Read En la arena estelar Online
Authors: Isaac Asimov
—Permítanme el uso de sus nombres y de su talento y les conduciré a lo que el señor Gillbret ha llamado el mundo de la rebelión.
—¿Cree que existe en realidad? —dijo Biron agriamente. Casi simultáneamente, Gillbret exclamó:
—¡Entonces, es el de usted! —El autarca sonrió.
—Creo que existe el mundo que el señor Gillbret ha descrito, pero no es el mío.
—¿No es el suyo? —dijo Gillbret decepcionado.
—¿Qué importa, si puedo encontrarlo?
—¿Cómo? —preguntó Biron.
—No es tan fácil como pueden figurarse —dijo el autarca—. Si aceptamos la historia tal como nos ha sido relatada, tenemos que creer que existe un mundo en rebelión contra los tyrannios, un mundo situado en algún lugar del Sector Nebular, y que los tyrannios no han podido descubrir en veinte años. Para que tal situación haya sido posible, no hay más que un lugar en el Sector donde tal planeta puede existir.
—¿Y dónde está?
—¿No les parece que la solución es obvia? ¿No les parece inevitable que tal mundo no puede existir sino en el interior de la misma Nebulosa?
—¿Dentro de la Nebulosa?
—La Gran Galaxia, naturalmente —dijo Gillbret. Y en aquel instante la solución pareció, efectivamente, obvia e ineludible.
—Pero, ¿puede la gente vivir en mundos en el interior de la Nebulosa? —aventuró Artemisa con timidez.
—¿Y por qué no? —dijo el autarca—. No se confundan al pensar en la Nebulosa. Es como una neblina negra en el espacio, pero no un gas tóxico. Se trata de una masa increíblemente tenue de átomos de sodio, potasio y calcio que absorbe y oscurece la luz de las estrellas que están en su interior, y, como es natural, la de las que están frente al observador. Por lo demás, es inofensiva, y en la proximidad inmediata de una estrella es prácticamente inobservable.
»Me excuso por parecer pedante, pero he pasado los últimos meses en la universidad de la Tierra recogiendo datos astronómicos sobre la Nebulosa.
—¿Y por qué allí? —dijo Biron—. Es una cuestión sin importancia, pero como le conocí a usted allí, tengo curiosidad por saberlo.
—No hay en ello ningún misterio. Al principio salí de Lingane por asuntos particulares cuya naturaleza exacta carece de importancia. Hace unos seis meses visité Rhodia. Mi agente Widemos, su padre, Biron, había fracasado en sus negociaciones con el director, a quien había confiado en atraer a nuestro lado. Traté de conseguir algo más, pero fracasé también, ya que Hinrik, y presento mis excusas a la dama, no es del fuste necesario para nuestra clase de trabajo.
—Escucha, escucha —murmuró Biron.
—Pero allí conocí a Gillbret —prosiguió el autarca— como quizá les haya dicho ya. De modo que fui a la Tierra porque ése es el hogar original de la Humanidad. Fue de la Tierra de donde partieron la mayoría de las exploraciones iniciales de la galaxia. Es en la Tierra donde se encuentran la mayoría de los documentos. La Nebulosa de la Cabeza de Caballo fue explorada con detenimiento; por lo menos la atravesaron varias veces. Nunca fue colonizada, puesto que las dificultades para viajar por un volumen de espacio donde no pueden verificarse observaciones estelares son demasiado grandes. Pero todo lo que yo necesitaba eran las exploraciones mismas.
»Y ahora escuchen atentamente. La nave tyrannia en la que quedó aislado el señor Gillbret fue alcanzada por un meteoro después del primer salto. Suponiendo que el viaje de Tyrann a Rhodia transcurriese por la ruta comercial normal, y no hay ninguna razón para suponer que no fuera así, queda establecido el punto del espacio en que la nave dejó su ruta. Apenas si habría adelantado cerca de un millón de kilómetros en el espacio ordinario entre los dos primeros saltos, y podemos considerar tal longitud como un punto en el espacio.
»Es posible admitir otra suposición. Al averiarse los paneles de mando, era perfectamente posible que el meteoro hubiese alterado la dirección de los saltos, ya que para ello solamente se necesitaría interferir con el movimiento del giróscopo de la nave, lo cual sería difícil, pero no imposible. Pero alterar la energía de los impulsos hiperatómicos requeriría destrozar por completo las máquinas, las cuales, como es sabido, no fueron alcanzadas por el meteoro.
»Al permanecer inalterada la energía del impulso, la longitud de los cuatro saltos restantes no debía haber resultado modificada, así como tampoco sus direcciones relativas. Sería algo análogo a tener un alambre torcido inclinado desde un solo punto en una dirección desconocida, a un ángulo desconocido. La posición final de la nave se encontraría en algún punto de la superficie de una esfera imaginaria, cuyo centro sería aquel punto del espacio donde el meteoro dio en el blanco, y cuyo radio sería la suma vectorial de los saltos restantes.
»Yo calculé esa esfera, y encontré que su superficie corta una gran extensión de la Nebulosa de la Cabeza de Caballo. Unos seis mil grados cuadrados de la superficie de la esfera, o sea la cuarta parte de la superficie total, se encuentran en la Nebulosa. Por lo tanto, sólo queda hallar una estrella que se encuentre en el interior de la Nebulosa a un millón y medio de kilómetros, aproximadamente, de la superficie imaginaria de que estamos hablando. Recordarán que cuando la nave de Gillbret se detuvo, se encontraba cerca de una estrella.
»¿Y cuántas estrellas del interior de la Nebulosa suponen que se pueden encontrar a esa distancia de la superficie de la esfera? Recuerden que hay cien mil millones de estrellas radiantes en la galaxia.
Biron se encontró absorbido en el asunto, casi contra su voluntad.
—Centenares, me figuro.
—¡Cinco! —replicó el autarca—. Sólo cinco. No se dejen embobar por aquellos cien mil millones. El volumen de la galaxia es de unos siete billones de años luz, de modo que por término medio hay sesenta años luz cúbicos por estrella. Es una lástima no saber cuáles de esas cinco tienen planetas habitables, ya que podríamos reducir el número de posibilidades a una. Desgraciadamente, los primeros exploradores no tenían tiempo de realizar observaciones detalladas. Determinaron las posiciones de las estrellas, sus movimientos propios y tipos espectrales.
—¿De modo que en uno de aquellos sistemas estelares se encuentra situado el mundo de la rebelión? —preguntó Biron.
—Esa conclusión es la única que concuerda con los hechos que conocemos.
—Suponiendo que pueda aceptarse la historia de Gil.
—Así lo acepto.
—Mi historia es cierta —interrumpió Gillbret apasionadamente—. Lo juro.
—Estoy a punto de partir para investigar cada uno de aquellos cinco mundos —dijo el autarca—. Mis motivos para hacerlo son obvios; como autarca de Lingane puedo asumir una parte igual en sus esfuerzos.
—Y con dos Hinriads y un Widemos a su lado, su demanda de una parte igual, y probablemente de una posición fuerte y segura en los nuevos y libres mundos del porvenir, sería tanto mejor —dijo Biron.
—Su cinismo no me asusta, Farrill. La respuesta es evidente: sí. Si ha de haber una rebelión triunfante, es igualmente obvio la conveniencia de estar del lado de Lingane.
—Por otra parte, cualquier corsario vencedor o un capitán rebelde podría ser recompensado con la autarquía de Lingane.
—O con el rancho de Widemos. ¿Por qué no?
—¿Y si la rebelión fracasa?
—Habrá tiempo de pensar en ello cuando encontremos lo que buscamos.
—Iré con usted —dijo Biron lentamente.
—¡Bien! Tomemos disposiciones para que les transborden desde esta nave.
—¿Por qué?
—Será mejor para ustedes. Esta nave es un juguete.
—Es una nave de guerra tyrannia. Haríamos mal en abandonarla.
—Como tal nave tyrannia, sería peligrosamente notoria.
—Pero no en la Nebulosa. Lo siento, Jonti. Me uno a usted porque es lo más práctico. También yo puedo ser franco. Quiero encontrar el mundo de la rebelión, pero entre nosotros dos no hay amistad alguna. Me quedo junto a mis propios controles.
—Biron —dijo suavemente Artemisa—. Esta nave es realmente demasiado pequeña para nosotros tres.
—Tal como está ahora, sí, Arta. Pero se le puede agregar un remolque. Jonti lo sabe tan bien como yo. Entonces tendríamos todo el espacio que necesitamos y seguiríamos siendo los amos de nuestros propios controles. Y, además, ocultaría eficazmente la naturaleza de nuestra nave.
El autarca reflexionó.
—Si no ha de haber entre nosotros ni amistad ni confianza, Farrill, entonces debo protegerme. Pueden tener su propia nave, y, además, un remolque equipado como quieran. Pero necesito alguna garantía de que su conducta será la que debe ser. Por lo menos la señorita Artemisa tiene que venir conmigo.
—¡No! —dijo Biron.
El autarca arqueó las cejas.
—¿No? Que hable la dama.
Se volvió hacia Artemisa, y las aletas de su nariz se agitaron levemente.
—Creo que la situación sería muy cómoda para usted, señorita.
—Para usted, al menos, no sería precisamente cómoda —contestó la muchacha—. Preferiría ahorrarle la incomodidad y quedarme aquí.
—Creo que usted lo pensaría mejor si... —comenzó a decir el autarca mientras dos pequeñas arrugas que se formaron sobre el puente de su nariz estropeaban la serenidad de su expresión.
—Me parece que no —interrumpió Biron—. La señorita Artemisa ha hecho su elección.
—Entonces, ¿usted la aprueba, Farrill? —dijo el autarca sonriendo nuevamente.
—¡Totalmente! Nosotros tres nos quedamos en el «Implacable». Sobre eso no puede haber discusión.
—Eliges tu compañía de un modo extraño.
—¿Sí?
—Así lo creo. —El autarca parecía estar absorto en la contemplación de sus uñas—. Está tan enojado conmigo porque le engañé y puse su vida en peligro. Así pues, es raro que se comporte tan amistosamente con la hija de un hombre como Hinrik, quien en cuanto a engaño es ciertamente mi maestro.
—Conozco a Hinrik, y sus opiniones sobre él no me harán cambiar en absoluto.
—¿Lo sabe todo acerca de Hinrik?
—Sé lo bastante.
—¿Sabe que mató a su padre? —El dedo del autarca apuntó a Artemisa—. ¿Sabe que la muchacha a la que tanto le interesa mantener bajo su protección es la hija del asesino de su padre?
Por un momento la escena permaneció inalterada. El autarca había encendido otro cigarrillo. Parecía tranquilo, imperturbable. Gillbret se había hundido en el asiento del piloto, con la cara contraída como si fuese a echarse a llorar. Las bandas del equipo del piloto destinadas a absorber las presiones, colgaban junto a él y aumentaban el lúgubre efecto.
Biron, pálido y con los puños crispados, se enfrentaba con el autarca. Artemisa estaba tensa y tenía la mirada fija en Biron.
La radio comenzó a hacer señales, y sus pequeños chasquidos resonaron con el estruendo de platillos en la pequeña cabina del piloto.
Gillbret se irguió e hizo girar el asiento.
—Me temo que he estado más hablador de lo que había supuesto —dijo perezosamente el autarca—. Le dije a Rizzet que viniese a buscarme si no había regresado al cabo de una hora.
La pantalla visual mostraba ahora la cara hirsuta de Rizzet.
—Quiere hablar con usted —dijo Gillbret al autarca, y se apartó para dejarle paso.
El autarca se levantó de la silla y se adelantó de manera que su propia cabeza quedase dentro de la zona de transmisión visual.
—Estoy perfectamente sano y salvo, Rizzet.
La pregunta del otro se oyó con claridad.
—¿Quiénes son los otros miembros de la tripulación, señor? —De repente Biron se alzó junto al autarca.
—Soy el ranchero de Widemos —dijo con orgullo. Rizzet sonrió satisfecho. En la pantalla apareció una mano que saludaba marcialmente.
—Se le saluda, señor.
—Regresaré pronto con una joven dama —interrumpió el autarca—. Prepárese para maniobrar y unir las esclusas de aire de contacto.
Cortó la comunicación visual entre las dos naves. Luego se volvió a Biron.
—Les aseguré que usted estaba a bordo de la nave. En caso contrario había cierta objeción a que yo viniese aquí solo. Su padre era muy popular entre mis hombres.
—Y por esta razón puede utilizar mi nombre. —El autarca se encogió de hombros, y Biron añadió—: Es todo lo que puede utilizar. Su última afirmación al oficial es inexacta.
—¿En qué sentido?
—Artemisa oth Hinriad se queda conmigo.
—¿A pesar de lo que le he dicho?
—No me ha dicho usted nada —dijo Biron secamente—. No ha hecho sino una afirmación, pero en ningún caso es probable que acepte su simple palabra. Se lo digo dejándome de cortesías. Confío en que me comprenderá.
—¿Es que lo que sabe de Hinrik es de tal naturaleza que mi afirmación le parece poco plausible en sí misma?
Biron vaciló. Era evidente a simple vista que la observación había surtido efecto, y no contestó.
—Yo digo que no es verdad —dijo Artemisa—. ¿Tiene usted alguna prueba?
—Prueba directa, naturalmente que no. Yo no estuve presente en ninguna de las conferencias entre su padre y los tyrannios. Pero puedo presentar ciertos hechos y dejar que usted saque sus propias conclusiones. En primer lugar, el antiguo ranchero de Widemos visitó a Hinrik hace seis meses. Eso ya lo he dicho, y ahora puedo añadir que se mostró demasiado entusiasta en sus esfuerzos, o quizá que estimó en demasía la discreción de Hinrik. En todo caso, habló más de lo que debía. El señor Gillbret puede ratificar esto.
Gillbret afirmó con la cabeza. Se volvió hacia Artemisa, quien con los ojos iracundos y llenos de lágrimas se había vuelto hacia él.
—Lo siento, Arta, pero es cierto. Ya te lo dije. Fue por Widemos que oí hablar del autarca.
—Y fue para mí una suerte —dijo el autarca— que el señor Gillbret hubiese ideado unos oídos mecánicos de tan largo alcance, con los cuales podía satisfacer su aguda curiosidad acerca de las entrevistas de estado del director. Cuando Gillbret se me acercó por vez primera, sin saberlo me advirtió del peligro. Me marché lo antes que pude, pero el daño, como es natural, ya estaba hecho.
»Ahora bien, por lo que sabemos, fue el único error de Widemos, e Hinrik, ciertamente, no tiene una reputación envidiable como hombre de gran independencia y valor. Su padre, Farrill, fue arrestado al cabo de medio año. Si no fue por Hinrik, el padre de esta muchacha, ¿por quién fue?
—¿Y no le advirtió usted?