Desde Rusia con amor

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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

 

El siniestro y mortífero departamento de operaciones secretas soviético, SMERSH, tiende una trampa para capturar y matar a James Bond. El as de los espías británicos tiene una especial debilidad por las mujeres, y el anzuelo que le preparan será una bellísima agente. Pero SMERSH no cuenta con que la espía soviética se enamore de su víctima…

Ian Fleming

Desde Rusia con amor

James Bond: 007 /5

ePUB v1.1

000
01.05.12

Título original:
From Russia, with love

Ian Fleming, 1957.

Traducción: Diana Falcón

Ilustraciones: Jordi Ciuró

Diseño/retoque portada: Joan Batallé

Editor original: 000 (v1.0)

ePub base v2.0

Nota del Autor

No es que importe, pero gran parte of the background to this story es verídico.

SMERSH, una contracción de
Smiert Spionam
–Muerte a los Espías– existe y se mantiene todavía como el departamento más secreto del Gobierno Soviético. A comienzos de 1956, cuando escribí este libro, the strength of SMERSH at home and abroad was about 40,000 y el General Grubozaboyschikov era su jefe. Mi descripción física de su persona es correcta.

Hoy, el cuartel general de SMERSH está donde, en el Capítulo 4, lo he localizado: en el Nº 13 de la Calle Stretenka Ulitsa, Moscú. La Sala de Conferencias está fielmente descrita y los Jefes de la Inteligencia que se reúnen alrededor de su mesa son oficiales reales que frecuentemente son a esa sala para propósitos similares a los que he descrito who are frequently summoned.

I. F.

Marzo de 1956

Primera parte
EL PLAN
Capítulo 1
El país de las rosas

El hombre desnudo que yacía boca abajo, junto a la piscina, podría estar muerto.

Podría ser un ahogado acabado de rescatar de la piscina y tendido sobre la hierba para que se secara mientras llamaban a la policía o a sus familiares. Incluso los objetos del pequeño montón que había en la hierba, junto a su cabeza, podrían haber sido los efectos personales del hombre, cuidadosamente reunidos a plena vista de modo que nadie pensara que sus rescatadores habían robado algo.

Si se juzgaba por el brillante montón, aquél era, o había sido, un hombre rico. En él se encontraban los típicos distintivos de los miembros de la clase adinerada: un clip hecho con una moneda de cincuenta dólares mexicanos, que sujetaba un sustancial fajo de billetes de banco; un encendedor Dunhill de oro, muy usado; una pitillera de oro ovalada con los bordes ondulados y el discreto botón de turquesa que distingue a la marca Fabergé, y el tipo de novela que un rico saca de la biblioteca para llevársela al jardín:
The Little Nugget
, una vieja obra de P. G. Wodehouse.

También había un abultado reloj de oro con una muy usada correa de piel de cocodrilo. Se trataba de un modelo de Girard-Perregaux, diseñado para la gente a quien le gustan los artilugios complejos, y tenía un segundero y dos pequeñas ventanas en la esfera donde se leían la fecha, el mes y la fase de la Juna. La historia que ahora contaba era: 2.30 horas del 10 de junio, con la luna en tres cuartos de su plenitud.

Una libélula azul y verde salió disparada desde los rosales del fondo del jardín y quedó suspendida en el aire a pocos centímetros de la columna vertebral del hombre. Se había visto atraída por el destello del sol de junio sobre la línea de fino vello rubio que le crecía sobre el coxis. Un soplo de brisa llegó desde el mar. El diminuto campo de vello se inclinó con suavidad.

La libélula se lanzó nerviosamente a un lado y se detuvo suspendida sobre el hombro izquierdo del hombre, observándolo. La hierba nueva en la que se posaba la boca abierta del hombre se estremeció. Una gran gota de sudor descendió por un flanco de la carnosa nariz y cayó, destellante, sobre la hierba. Con eso bastó. La libélula salió disparada por entre las rosas y pasó por encima de los cristales rotos que había sobre el muro alto del jardín. Puede que fuese bueno para comer, pero se movía.

El jardín donde yacía el hombre consistía en alrededor de cuatro mil metros cuadrados de césped bien cuidado al que rodeaban, por tres lados, apretadas hileras de rosales de los que llegaba el regular zumbido de las abejas. Como fondo de este sonido adormecedor, el mar resonaba con suavidad al pie del acantilado que remataba el jardín.

Desde el jardín no se veía el mar; no se veía nada más que el cielo y las nubes por encima del muro de tres metros y medio. De hecho, sólo podía verse el exterior de la propiedad desde los dos dormitorios de la planta superior de la villa que conformaba el cuarto lado de este muy privado recinto. Desde esas habitaciones uno podía ver ante sí una gran extensión de agua azul y, a ambos lados, las ventanas de las plantas superiores de otras villas y las copas de los árboles de sus respectivos jardines, de tipo perenne mediterráneo, como los robles, los pinos piñoneros, las casuarinas y alguna palmera.

La villa era moderna, un bloque bajo y alargado sin adorno ninguno. En la pared que daba al jardín, pintada de rosa, se abrían cuatro ventanas con marco de hierro, y una puerta central de cristales que conducía a un pequeño cuadrado de baldosas verdes esmaltadas, las cuales se fundían con el césped. La fachada de la casa, que se alzaba a pocos metros de una polvorienta carretera, era casi idéntica. Pero en ella las cuatro ventanas estaban protegidas por rejas, y la puerta principal era de roble.

La villa tenía dos dormitorios de dimensiones medianas en el piso superior y, en la planta baja, una sala de estar y una cocina, parte de la cual había sido usada, levantando una pared, para instalar un retrete. No tenía cuarto de baño.

El lujoso silencio soñoliento de la tarde fue roto por el sonido de un vehículo que bajaba por la carretera. Se detuvo ante la villa. Se produjo el suave choque metálico de una puerta de coche al cerrarse, y éste se alejó. El timbre de la puerta sonó dos veces. El hombre desnudo que yacía junto a la piscina no se movió, pero, al oír el timbre y el vehículo que se alejaba, sus ojos se habían abierto de par en par por un instante. Fue como si los ojos se hubieran enderezado al igual que las orejas de un animal. El hombre recordó de inmediato dónde se encontraba, el día de la semana y la hora de ese día. Los sonidos fueron identificados. Los párpados, con su franja de pestañas cortas color arena, volvieron a caer soñolientos sobre los ojos azul muy pálido, ojos opacos que miraban hacia el interior del hombre. Los pequeños labios crueles se abrieron en un enorme bostezo capaz de desencajar las mandíbulas, lo cual provocó secreción de saliva. El hombre escupió en la hierba y aguardó.

Una mujer joven que llevaba un bolso de malla e iba ataviada con una camisa blanca de algodón y una falda azul corta carente de atractivo, salió por la puerta de cristal y avanzó con largas zancadas hombrunas por las baldosas verdes y el trozo de césped que la separaba del hombre desnudo. A pocos metros de él, dejó caer el bolso de malla sobre la hierba, se sentó y se quitó los zapatos, baratos y polvorientos. A continuación se puso de pie, se desabotonó la camisa, se la quitó y la colocó pulcramente doblada junto al bolso.

La muchacha no llevaba nada bajo la camisa. Tenía la piel agradablemente bronceada por el sol, y sus hombros y delicados pechos resplandecían de salud. Cuando se inclinó para desprender los botones laterales de la falda, quedaron a la vista pequeñas matas de vello castaño claro en sus axilas. La impresión de saludable animalillo campesino se vio realzada por las carnosas caderas bajo un biquini de punto azul desteñido, y por los muslos y piernas gruesos y cortos que aparecieron cuando acabó de desvestirse.

La joven dejó la falda bien doblada junto a la camisa, abrió el bolso de malla, sacó una vieja botella de gasosa que contenía un espeso líquido incoloro, se acercó al hombre y se arrodilló en la hierba a su lado. Vertió entre sus omóplatos un poco de líquido, un aceite de oliva ligero, perfumado con rosas, como todo en ese rincón del mundo, y, tras flexionar los dedos como un pianista, comenzó a masajearle los músculos esterno-mastoideos y trapecios de la parte posterior del cuello.

Este trabajo resultaba duro. El hombre era enormemente fuerte y los abultados músculos de la base del cuello apenas cedían bajo los pulgares de la muchacha, ni siquiera cuando el peso de sus hombros era descargado sobre dichos dedos. Al finalizar con el masaje estaría empapada en sudor y tan por completo exhausta, que se lanzaría a la piscina para luego tenderse a la sombra y dormir hasta que el coche acudiera a recogerla. Pero no era eso lo que la inquietaba mientras sus manos trabajaban de modo automático en la espalda del hombre, sino el horror instintivo que experimentaba ante el cuerpo más perfecto que jamás hubiese visto.

Nada de este horror se manifestaba en el rostro inexpresivo e impasible de la masajista, y los negros ojos rasgados y oblicuos bajo el flequillo de negro cabello corto, grueso, estaban tan vacíos como charcos de aceite; no obstante, en su interior el animal gimoteaba y se encogía, y la muchacha, si se le hubiese ocurrido tomarse el pulso, habría descubierto que lo tenía acelerado.

Una vez más, como había sucedido con tanta frecuencia durante los últimos dos años, se preguntó por qué aborrecía aquel cuerpo espléndido, y una vez más intentó vagamente analizar su revulsión. Quizá esta vez se libraría de unos sentimientos que, con culpabilidad, percibía como mucho menos profesionales que el deseo sexual que algunos de sus pacientes despertaban en ella.

Comenzó por los pequeños detalles: el cabello del hombre. Posó los ojos sobre la redonda cabeza algo pequeña que remataba el cuello vigoroso. Estaba cubierta por apretados rizos dorado rojizos que deberían haberle traído el agradable recuerdo de los cabellos de formas bien definidas que había visto en las fotografías de estatuas clásicas. Pero los rizos estaban, de alguna forma, demasiado apretados, demasiado juntos entre sí y demasiado pegados al cuero cabelludo. Le hacían rechinar los dientes, como cuando pasaba las uñas por el pelillo de una alfombra. Y los rizos dorados descendían hasta muy abajo del cuello; casi (pensó en términos profesionales) hasta la quinta vértebra cervical. Y allí se detenían de modo abrupto en una línea recta de tiesos pelos rubios.

La muchacha se detuvo para descansar las manos y se sentó sobre las piernas. La hermosa parte superior de su cuerpo ya brillaba de sudor. Se pasó el reverso del antebrazo por la frente para enjugársela y cogió la botella de aceite. Vertió aproximadamente una cucharada en la velluda meseta que se alzaba en la base de la columna del hombre, flexionó los dedos y volvió a inclinarse.

Este embrión de cola dorada que descendía por la hendidura entre las nalgas… en un amante habría sido placentero, excitante, pero en este hombre resultaba, de alguna manera, bestial. No, propio de un reptil. Pero las serpientes no tenían pelo. Bueno, eso no podía evitarlo. A ella le recordaba a un reptil. Desplazó las manos hasta los dos montes formados por los glúteos mayores.

Éste era el momento en que muchos de sus pacientes, en particular los jóvenes del equipo de fútbol, se ponían a bromear con ella. A continuación, si no iba con cuidado, llegaban las propuestas. A veces ella podía silenciar estas últimas presionando con fuerza sobre el nervio ciático. En otras ocasiones, y en especial si el hombre le resultaba atractivo, se producían discusiones entre risillas sofocadas, un breve forcejeo y una rápida, deliciosa rendición.

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