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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

En Silencio (9 page)

—¿Por deseo de sus clientes?

—Así es.

—Entiendo. No tengo nada en contra, siempre y cuando usted haga su trabajo. —Los ojos de Jana se entornaron al tiempo que continuaba hablando con la misma serenidad—. Pero si veo el más mínimo síntoma de que todo esto lo supera, me reservo el derecho de, primero, echarle a la calle y, segundo, de suspender la operación. Ésas son mis condiciones, Mirko.
D'accordo
?

—Absolutamente.

—Estará usted subordinado a mi comando. Hará lo que yo le diga. Y, por favor, impresióneme.

Mirko inclinó la cabeza.

—Pienso que se puede hacer —dijo.

Después de que Mirko se hubiera marchado, Jana tomó una comida ligera en el lugar. Se sentó a una mesa que cojeaba, con un mantel a cuadros rojos y blancos, comió
panini
y algunas cosillas de elaboración casera, y mientras tanto disfrutó de la impresionante vista hacia la quebrada de Loreto, de ciento veinte metros de profundidad. Habló varias veces por el móvil con La Morra y San Remo y cumplió con las obligaciones de Laura Firidolfi, mientras Ricardo llevaba de vuelta a Turín al hombre llamado Mirko.

Por un lado, sentía cierta admiración. Mirko, por lo visto, poseía un conocimiento notable de todo ese ambiente. Al mismo tiempo, esa circunstancia la inquietaba. Aparte de un puñado de gente de confianza, nadie conocía la verdadera identidad de Laura Firidolfi. A su vez, ninguno de los clientes que había tenido hasta entonces había tenido jamás conocimiento alguno sobre la existencia burguesa de Jana. Ricardo era la conexión entre una serie de buzones de correo y varios intermediarios. Llegar hasta él a través de indagaciones era casi imposible, mucho más lo era identificar a Jana bajo el nombre de Laura Firidolfi o de Sonja Cosic.

Las condiciones de Mirko, por el contrario, no la habían sorprendido demasiado. Era habitual respetar el deseo de un colega de preservar su anonimato. En ese sentido, la escena terrorista se diferenciaba bastante de los ambientes criminales, pues prefiere la cooperación a las disputas. Eso era así por interés propio, no por un sentido de la honorabilidad. Los terroristas aprendían unos de otros. Apreciaban la colaboración siempre y cuando ésta no estuviera en dos bandos esencialmente opuestos, como en el caso de los bandos religiosos.

Había una excepción: la de los llamados
professionals
. El que trabajaba exclusivamente por dinero, dependía mucho más que otros del hecho de permanecer en el anonimato. Los terroristas por encargo no dejan cartas de reivindicación. No sentían el ansia del reconocimiento público. No tenían ningún mensaje para el mundo, sólo un número de cuenta bancaria. Jana consideraba que Mirko, a pesar de todas sus manifestaciones patrióticas, pertenecía al bando de los profesionales. Si bien sus clientes se encontraban, como él mismo había insinuado, en los centros del poder de Serbia, hacía mucho que él no compartía necesariamente sus motivos nacionalistas. Los valiosos servicios que les prestaba tenían que ver precisamente con su condición de neutral. Jana, por su parte, era un ejemplo ideal de ello.

Otra cosa era Slobodan Milosevic. Él no representaba el nacionalismo, se servía de él; era un ex comunista con la cabeza cuadrada y un olfato infalible para los cambios de viento. El hecho, precisamente, de haberse envuelto con esa bandera tan fácilmente, hacía que quedara convincente. Una correcta puesta en escena parece a menudo más verosímil que la propia verdad.

Era evidente, en efecto, que los hombres que estaban detrás de Mirko andaban en busca de patriotas, y también era obvio que Mirko conocía su historia —la de Jana—, cuando se había consagrado a ese espíritu patriota. Lo habían contratado para que encontrara a una persona como ella, alguien que fuera idealista y profesional a la vez. Si se veían las cosas bajo esa luz, no había para Jana, en realidad, ninguna alternativa.

Jana le hizo una señal al camarero para que se acercara y le pidió una
grappa
. Hasta que no tuvo delante el vaso con el líquido de color amarillento, el cerebro de Laura se mantuvo en
stand by
mientras su dueña contemplaba el paisaje. La capacidad para desconectar a voluntad estaba entre las cosas más agradables cuando se realizaban trabajos como el de Jana. Un pájaro trinaba en algún lugar por encima de su cabeza. De fondo se oía el sonido metálico del entrechocar de cubiertos, el camarero jefe vaciaba los cajones de un pequeño armario situado junto a la barra.

Tomó su
grappa,
primero a pequeños sorbos, y luego, siguiendo cierto estado de ánimo, se bebió el resto de golpe.

Comenzó a reflexionar de nuevo.

El servicio secreto yugoslavo estaba subordinado al gobierno de Belgrado. Una operación como la que Mirko le había solicitado había que atribuírsela a ellos. Jana nunca había tenido nada que ver con la gente del servicio secreto. Los paramilitares no formaban parte real de ese cuerpo, eran mercenarios y esbirros. Tampoco se había reunido jamás con el círculo más íntimo, el del ministro de Defensa, Pavle Bulatovic, por ejemplo, o el del despistado Vuk Draskovic, capaz de las más variopintas alianzas políticas. Mirko había dado por sentado que ella jamás había penetrado en los círculos más altos del poder, y era cierto. Efectivamente, jamás se impartió instrucción alguna a las milicias que pudiera rastrearse hasta los cuarteles gubernamentales. Sabía que Milosevic capitaneaba en secreto a Arkan y a sus hordas, y que no sólo aprobaba sus acciones, sino que en buena medida las iniciaba. No obstante, un universo parecía separar a ambos, un espacio infranqueable. Belgrado era lo suficientemente inteligente como para no mostrar sus puntos débiles.

Lo estúpido era que Mirko había calculado y provocado cada idea que Jana se atrevió a pensar en ese momento, y lo hizo muy bien. Él se había propuesto hacerla cavilar. Que alguien manipulara su manera de pensar era irritante para Jana, aunque también existía la posibilidad de que Mirko intentase ser más franco de lo que le estaba permitido en realidad.

Había mencionado Rusia.

Los rusos simpatizaban con Belgrado. Mirko había dejado caer su comentario sobre la posición rusa sin segundas intenciones. Había allí una gran cantidad de vejestorios que no se llamaban Boris Yeltsin y que mantenían el poder en sus manos. Los capitostes comunistas defendían toda suerte de intereses, pero estaban lejos de conformar una conspiración política internacional. Rusia había conseguido que el crimen fuera un acto presentable en sociedad. La zona gris entre la legalidad y la ilegalidad era el verdadero ámbito de poder de ese gigante, y ese poder se basaba en la economía global. De Rusia cabía esperar alguna amenaza de guerra si la OTAN hacía realidad sus amenazas contra Yugoslavia, pero, al final, esas duras palabras perderían su filo ante el blando algodón de los créditos financieros occidentales.

Por otra parte, no había duda de que algunos círculos rusos añoraban la llegada de guerras y conflictos.

«Cuando Mirko habla de los rusos, pretende insinuar que los rusos tienen las manos metidas en esto. Él debe de saber muy bien que eso sonó un poco trivial. ¿Por qué lo habrá dicho entonces?» ¿Por qué había hecho ese tipo de insinuaciones? ¿Acaso sus clientes tenían miedo de que Jana dijera que no?

Sacó unas gafas del bolsillo interior de su abrigo y se las puso. Poco a poco empezaba a hacer demasiado frío para seguir sentada en la terraza. Sin prisas, cruzó las puertas de cristal del restaurante y pagó. El camarero le deseó un buen día. Todo ocurría con la indiferencia habitual que impide que unas personas se acuerden más tarde de otras.

Posiblemente Mirko tuviera que cumplir una misión mucho más compleja de lo que ella pensaba. Ese hombre sabía que los sentimientos que Jana abrigaba por Serbia influirían en su decisión. Al mismo tiempo, era imposible que pusiera todas las cartas sobre la mesa. El compromiso de silencio que tenía con sus clientes le impedía darle a Jana el argumento más importante que necesitaba para aceptar la propuesta.

Pero se había arriesgado a mencionarlo. Por lo menos, no la había dejado del todo a oscuras en lo relativo a la principal figura que tiraba de los hilos. Y a continuación, cada uno de ellos había blandido su sable y asegurado al otro su inclemencia en caso de que alguno incumpliera las reglas del juego.

En fin, lo habitual.

Lentamente, Jana salió a la calle, marcó un número en su teléfono móvil y llamó a Microsoft.

1999. 15 DE JUNIO. COLONIA. AEROPUERTO

Wagner estaba leyendo una revista ilustrada.

—¿Qué lee usted? —quiso saber Kuhn.

¿Qué leía? En realidad, estaba contemplando las letras para evitar que Kuhn se animara a hablar. Pero no parecía servir de mucho.

El vuelo de O'Connor había aterrizado con un retraso de treinta minutos. Estaban sentados en el reservado de Lufthansa, bebiendo un café que había reposado demasiado.

Evidentemente, Kuhn se aburría.

—¿Sabía que en cierto momento O'Connor simpatizó con el Ejército de Liberación de Irlanda del Norte?

—No —«Un momento, Kika —pensó la mujer—, esto es realmente interesante.» Apartó la revista a un lado y le preguntó—: ¿Cuándo fue eso?

—Antes de alcanzar la gloria y la fama. Me lo contó cuando nos encontramos en Cork el año pasado. —Kuhn puso cara de importancia—. ¿No es increíble? Alguien capaz de detener la luz se revela como un idiota aficionado a las bombas.

—Lo ha expresado usted de un modo bastante extremo —se burló Wagner—. ¿No cree que está confundiendo las cosas?

Kuhn miró a Wagner como si la viera por primera vez.

—No pretendía decir que él mismo… ¡Dios mío, Kika! Sólo hizo algunos planteamientos cuando estudiaba en el Trinity College, cosas del corte de que Irlanda del Norte debía pertenecer a los irlandeses y los ingleses merecían una buena paliza. Hablar por hablar. Pero por eso estuvieron a punto de echarlo de la universidad. Su padre tomó algunas medidas. Eso fue todo. En algún momento de nuestras vidas, todos hemos simpatizado con alguna chorrada.

—Yo no.

—Usted es demasiado joven. —Kuhn se apoyó hacia atrás y consiguió deslizar su cuerpo en el cojín de un modo tan desafortunado que su camisa perdió el contacto con la pretina del pantalón. Dos dedos de su vientre velludo se hicieron visibles—. Sois por lo general una generación bastante pobre. Vuestros padres escuchan la misma música que vosotros, usan la misma ropa, y vosotros sólo podéis simpatizar con Benetton o con Kookai. Nosotros por lo menos teníamos a alguien a quien podíamos odiar de verdad.

—¡Pues estupendo! —dijo Wagner—. Por eso han acabado todos ustedes ejerciendo profesiones perfectamente burguesas. Prefiero a Kookai antes que toda esa imbecilidad sin principios de vuestros tan cacareados veteranos del sesenta y ocho.

—¡Bueno, bueno!

—¡En serio, todo eso suena estupendo! Lástima que no hayan hecho nada con ello. ¿O me equivoco?

Kuhn bebió un sorbo de su café. Parecía ofendido.

—En cualquier caso, para nosotros el sentido de la vida no consiste exclusivamente en salir a la calle vestidos con trajes de Chanel.

De repente, en la imaginación de Kika Wagner, Kuhn apareció como un fantasma vestido con un traje de Chanel.

—¿Prefiere que hablemos de moda? —le preguntó, y al ver que Kuhn no le respondía, se entregó de nuevo a su revista, un poco disgustada y a la vez un poco divertida por la inagotable reserva de generalizaciones que tenía Kuhn. En algún trastero de su sano juicio, sabía que aquel hombre no dejaba de tener cierta razón. Pero le molestaba darle la razón a Kuhn en algo. Por lo menos mientras él prefiriera seguir divulgando trivialidades.

«Algo que a mí me complace hacer también —pensó de repente la mujer, consciente de su culpa—. En realidad, pude haberme ahorrado el comentario sobre los veteranos del sesenta y ocho.»

La puerta del reservado se abrió sin hacer ruido y entró una mujer vistiendo el uniforme de Lufthansa. Era llamativamente atractiva, pero eso no tenía la menor importancia. Podía tratarse de miss Universo en persona. Cualquier interés en ella palidecía forzosamente a la vista de la figura que la seguía, con un vaso casi vacío en la mano, un portafolio metido debajo del brazo y una sonrisa en los labios curiosamente conspirativa.

En el momento en que Kika Wagner vio a Liam O'Connor, supo al instante que se trataba del hombre más atractivo que había visto en sus veintiocho años de vida.

Y eso no la hacía precisamente feliz.

Había visto fotos de O'Connor hasta la saciedad. Por consiguiente, no le sorprendió que fuera atractivo, sino el modo en que lo era. Ninguna foto era capaz de transmitir esa impresión, ninguna grabación de vídeo. Liam O'Connor entró en la habitación y cambió su composición molecular. De él parecían emanar unos campos de fuerza que tal vez fueran incapaces de deshacer los enlaces de los electrones como hacían los rayos fotónicos de sus experimentos; pero que estaban hechos para transformar las percepciones de los demás en conglomerados de partículas anímicas que daban tumbos sin orden alguno. Se decía que Marión Brando, cuando era joven, era capaz de hacer enmudecer de repente una fiesta en pleno apogeo con su mera presencia, y Liam O'Connor parecía poseer una magia similar. Sólo que ese catedrático irlandés era un palmo más alto que el actor.

La azafata miró a su alrededor y vio a Kuhn, que en ese momento se levantaba a toda prisa de su asiento. En ese mismo instante, O'Connor perdió su sonrisa, echó una ojeada primero a Kuhn y luego miró con recelo su vaso, como si el primero tuviera la culpa de que estuviera casi vacío. En realidad, tenía que haber reconocido a su editor, a fin de cuentas se reunía con él regularmente desde hacía varios años, y lo había visto cuarenta y ocho horas antes en Hamburgo. No obstante, puso de manifiesto un evidente desinterés. Arrojó el portafolio en el sillón más próximo, se pasó las manos por el pelo de color gris plateado, en un curioso contraste con sus rasgos juveniles, y comenzó a tararear cierta melodía.

—¡Liam!

Kuhn se acercó con paso rápido al físico e intentó estrechar su diestra, pero se cortó. O'Connor actuaba como si acabara de regresar a la amarga realidad proveniente de universos muy distantes; le clavó la vista a Kuhn y le puso el vaso en la mano.

—Llénamelo —dijo.

—Su cóctel de bienvenida debe de estar en el bar —le informó la azafata.

Ella no parecía haber sucumbido a la magia, comprobó Wagner mientras se acercaba. Más bien parecía divertida, como una madre cuyo hijo juega a ser adulto vistiendo pantalones cortos.

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