En el jardín de las bestias (5 page)

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Authors: Larson Erik

Tags: #Intriga, #Bélico, #Biografía

A continuación, el presidente se ocupó de lo que todo el mundo llamaba por entonces el «problema» o la «cuestión» judía.

* * *

Para Roosevelt era un terreno peligroso.
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Aunque le horrorizaba el trato dispensado por los nazis a los judíos y era consciente de la violencia que había convulsionado Alemania aquel mismo año, se mostraba reacio a emitir una condena directa. Algunos líderes judíos, como el rabino Wise, el juez Irving Lehman y Lewis L. Strauss, socio de Kuhn, Loeb y Compañía, querían que Roosevelt se pronunciase; otros como Felix Warburg y el juez Joseph Proskauer, eran más partidarios de instar discretamente al presidente a que facilitase la entrada de judíos en Estados Unidos. La renuencia de Roosevelt a ambas instancias resultaba muy irritante. En noviembre de 1933 Wise decía que Roosevelt se mostraba «imperturbable, incorregible, incluso inaccesible, excepto para aquellos amigos judíos que podía confiar con toda seguridad que no le molestarían con ningún problema judío». Felix Warburg por su parte decía: «Hasta el momento, todas las vagas promesas no se han materializado en acción alguna». Incluso el buen amigo de Roosevelt, Felix Frankfurter, profesor de derecho de Harvard a quien más tarde nombraría para el Tribunal Supremo, fue incapaz de impulsar a la acción al presidente, para su gran frustración. Pero Roosevelt comprendía que cualquier condena pública de la persecución nazi o cualquier esfuerzo obvio por facilitar la entrada de judíos en Estados Unidos probablemente tendría un coste político inmenso, porque el discurso político norteamericano había etiquetado el problema judío como problema de inmigración. La persecución de los judíos en Alemania convocaba el espectro de un vasto flujo de refugiados judíos en una época en que Estados Unidos apenas se había recuperado de la Depresión. Los aislacionistas añadían otra dimensión más al debate al insistir, como el gobierno de Hitler, en que la opresión nazi de los judíos alemanes era un asunto interno alemán, y por tanto, no competía en absoluto a los norteamericanos.

Incluso los judíos estadounidenses estaban muy divididos
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a la hora de enfrentarse al problema. Por una parte se encontraba el Congreso Judío Americano, que hacía un llamamiento a las protestas de todo tipo, incluidas manifestaciones y boicot de los productos alemanes. Uno de sus líderes más visibles era el rabino Wise, su presidente honorario, que en 1933 cada vez se sentía más frustrado al ver que Roosevelt no se pronunciaba. Durante un viaje a Washington en el que intentaba en vano reunirse con el presidente, el rabino Wise escribió a su esposa: «Si se niega a verme,
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volveré y le echaré encima una avalancha de demandas para que actúe en nombre de los judíos. Tengo también otros ases en la manga. Quizá sea mejor, porque así seré libre de hablar como nunca he hablado antes. Y que Dios me ayude: lucharé».

Por otra parte estaban los grupos judíos alineados con el Comité Judío Americano,
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encabezados por el juez Proskauer, que aconsejaba un proceder discreto, temiendo que las protestas ruidosas y el boicot no hiciesen más que empeorar las cosas para los judíos que todavía estaban en Alemania. Uno de los que compartían este punto de vista era Leo Wormser, abogado judío de Chicago. En una carta a Dodd, Wormser observaba que «en Chicago… nos hemos opuesto con firmeza al programa del señor Samuel Untermeyer y el doctor Stephen Wise de llevar a cabo un boicot judío organizado contra los artículos alemanes». Tal boicot, afirmaba, podía impulsar una persecución aún mayor de los judíos alemanes, «y sabemos que, para la mayor parte de ellos, las cosas podrían ser mucho peores de lo que son ahora mismo». También afirmaba que el boicot podía «dificultar los esfuerzos que están haciendo los amigos de Alemania en el sentido de una actitud más conciliadora mediante la apelación a la razón y al interés propio», y también entorpecer la posibilidad de que Alemania pagase sus deudas a los inversores norteamericanos. Temía las repercusiones de un acto que sólo se identificaría con los judíos. Le dijo a Dodd: «Sentimos que el boicot, si lo dirigen y lo publicitan los judíos, enturbiará el asunto, que no debería ser “los judíos triunfarán”, sino “la libertad triunfará”». Como decía Ron Chernow en
The Warburgs
: «Una división fatal socavó el “judaísmo internacional”, mientras la prensa nazi aseguraba que obraba con una sola e implacable voluntad».
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En lo que estaban de acuerdo ambas facciones, sin embargo, era en la certeza de que cualquier campaña que pretendiese explícita y públicamente impulsar la inmigración judía a Estados Unidos sólo conduciría al desastre. A principios de junio de 1933,
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el rabino Wise escribió a Felix Frankfurter, en aquel momento profesor de derecho de Harvard, que si el debate sobre la inmigración llegaba a la Cámara del Congreso, podía «tener como consecuencia un estallido de ira en nuestra contra». En realidad, el sentimiento antiinmigratorio en Estados Unidos seguía siendo fuerte en 1938, momento en que una encuesta de
Fortune
informaba de que dos tercios de los entrevistados querían que los refugiados no entraran en el país.
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Dentro de la propia administración de Roosevelt había una profunda división al respecto.
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La secretaria de Trabajo, Frances Perkins, la primera mujer en la historia de Estados Unidos que ostentaba un cargo en un gabinete, intentó enérgicamente que la administración hiciera algo para facilitar la entrada de los judíos en Estados Unidos. Su departamento supervisaba las prácticas y políticas de inmigración, pero no tenía ningún papel a la hora de decidir quién recibía realmente un visado o a quién se le negaba. Eso correspondía al Departamento de Estado y a sus cónsules en el extranjero, y éstos tenían una visión de las cosas totalmente distinta. En realidad, a algunos de los funcionarios de mayor rango del departamento les disgustaban abiertamente los judíos.

Uno de estos funcionarios era William Phillips, subsecretario de Estado, el segundo al mando en el departamento después del secretario Hull. La esposa de Phillips y Eleanor Roosevelt eran amigas de la infancia; fue Roosevelt, y no Hull, quien eligió a Phillips como subsecretario. En su diario, Phillips describía a un conocido por asuntos de negocios como «mi amiguito judío de Boston».
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A Phillips le encantaba visitar Atlantic City, pero en otra anotación en su diario escribía: «Ese lugar está infestado de judíos.
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De hecho, toda la playa el sábado por la tarde y el domingo ofrecía un panorama extraordinario: muy poca arena a la vista, toda la playa cubierta de judíos y judías escasamente vestidos».

Otro funcionario fundamental, Wilbur J. Carr, ayudante del secretario de Estado que tenía a su cargo todo el servicio consular, llamaba a los judíos «kikes».
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En un memorándum sobre los inmigrantes rusos y polacos, decía: «Son asquerosos, antiamericanos y de hábitos peligrosos».
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Después de un viaje a Detroit, decía que la ciudad estaba «llena de polvo, humo, suciedad y judíos».
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También se quejaba de la presencia judía en Atlantic City. El y su mujer pasaron allí tres días en febrero, y cada uno de esos días hizo una anotación en su diario menospreciando a los judíos. «En todo el viaje que hemos hecho durante el día a lo largo del Boardwalk hemos visto muy pocos gentiles», decía el primer día.
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«Judíos por todas partes, y de los más vulgares.» El y su mujer cenaron aquella noche en el hotel Claridge, y encontraron el comedor lleno de judíos, «y pocos tenían buen aspecto. Sólo otros dos, además de yo mismo, llevaban esmoquin. Ambiente muy despreocupado en el comedor». A la noche siguiente los Carr fueron a cenar a otro hotel, el Marlborough-Blenheim, y lo encontraron mucho más refinado. «Me gusta», confesaba Carr. «Qué diferencia con el ambiente judío del Claridge.»
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Un funcionario del Comité Judío Americano describía a Carr como «antisemita y embaucador, que habla muy bien pero se las arregla para no hacer nada por nosotros».
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Tanto Carr como Phillips abogaban por la observancia estricta de una disposición en las leyes nacionales de inmigración que prohibían la entrada a cualquier inmigrante que se considerase que «podía convertirse en una carga pública»,
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la famosa «cláusula LPC». Esta disposición, que formaba parte de la Ley de Inmigración de 1917, fue reinstaurada por la administración Hoover en 1930 para disuadir la inmigración en una época en que el desempleo crecía. Los funcionarios consulares poseían un gran poder para decidir quién podía entrar en Estados Unidos, porque eran los que decidían qué solicitantes de visado podían ser excluidos mediante la cláusula LPC. La ley de inmigración también requería que los inmigrantes aportasen una declaración jurada policial atestiguando su buena conducta, junto con copias duplicadas de certificados de nacimiento y otros registros estatales. «Parece bastante ridículo», escribía un memorialista judío, «tener que ir a ver a tu enemigo y pedirle referencias de tu conducta».
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Los activistas judíos afirmaban que los consulados norteamericanos en el extranjero habían recibido instrucciones secretas de conceder sólo una parte de los visados permitidos para cada país, una acusación que resultó tener fundamento.
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El propio abogado del Departamento de Trabajo, Charles E. Wyzanski, descubrió en 1933 que los cónsules habían recibido instrucciones formales orales de limitar el número de visados de inmigrantes que aprobaban al 10 por ciento del total permitido para la cuota de cada nación. Los líderes judíos sostenían además que el acto de conseguir los registros policiales resultaba no solamente difícil, sino peligroso, «un obstáculo casi insuperable»,
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como afirmaba el juez Proskauer en una carta al subsecretario Phillips.

Phillips se ofendió mucho cuando Proskauer describió a los cónsules como obstáculos. «El cónsul», replicó Phillips, reprendiéndole amablemente, «sólo se preocupa por determinar, de una manera considerada y útil, si los que solicitan los visados reúnen o no todos los requisitos de la ley».
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Como resultado, según Proskauer y los demás líderes judíos, los judíos sencillamente no solicitaban la inmigración a Estados Unidos.
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En realidad, el número de alemanes que solicitaron visados fue una diminuta fracción de los veintiséis mil que se permitían bajo la cuota anual establecida para el país. Esta disparidad daba a los funcionarios del Departamento de Estado un poderoso argumento estadístico para oponerse a la reforma: ¿cómo podía haber un problema, si tan pocos judíos solicitaban el visado? Este argumento parece que ya lo aceptó Roosevelt en abril de 1933.
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El sabía también que cualquier intento de liberalizar las normas de inmigración podía llevar al Congreso a responder con drásticas reducciones de las cuotas ya existentes.

Cuando comió con Dodd, Roosevelt ya era muy consciente de las sensibilidades que estaban en juego.

«Las autoridades alemanas tratan vergonzosamente a los judíos, y los judíos de ese país están muy alterados»,
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le dijo Roosevelt. «Pero no es un asunto gubernamental. No podemos hacer nada excepto en los casos en que las víctimas sean ciudadanos americanos. Debemos protegerles, y hacer lo que podamos para moderar la persecución general mediante nuestra influencia no oficial y personal.»

* * *

La conversación luego se desvió a los asuntos prácticos. Dodd insistía en que viviría con su salario designado de 17.500 dólares,
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mucho dinero durante la Depresión, pero una suma escasa para un embajador que debía recibir a diplomáticos europeos y dirigentes nazis. Para Dodd era una cuestión de principios: no pensaba que un embajador debiese vivir a lo grande mientras el resto de la nación sufría. Para él, sin embargo, también era un punto discutible, ya que carecía de la riqueza personal que poseían tantos otros embajadores, y por tanto, no podía haber vivido a lo grande aunque hubiese querido.

«Tiene usted razón»,
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le dijo Roosevelt. «Aparte de dos o tres cenas y recepciones generales, no tendrá que celebrar acontecimientos sociales caros. Intente prestar mucha atención a los norteamericanos que haya en Berlín, y procure dar cenas de vez en cuando con alemanes que estén interesados en las relaciones americanas. Creo que puede conseguir vivir con sus ingresos y no sacrificar ninguna parte esencial del servicio.»

Después de hablar un poco más de las tarifas comerciales y de reducción armamentística, la comida concluyó.

Eran las dos en punto. Dodd salió de la Casa Blanca y se dirigió al Departamento de Estado, donde planeaba reunirse con diversos funcionarios y leer los despachos enviados desde Berlín, sobre todo los largos informes escritos por el cónsul general George S. Messersmith. Los informes eran desconcertantes.

Hitler era canciller desde hacía seis meses, habiendo recibido su nombramiento a través de un acuerdo político, pero no poseía el poder absoluto. El presidente de Alemania, de ochenta y cinco años, mariscal de campo Paul von Beneckendorff und von Hindenburg, todavía ostentaba la autoridad constitucional para nombrar y destituir cancilleres y sus gabinetes, y, cosa igual de importante, contaba con la lealtad del ejército regular, el Reichswehr. A diferencia de Hindenburg, Hitler y sus ayudantes eran sorprendentemente jóvenes: Hitler tenía sólo cuarenta y cuatro años, Hermann Göring cuarenta y Joseph Goebbels treinta y seis.

Una cosa era leer artículos periodísticos sobre la errática conducta de Hitler y la brutalidad de su gobierno hacia los judíos, comunistas y otros oponentes, porque a lo largo de todo Estados Unidos existía la amplia creencia de que tales noticias podían ser exageradas, y que seguramente ningún Estado moderno se comportaría de ese modo. Allí en el Departamento de Estado, sin embargo, Dodd leyó un despacho tras otro
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en el cual Messersmith describía el rápido descenso de Alemania de república democrática a dictadura brutal. Messersmith no ahorraba detalle alguno: su tendencia a escribir largo y tendido le había ganado ya antes el apodo de George «Cuarenta páginas».
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En su texto hablaba de la violencia generalizada que había tenido lugar en los meses posteriores al nombramiento de Hitler, y del creciente control que ejercía el gobierno sobre todos los aspectos de la sociedad alemana. El 31 de marzo, tres ciudadanos de Estados Unidos fueron secuestrados y conducidos a uno de los centros de tortura de las Tropas de Asalto, donde les quitaron la ropa y los dejaron fuera, para que pasaran la noche a la intemperie. Por la mañana los golpearon hasta dejarlos inconscientes y luego los echaron a la calle. Un corresponsal de United Press International había desaparecido, pero tras algunas investigaciones por parte de Messersmith fue liberado sin sufrir daño alguno. El gobierno de Hitler había declarado un boicot de un día a todos los negocios judíos de Alemania: tiendas, bufetes de abogados, consultas médicas… Y luego estaban las quemas de libros, el despido de judíos de las empresas, las inacabables manifestaciones de las Tropas de Asalto, y la eliminación sistemática en toda Alemania de la prensa libre, en tiempos llena de vida, que según Messersmith había acabado bajo el control gubernamental hasta una medida «que probablemente jamás ha existido en país alguno. La censura de la prensa podría considerarse absoluta».
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