resultaba especialmente atractivo. «En el Tiergarten», escribía un diplomático británico, «los farolillos parpadean entre los árboles, y la hierba está salpicada con las luciérnagas de mil cigarrillos».
Los Dodd entraron en la Siegesallee (avenida de la Victoria) en la que se alineaban noventa y seis estatuas y bustos de líderes prusianos pasados, entre ellos Federico el Grande, diversos Federicos menores y estrellas en tiempos tan brillantes como Alberto el Oso, Enrique el Niño y Oto el Perezoso. Los berlineses los llamaban
Puppen
, las muñecas. Dodd explicó la historia de cada uno, revelando el conocimiento detallado de Alemania que había adquirido en Leipzig tres décadas antes. Martha podía asegurar que todas sus aprensiones se habían disipado. «Estoy segura de que fue una de las noches más felices que pasamos en Alemania»,
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decía. «Todos estábamos llenos de alegría y de paz.»
Su padre amaba a Alemania desde que desempeñó su puesto en Leipzig, cuando cada día una joven le llevaba violetas frescas a su habitación. Ahora, aquella primera noche, mientras iban andando a lo largo de la avenida de la Victoria, Martha también sentía un brote de afecto por aquel país. La ciudad, toda la atmósfera, no era como le habían hecho esperar los noticiarios en su país. «Yo sentía que la prensa había calumniado de mala manera a aquel país, y quería proclamar la calidez y la amistad de la gente, la dulce noche de verano con su fragancia de árboles y flores, la serenidad de las calles.»
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Era el 13 de julio de 1933.
EN BUSCA DE CASA EN EL TERCER REICH
El embajador Dodd en su escritorio
SEDUCCION
En sus primeros días en Berlín, Martha cayó enferma con un resfriado. Mientras yacía convaleciente en el Esplanade, recibió la visita de una mujer norteamericana llamada Sigrid Schultz, que durante los catorce años anteriores había sido corresponsal en Berlín de la antigua empresa de Martha, el
Chicago Tribune
, y ahora era corresponsal jefe para Europa Central. Schultz tenía cuarenta años, medía metro sesenta de altura (la misma estatura que Martha), tenía el pelo rubio y los ojos azules. «Un poco regordeta»,
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decía Martha, pero con «un abundante pelo rubio». A pesar de ser menuda y de su aspecto de querubín, Schultz era conocida entre sus compañeros corresponsales y por los funcionarios nazis por igual por ser tenaz, directa y muy intrépida. Ella formaba parte de todas las listas de invitados diplomáticos y era habitual en las fiestas que daban Goebbels, Göring y otros líderes nazis. Göring se complacía perversamente en llamarla «el dragón de Chicago».
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Schultz y Martha hablaron al principio de cosas inocuas, pero pronto la conversación giró hacia la rápida transformación de Berlín durante los seis meses transcurridos desde que Hitler se había convertido en canciller. Schultz relataba actos de violencia contra los judíos, comunistas o cualquiera a quien los nazis viesen como adverso a su revolución. En algunos casos las víctimas eran ciudadanos estadounidenses.
Martha replicaba que Alemania estaba pasando por un renacimiento histórico. Esos incidentes que habían ocurrido seguramente eran expresiones involuntarias del entusiasmo salvaje que arrebataba al país. En los pocos días transcurridos desde su llegada, Martha no había visto nada en absoluto que corroborase lo que contaba Schultz.