Read En Silencio Online

Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

En Silencio (2 page)

«No soy tan viejo —pensó—. Todavía no tengo sesenta años. Hay que estrechar tantas manos, son tantos los que quieren ser guiados. Te clavan las uñas en la carne. Te arrancan pedazos, te los arrancan gracias a tu amor por esta tierra, y das más de lo que eres. Te llaman líder y se reparten tu persona, ¿cómo no vas a parecer viejo? Al mismo tiempo, sin embargo, te dan la fuerza que necesitas; sus miradas se graban en ti cuando les hablas, y sabes que aunque mueras, ¡tus ideas pervivirán en ellos! La edad no es importante. Es una ilusión. Sólo cuentan las ideas, nada más.

Su mirada buscó la lagartija, pero el animal retrocedió y desapareció.

Casi con disgusto registró que el ruido de los motores se había adueñado de la paz de los alrededores y su causante entraba en su campo visual. El coche subió el terraplén con un ruido enorme y se detuvo bajo la escalinata. Durante unos segundos, el motor diesel siguió traqueteando, pero luego el ruido se apagó y dejó otra vez el paisaje en manos de esos pequeños sonidos, más antiguos, que el anciano había estado escuchando desde el amanecer.

El recién llegado tendría unos cuarenta y pocos años, era alto, llevaba el pelo cortado al cepillo, un pelo que comenzaba a encanecer en las sienes; y vestía una chaqueta de cuero negro sobre unos vaqueros descoloridos. Subió los escalones con pasos ligeros. El anciano volvió la cabeza hacia él y examinó aquel rostro uniforme con sus ojos verdes. «Franco —le pareció—. Casi amable, pero sin calor ni humor de ninguna índole.» Supo de inmediato que ese hombre contaría unos chistes penosos si es que contaba alguno.

—¿Cómo debo dirigirme a usted? —preguntó el anciano.

—Mirko —dijo el hombre extendiéndole la mano. El anciano la miró fijamente durante un segundo, la tomó y la estrechó.

—¿Mirko a secas?

—¿Qué quiere decir a secas? —Rió el otro con ironía—. Son cinco letras, y usted me ha salvado la vida varias veces. Adoro ese nombre.

El anciano lo observó.

—Su nombre es Karel Zeman Drakovic —dijo con tono neutro—. Nació en el año 1956 en…

—Novi Pazar. —Mirko hizo un gesto de impaciencia—. Etcétera, etcétera. Muy bien, conoce mis datos. Yo también los conozco. ¿Podemos hablar de cosas realmente importantes?

El anciano reflexionó.

—Este país es algo importante —dijo después de un breve silencio—. ¿Lo entiende?

—Claro que lo entiendo.

—No, no lo entiende. —El anciano levantó el dedo índice—. Lo importante es a quién pertenece. Eso es lo más importante: ¡a quién pertenece! Guerras, conflictos, disputas. ¡Cuántas cosas podríamos ahorrarnos si nadie deseara meterse en casa de los demás!

El anciano estiró el mentón hacia adelante.

—¿Sabe lo que veo cuando miro esta tierra, Mirko Karel Zeman Drakovic? Veo un cartel con la palabra «Reservado». ¿Y sabe para quién está reservado? ¡Para nuestro pueblo, para nuestra gente! Todo eso de ahí fuera se hizo para nosotros. Dios honra a los suyos. ¿Tengo o no razón? Ahora bien, yo soy un hombre generoso y tolerante, por eso digo que cualquiera puede reclamar el derecho a amar su tierra, ¡pero la suya, no la tierra de otros!

Mirko se encogió de hombros.

—¿Eso suena bastante sencillo y natural, no le parece? —continuó el anciano—. Quiero decir, ¿qué hace usted cuando construye una casa? Pues vivir allí con su mujer y sus hijos. ¿Y qué hace? ¡Proteger esa casa! Y si un día encontrase a unos extraños en ella, que se comen todo lo que hay en su nevera, ponen los pies encima de la mesa y se tiran pedos en sus impecables cojines, ¡usted echaría a esa pandilla fuera! Ningún juez en el mundo podrá reprocharle que lo haga. Sin embargo, en esta tierra, cualquiera puede llegar de repente y sentarse a tu mesa diciendo que es una minoría o cualquier tontería sobre la multiplicidad étnica; y cuando los dueños reclaman el derecho que les ha dado Dios para expulsar al intruso, su propia gente les propina una paliza. ¡Y a eso le llaman ser liberal!

Mirko volvió la mirada hacia el anciano.

—Y usted no va a dejar que le den una paliza… —dijo.

—¡Precisamente! Por cierto, ¿qué me dice de usted? ¿Ama usted esta tierra?

—Me encantaría poder hablar de mi misión.

—Su gente ha dicho que es usted algo así como un patriota. A pesar de su…

Mirko sonrió cortésmente.

—¿A pesar de mi oficio? Digámoslo así: puedo permitirme el lujo del patriotismo. Y con lo que me interesa como persona, nadie puede comprar nada.

—Pero debe de tener usted alguna opinión.

—Con todo el respeto, ¿tenía usted una cuando se convirtió en nacionalista?

El anciano sonrió levemente y entró al interior del edificio.

—Está viendo las cosas de un modo equivocado. Yo siempre estuve del lado de aquellos a los que Dios concedió esta tierra. Pero creo también que es preciso escoger bien el momento de actuar. Se necesita prestigio, una posición social, dinero. No tengo en muy alta estima a los revolucionarios salidos del arroyo, esos que le hablan a la gente con los zapatos sucios. Eso, sencillamente, no está bien. ¿Me entiende?

Dentro hacía frío y estaba oscuro. También aquí el personal de seguridad que acompañaba cada uno de los pasos del anciano permanecía invisible, pero el viejo sabía que estaban lo suficientemente cerca como para percibir su respiración.

Su vida ya era impensable sin ese escudo humano. A diferencia de otros que, al cabo de un tiempo, se sentían incómodos, el anciano disfrutaba de su guardia pretoriana. Cualquiera de esos hombres atravesaría el fuego por él, estaban probados hasta el tuétano, se los habían asignado a él, eran suyos. Un parpadeo del anciano, un soplo, y Mirko no sobreviviría dos segundos.

—Usted tiene claro que mi nombre no puede salir a la luz bajo ningún concepto —dijo de pasada, mientras caminaban entre los negros bancos de la iglesia—. Yo pondré a su disposición los medios necesarios, pero no le ofreceré protección. —En ese momento se dio la vuelta y observó a Mirko—. Dicho de otro modo: si tengo que sacrificar su vida, no dudaré ni un instante en hacerlo.

—Por supuesto que no. Y ahora, si me permite la pregunta: ¿tiene alguna intención de hacerlo?

—No. Si la tuviera, no le hablaría de ello. Soy consciente de que está usted de nuestra parte, aunque insista con tanta vehemencia en su independencia y su neutralidad. —El anciano caminó otro trecho y se detuvo delante de una talla de la Virgen María —. No olvide que lo sé todo sobre usted. Quizá hasta un par de cosas que se le hayan escapado.

—Me siento honrado.

—Puede estarlo. ¿Puede cumplir el encargo?

—Sí.

—¿No hay ningún pero, ninguna objeción?

—Hay miles —respondió Mirko—. No nos engañemos, la cosa es casi imposible. Pero sólo casi. Si consigo reunir a la gente adecuada…

—¿Y cuánto nos costará la gracia?

—¿Nos costará?

—En la barriga del Caballo de Troya hay sitio para más de uno. Tengo a la élite de este país de mi parte; o pagamos la factura todos juntos o no se hace nada. De modo que ¿cuánto?

Mirko juntó los labios. Su mirada se perdió en el vacío.

—Es difícil decirlo. Apenas existen precedentes; y menos en estas condiciones. Pero debería contar con un par de millones.

El anciano extendió sus manos.

—Dios Nuestro Señor nos lo ha dado.

—Sí. Pero todavía no sé quién lo recibirá y tampoco cuánto es. Por desgracia, Francia ha encerrado al mejor en la cárcel.

—¿Carlos? ¿Qué más da? No es serbio.

—Ya. Pero él puso el listón muy alto. Lo que quiero decir es que ésa es más o menos la liga de la que estamos hablando.

—Usted tiene toda la libertad necesaria, Mirko. Pero insisto en que sea un comando serbio —dijo el anciano con firmeza—. ¡Hay que hacer un gran gesto patriótico! ¿Qué me dice de Arkan?

—¿El jefe del club de fútbol de Prizren? —dijo Mirko en tono burlón.

—Ambos sabemos que es algo más —dijo el anciano—. Todo el mundo conoce a Arkan.

—Precisamente por eso está descartado. ¿O acaso quiere firmar usted autógrafos después de la función? —Mirko resopló con menosprecio—. Olvídelo. A Arkan le gusta ser una estrella mediática. Es un fanfarrón, y eso es algo peligroso en su oficio. Cualquier día lo matarán a tiros.

—Muy bien, busquemos a otro.

—No hay tantas ofertas en el mercado como usted cree —dijo Mirko—. Europa del Este ha hecho progresos desde que los rusos comen hierba de nuevo, pero los terroristas de allí carecen de moral. ¡Y necesitamos justamente a alguien así! Los veteranos no andan por ahí con bombas en la maleta destruyendo barrios enteros, sino que realmente usan la cabeza. Tenemos que ser realistas. Los mejores están en Irlanda del Norte. De modo que no puedo prometerle un comando enteramente serbio.

—Me decepciona usted, Mirko. ¿Hay algo que no pueda conseguirse con dinero?

—No se trata de eso. —Mirko se apoyó en una de las enormes columnas que separan la nave central de las capillas laterales—. El problema es la experiencia. En segundo lugar, el anonimato. Lo bueno de Carlos era que todos lo conocían y a la vez no lo conocía nadie.

—Pero en ningún modo quiero que haya un americano cualquiera…

—Tranquilícese. He entendido lo que quiere. Déjeme sondear un poco el terreno. En cualquier caso, le garantizo que su empresa contará con una mente serbia.

El anciano examinó a Mirko y se preguntó qué le irritaba tanto de su interlocutor. Había algo en Mirko que no era… completo. No tanto en el sentido de que le faltara alguna cualidad, nada que pudiera hacerle dudar sobre lo acertado de su elección. Estar con Mirko en una misma habitación era más bien como si se observara una película en una pantalla que sólo reflejaba imágenes bidimensionales. A Mirko le faltaba algún detalle que transformara su imagen en la de un hombre real.

—Bien —dijo el anciano—. Encuentre a esa mente.

Mirko se apartó de la columna encogiéndose de hombros.

—Posiblemente ya la he encontrado. En una semana sabré más.

—En dos, si quiere.

—Hay alguien. Si mi idea funciona, bastará una semana. Hasta entonces no tiene por qué preocuparse más del asunto.

—Bien.

Mirko vaciló.

—¿Me permite una pregunta?

—Claro. Pregunte.

—He oído decir que se retomarán las conversaciones.

—¿Rambouillet?

Mirko asintió.

—Esa reunión puede cambiar algunas cosas. Holbrooke no estaba hablando precisamente en chino cuando amenazó con bombardear. Sólo que…

—¿Cree entonces que un resultado positivo de las negociaciones puede afectar a nuestro asunto?

—En cierto modo.

—Es muy amable de su parte que se sienta animado a pensar sobre la situación. —El anciano hizo una mueca con la comisura de los labios. Ni él mismo supo si lo hizo por reconocimiento o por disgusto—. Pero ya que me está rompiendo la cabeza, Mirko Drakovic, o como quiera que se llame, usted tiene razón, por supuesto. Claro que queremos ver en Rambouillet a todas las partes sentadas a la mesa con las mejores intenciones. Yo mismo no tengo otro deseo. —Hizo un gesto negativo con la cabeza—. Pero estimo que esas conversaciones caerán en el vacío. Todos terminarán muy tristes y lamentándolo.

—¿Y si no es así?

—Habremos obtenido de todos modos lo que queremos. A mí también me gustaría preguntarle algo.

—Claro.

—¿Por qué quiere saberlo? Creía que era usted neutral.

Mirko rió. Alrededor de sus ojos se formaron miles de arrugas que, curiosamente, no cambiaban en nada la impresión de su total falta de sentido del humor.

—Soy un hombre de negocios neutral. Si las negociaciones conducen a un resultado positivo, tendré que reflexionar sobre su encargo. Me gusta saber en qué me meto.

—Le diré en qué se mete. La decisión está en sus manos, Mirko. ¡En sus manos! —El anciano miró su reloj de pulsera y levantó la mano—. Ha sido un placer charlar con usted. Que le vaya bien. Nos veremos en cuanto encuentre a esa persona. ¡Ah, Mirko! No me decepcione. Mi benevolencia es tan valiosa como su pellejo.

El anciano se dio la vuelta y atravesó con paso rápido la nave de la iglesia en dirección al exterior. El sol estaba ahora más bajo y había eliminado la sombra de la terraza. Sintió calor en la piel, que iba en consonancia con el fervor que sentía en su corazón. Una satisfacción impetuosa ardía en él por haber puesto en marcha el asunto. Ya se habían agotado todos los recursos por la vía legal. No era culpa suya, él sólo se ocuparía de que su país quedara de nuevo en manos de aquellos a quienes pertenecía desde antiguo. El griterío que significaba una sociedad multiétnica daría paso a otros sonidos. Millones de gargantas, hombres íntegros, mujeres que conocían cuál era su lugar, niños con rostros llenos de esperanza, cantarían un himno y al final triunfaría la justicia.

Una vez derrotada la serpiente, no habría ningún impedimento para regresar al paraíso.

El anciano rió para sus adentros. Qué bien le iba a la demagogia la religión. A veces casi lamentaba sentir en el fondo de su corazón una falta de fe que lo llevaba a pensar que él mismo era el ser supremo y que, como no había un rival apropiado, jugaba contra sí mismo. Las iglesias le inspiraban respeto, pero en su interior sólo se encontraba a sí mismo.

Un sordo tableteo penetró en su oído cuando el helicóptero hizo rotar las hélices.

En ese justo momento el anciano cobró conciencia de cuál era la característica particular de Mirko.

Mirko caminaba de un lado a otro, gesticulaba con brazos y piernas, hablaba. Pero al hacerlo hacía un ruido mínimo. Una holografía haría más ruido que ese hombre.

Ningún sentido del humor, ningún ruido.

La cosa prometía.

1998. 26 DE NOVIEMBRE. PIAMONTE. ALBA

Signora Firidolfi, tiene usted un aspecto estupendo. Sus cuentas también tienen un aspecto estupendo. Me pregunto qué otra cosa nos queda por hacer a nosotros.

—Decir cosas bonitas —comentó Silvio Ricardo al tiempo que metía un montón de carpetas en una cartera de piel. En el cierre de color plata opaca estaba grabado el emblema de Neuronet AG, con un tamaño tan discreto que era necesario mirar dos veces para distinguirlo.

El
direttore
Ardenti alzó las manos y su risa dejó ver sus dientes manchados de amarillo a causa de la nicotina. Salvo por su evidente adicción al tabaco, su aspecto estaba exento de toda crítica. Traje oscuro y caro, una corbata Armani de nudo ancho, gafas con montura dorada. Los restos de su cabello, teñidos de un negro azulado, estaban peinados hacia atrás, y ésa era la única extravagancia que se permitía el director de la institución financiera más importante de la región piamontesa.

Other books

Invisible by Paul Auster
Spellbinder by Lisa J. Smith
Master by Raven McAllan
Pedagogía del oprimido by Paulo Freire
Soulstice by Simon Holt
Carousel by Brendan Ritchie
The Apothecary Rose by Candace Robb