Cada vez pensaba más en dejar la universidad
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a cambio de algún cargo que le diera tiempo para escribir, «antes de que fuera demasiado tarde». Se le ocurrió la idea de que el trabajo ideal podía ser un cargo poco exigente dentro del Departamento de Estado, quizá como embajador en Bruselas o en La Haya. Creía tener la importancia suficiente como para que le tuvieran en cuenta para aquel destino, aunque tendía a verse a sí mismo como alguien mucho más influyente en los asuntos nacionales de lo que era en realidad. Había escrito a menudo para aconsejar a Roosevelt sobre asuntos económicos y políticos, tanto antes como inmediatamente después de la victoria de Roosevelt. Sin duda enfureció mucho a Dodd recibir una carta que afirmaba que aunque el presidente quería que se contestase de inmediato a cualquier carta dirigida a su despacho, no podía responderlas todas él en persona en un plazo adecuado, y por tanto le pedía a su secretario que lo hiciese en su lugar.
Dodd, sin embargo, tenía buenos amigos muy cercanos a Roosevelt, incluido el nuevo secretario de Comercio, Daniel Roper. El hijo y la hija de Dodd eran para Roper como sobrino y sobrina, lo suficientemente cercanos para que Dodd no sintiese reparo alguno en enviar a su hijo como intermediario para preguntarle a Roper si la nueva administración consideraba adecuado nombrar a Dodd como ministro plenipotenciario en Bélgica o los Países Bajos. «Hay puestos en los que el gobierno debe tener a alguien,
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aunque el trabajo no sea duro», le dijo Dodd a su hijo. Le confió que principalmente le motivaba su necesidad de completar su
Viejo Sur. «
No deseo recibir ningún nombramiento de Roosevelt, pero no quiero verme frustrado en el objetivo a largo plazo de una vida».
En resumen: Dodd quería una sinecura, un trabajo que no fuese demasiado exigente y que le proporcionase un cierto estatus y el dinero suficiente para ganarse la vida, y, lo más importante, que le dejase mucho tiempo para escribir, esto a pesar de reconocer que servir como diplomático no era algo demasiado adecuado para su carácter. «Para la alta diplomacia (Londres, París, Berlín), yo no soy adecuado»,
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escribió a su mujer a principios de 1933. «Me preocupa mucho que tú también lo consideres así. Sencillamente, no soy astuto ni tengo dos caras, algo necesario para “mentir por el país en el extranjero”. Si fuera así, podría ir a Berlín y doblar la rodilla ante Hitler… y volver a aprender a hablar en alemán.» Pero, añadía, «¿por qué perder el tiempo escribiendo sobre ese asunto? ¿Quién querría vivir en Berlín durante los cuatro años próximos?».
Ya fuera por la conversación de su hijo con Roper o por la actuación de otras fuerzas, el nombre de Dodd pronto empezó a sonar. El 15 de marzo de 1933, durante una estancia en su granja de Virginia, fue a Washington a reunirse con el nuevo secretario de Estado de Roosevelt, Cordell Hull, con quien se había visto en varias ocasiones anteriores. Hull era alto, con el pelo plateado, la barbilla hendida y la mandíbula fuerte.
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Externamente parecía la encarnación física de todo aquello que debería ser un secretario de Estado, pero todos aquellos que le conocían mejor habían comprendido que cuando se enfadaba tenía una propensión muy impropia de un estadista a dejar escapar una lluvia de improperios, y que sufría de ciertos impedimentos del habla que convertían sus «r» en «g», a la manera del personaje de dibujos animados Elmer Fudd. Un rasgo del que Roosevelt se mofaba privadamente de vez en cuando, como en una ocasión en que habló de los «tgatados comegciales» de Hull. Hull, como de costumbre, llevaba cuatro o cinco lápices rojos en el bolsillo de su camisa, sus herramientas favoritas. Abordó la posibilidad de que Dodd recibiera un nombramiento para Holanda o Bélgica, exactamente lo que esperaba Dodd. Pero de repente, obligado a imaginar la realidad del día a día de lo que podía representar aquella vida, Dodd se echaba atrás. «Después de estudiar con detenimiento la situación», escribió en su pequeño diario de bolsillo, «le dije a Hull que no podía aceptar un cargo semejante».
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No obstante, su nombre seguía circulando.
Y aquel jueves de junio su teléfono empezó a sonar. Cuando se llevó el receptor al oído, oyó una voz que reconoció de inmediato.
ESA VACANTE DE BERLIN
Nadie quería aquel trabajo.
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La que parecía una de las tareas menos complicadas a las que se enfrentaba Franklin D. Roosevelt como presidente recién elegido, en junio de 1933, se había convertido en una de las más duras. En lo referente a cargos diplomáticos, Berlín tenía que haber sido una bicoca. No era Londres o París, desde luego, pero aun así era una de las grandes capitales de Europa, y estaba justo en el centro de un país que estaba sufriendo unos cambios revolucionarios bajo el liderazgo de su recién investido canciller, Adolf Hitler. Dependiendo del punto de vista de cada uno, Alemania estaba experimentando un gran renacimiento o un oscurecimiento salvaje. Según ascendía Hitler, el país había sufrido un brutal espasmo de violencia estatal permitida. El ejército paramilitar de Hitler con sus camisas pardas, las Sturmabteilung o SA (Tropas de Asalto), campaban a sus anchas y arrestaban, golpeaban e incluso en ocasiones asesinaban a comunistas, socialistas y judíos. Las Tropas de Asalto establecían prisiones improvisadas y centros de tortura en sótanos, cobertizos y otras estructuras. Sólo en Berlín había cincuenta de los llamados «búnkers». Decenas de miles de personas eran arrestadas y situadas en «custodia preventiva»
(Schutzhaft)
, un eufemismo ridículo. Se estimaba que habían muerto de quinientos a setecientos prisioneros en custodia; otros sufrían «fingidos ahogamientos y ahorcamientos», según una denuncia policial. Una prisión junto al aeropuerto de Tempelhof se hizo especialmente famosa: la casa Columbia, que no hay que confundir con un edificio nuevo, moderno y elegante situado en el corazón de Berlín llamado casa Columbus. La agitación impulsó a un líder judío, el rabino Stephen S. Wise de Nueva York, a decirle a un amigo: «se han traspasado las fronteras de la civilización».
Roosevelt hizo su primer intento de cubrir el puesto de Berlín el 9 de marzo de 1933, menos de una semana después de ser investido, y cuando la violencia en Alemania alcanzaba el cenit de su ferocidad. Se lo ofreció a James M. Cox, que en 1920 había sido candidato a la presidencia con Roosevelt como compañero.
En una carta repleta de halagos, Roosevelt le escribió: «No sólo por mi afecto por ti, sino también porque creo que estás especialmente dotado para este puesto clave, estoy deseando enviar tu nombre al Senado como embajador norteamericano en Alemania. Espero que aceptes después de hablarlo con tu encantadora esposa, que, por cierto, sería la esposa perfecta para el embajador. Envíame un telegrama diciéndome que sí».
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Pero Cox dijo que no:
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las exigencias de sus diversos intereses empresariales, incluyendo varios periódicos, le obligaban a declinar la oferta. No mencionaba la violencia que arrasaba Alemania.
Roosevelt dejó a un lado aquel asunto
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para ocuparse del empeoramiento de la crisis económica de la nación, la Gran Depresión, que aquella primavera había dejado a un tercio de la fuerza laboral no agrícola de la nación sin trabajo, y había recortado a la mitad el producto nacional bruto. No volvería a ocuparse del problema hasta al menos un mes después, cuando ofreció el cargo a Newton Baker, que había sido secretario de Guerra con Woodrow Wilson y ahora era socio de un bufete de abogados de Cleveland. Baker también lo rechazó. De modo que se lo ofreció a una tercera persona, Owen D. Young, importante hombre de negocios. A continuación Roosevelt probó con Edward J. Flynn, figura clave en el Partido Demócrata e importante partidario suyo. Flynn lo habló con su mujer «y estuvimos de acuerdo en que, debido a la edad de nuestros hijos pequeños, tal nombramiento era imposible».
Llegó un momento en que Roosevelt dijo en broma a un miembro de la familia Warburg: «¿Sabes, Jimmy?
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A ese tipo, Hitler, le estaría bien empleado que le enviase a un judío como embajador mío en Berlín. ¿Quieres tú el trabajo?».
Y al llegar junio, el plazo apremiaba. Roosevelt estaba enfrascado en una lucha agotadora para que se aprobase la Ley Nacional de Reactivación Industrial, pieza central de su
New Deal
, frente a una ferviente oposición por parte de un núcleo duro de republicanos poderosos. A principios de mes, con el Congreso sólo a unos pocos días de sus vacaciones de verano, parecía que la ley se iba a aprobar, pero todavía la atacaban algunos republicanos e incluso demócratas, que lanzaban salvas de enmiendas y obligaban al Senado a unas sesiones maratonianas. Roosevelt temía que cuanto más durase la batalla, más probable era que la ley fallase o se viese gravemente debilitada, porque si se prolongaba la sesión del Congreso se arriesgaban a despertar la ira de los legisladores deseosos de irse de Washington para sus vacaciones de verano. Todo el mundo estaba malhumorado. Una ola de calor de finales de primavera había elevado las temperaturas hasta niveles sin precedentes en toda la nación, con el coste de más de cien vidas. Washington hervía y los hombres apestaban a sudor. Un titular a tres columnas de la primera página del
New York Times
decía: «ROOSEVELT RECORTA EL PROGRAMA PARA CERRAR LA SESIÓN; SUS POLÍTICAS, AMENAZADAS».
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Había un conflicto: se requería que el Congreso confirmase y subvencionase a los nuevos embajadores. Cuanto antes suspendiera sus sesiones el Congreso, mayor sería la presión sobre Roosevelt para que eligiese a un nuevo hombre para Berlín. Así que se vio obligado a considerar candidatos que estaban fuera de los límites habituales,
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incluyendo los rectores de tres universidades y un pacifista ardiente llamado Harry Emerson Fosdick, pastor baptista de la iglesia de Riverside, en Manhattan. Ninguna de esas personas parecía ideal, sin embargo; a ninguna de ellas se le ofreció el cargo.
El miércoles 7 de junio,
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con el cierre del Congreso sólo a unos días, Roosevelt se reunió con varios consejeros íntimos y mencionó su frustración por no haber sido capaz de encontrar aún un nuevo embajador. Uno de los que asistían a la reunión era el secretario de Comercio Roper, a quien Roosevelt de vez en cuando se refería como el «tío Dan».
Roper pensó un momento y sacó un nombre nuevo, el de un antiguo amigo suyo: «¿Y qué tal William E. Dodd?».
«No es mala idea», dijo Roosevelt, aunque si lo pensaba realmente en aquel momento o no es algo que no está nada claro. Siempre afable, Roosevelt era muy dado a prometer cosas que no se proponía cumplir necesariamente.
Roosevelt dijo: «Lo pensaré».
* * *
Dodd no era el típico candidato para un puesto diplomático, en absoluto. No era rico. No era influyente políticamente. No era amigo de Roosevelt. Pero hablaba alemán, y se decía que conocía bien el país. Un posible problema era su pasada lealtad a Woodrow Wilson, cuya creencia en la intervención en otras naciones en la escena mundial era un anatema para el creciente número de norteamericanos que insistían en que Estados Unidos evitase entrometerse en los asuntos de naciones extranjeras. Esos «aislacionistas», dirigidos por William Borah de Idaho y Hiram Johnson de California, se habían vuelto cada vez más vehementes y poderosos. Las encuestas demostraban que el 95 por ciento de los norteamericanos querían que Estados Unidos evitase la implicación en cualquier guerra extranjera.
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Aunque Roosevelt mismo abogaba por la intervención internacional, mantenía en secreto su opinión para no impedir el avance de su programa interno. Dodd, sin embargo, parecía muy poco probable que encendiera las pasiones aislacionistas. Era historiador, de temperamento sobrio, y su conocimiento de Alemania de primera mano tendría un valor obvio.
Además, Berlín no era todavía el destino exigente que sería al cabo de un año. Existía en aquel momento la amplia percepción de que el gobierno de Hitler no podía durar. El poder militar alemán era limitado. Su ejército, el Reichswehr, tenía sólo cien mil hombres, y no podía compararse a las fuerzas militares de la vecina Francia, y mucho menos a la potencia combinada de Francia, Inglaterra, Polonia y la Unión Soviética. Y el propio Hitler había empezado a parecer un actor más templado de lo que se podía predecir, dada la violencia que había sacudido a Alemania aquel mismo año. El 10 de mayo de 1933, el Partido Nazi quemó libros no deseados (Einstein, Freud, los hermanos Mann y muchos otros) en grandes piras a lo largo de toda Alemania, pero siete días después, Hitler se declaró personalmente comprometido con la paz y llegó incluso a jurar que se desarmaría por completo si otros países le imitaban. El mundo suspiró, lleno de alivio. Comparado con los enormes desafíos a los que se enfrentaba Roosevelt (la depresión mundial, otro año de sequía catastrófica…) lo de Alemania parecía más un fastidio que otra cosa. El problema que Roosevelt y el secretario Hull consideraban más acuciante de Alemania eran los 1.200 millones de dólares que debía a los acreedores norteamericanos, una deuda que el régimen de Hitler parecía cada vez menos dispuesto a pagar.
Nadie parecía pensar demasiado en el tipo de personalidad que se requería para enfrentarse de una manera efectiva con el gobierno de Hitler. El secretario Roper pensaba que «Dodd sería astuto al enfrentarse a sus deberes diplomáticos y que, cuando las cosas se pusieran tensas, conseguiría darles la vuelta citando a Jefferson».
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* * *
Roosevelt se tomó en serio la sugerencia de Roper.
El tiempo se acababa, y había asuntos mucho más importantes que tratar, ya que la nación se estaba hundiendo más aún en la desesperación económica.
Al día siguiente, 8 de junio, Roosevelt ordenó que hicieran una llamada a larga distancia, a Chicago.
Fue breve. Le dijo a Dodd: «Quiero saber si podría hacerle al gobierno un servicio muy especial. Quiero que vaya a Alemania como embajador».
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Y añadió: «Quiero a un liberal norteamericano en Alemania como ejemplo constante».
Hacía mucho calor en el Despacho Oval, mucho calor en el despacho de Dodd. La temperatura en Chicago era de más de treinta grados.