Desde Rusia con amor (2 page)

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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Con este hombre era diferente, casi extraordinariamente distinto. Desde el principio mismo se había comportado como un montón de carne inanimada. En dos años jamás le había dirigido la palabra. Una vez acabada la espalda y llegado el momento de que se diera la vuelta, ni los ojos ni el cuerpo del hombre habían jamás manifestado ni una sola vez el más mínimo interés en ella.

Cuando le daba unos golpecitos en el hombro, él se limitaba a rodar sobre sí y contemplar el cielo a través de los párpados semiabiertos, y ocasionalmente dejaba escapar uno de sus largos bostezos estremecedores que constituían el único indicio de que tenía alguna reacción humana.

La muchacha cambió de posición y fue masajeando lentamente la pierna derecha, desde lo alto hacia el tendón de Aquiles. Cuando llegó a él, volvió los ojos hacia el bello cuerpo. ¿Su revulsión era sólo física? ¿Sería el color rojizo de las quemaduras del sol sobre la piel naturalmente blanca como la leche, ese aspecto como de carne asada? ¿Se trataba de la textura de la piel misma, los poros profundos y muy espaciados sobre la superficie de satén? ¿Las abundantes pecas anaranjadas que le cubrían los hombros? ¿O se debía todo a la asexualidad del hombre? ¿La indiferencia de aquellos espléndidos músculos de un relieve insolente? ¿O era más bien algo de naturaleza espiritual, un instinto animal que le decía que dentro de ese cuerpo maravilloso había una persona malvada?

La masajista se puso de pie, giró con lentitud la cabeza de un lado a otro y flexionó los hombros. Extendió los brazos a ambos lados y luego los alzó, dejándolos en alto durante un momento para aliviarlos de la congestión sanguínea. Avanzó hasta su bolso de red y sacó una toalla de mano con la que se enjugó el sudor del rostro y el cuerpo.

Cuando se volvió hacia el hombre, éste ya había rodado sobre sí y yacía con la cabeza apoyada sobre una mano abierta, contemplando el cielo con rostro inexpresivo. El brazo libre yacía extendido sobre la hierba, esperándola. Ella se arrodilló junto a la cabeza del hombre.

Extendió un poco de aceite por sus manos, cogió la mano laxa semiabierta y comenzó a masajear los cortos dedos gruesos.

La joven miró nerviosamente de soslayo el rostro moreno rojizo coronado por apretados rizos rubios. A primera vista no estaba mal: era apuesto en cierto sentido, como un carnicero muy joven, con las mejillas llenas y rosadas, la nariz respingona y el mentón redondo. No obstante, mirado de cerca, había algo cruel en la boca fruncida de labios finos, una calidad porcina en las amplias fosas nasales, y la ausencia de expresión que empañaba los ojos azul muy pálido se derramaba por todo el rostro y le confería el aspecto de un ahogado, de un cadáver. Era como si, reflexionó la muchacha, alguien hubiese cogido una muñeca de porcelana y le hubiese pintado un rostro que infundiera miedo.

La masajista fue ascendiendo por el brazo hasta el enorme bíceps. ¿De dónde había sacado el hombre estos fantásticos músculos? ¿Sería boxeador? ¿Qué hacía con su cuerpo formidable? Los rumores decían que esa villa era de la policía. Los dos sirvientes masculinos eran, obviamente, algún tipo de guardias, a pesar de que se ocupaban de la cocina y la limpieza de la casa. De forma regular, cada mes el hombre se marchaba durante algunos días, y a ella le decían que no acudiera a la casa. Y de vez en cuando le decían que no fuese a la casa durante una semana, o dos, o en todo el mes. En una ocasión, tras una de estas ausencias, el cuello del hombre y la parte superior de su cuerpo se habían convertido en una masa de magulladuras. En otra, el extremo enrojecido de una herida a medio cicatrizar asomaba por debajo de treinta centímetros de escayola que le cubría las costillas a la altura del corazón. Nunca se había atrevido a preguntar por él en el hospital ni en la ciudad. Cuando la enviaron a la casa por primera vez, uno de los sirvientes le había dicho que si hablaba de lo que allí viera, iría a parar a la prisión. Cuando volvió al hospital, el jefe de personal, que nunca antes había reparado en su existencia, la hizo llamar y le dijo lo mismo. Iría a parar a la cárcel. Los dedos fuertes de la muchacha se hundían nerviosamente en el gran músculo deltoides a la altura del hombro. Siempre había sabido que se trataba de un asunto de seguridad de Estado.

Tal vez era eso lo que le repugnaba de aquel cuerpo espléndido. Quizá era sólo el miedo que le inspiraba la organización que tenía ese cuerpo bajo su custodia. Cerró los ojos con fuerza ante el pensamiento de quién podría ser él, de qué podría ordenar que le hicieran a ella. Volvió a abrirlos con rapidez. Él podría haberlo advertido. Pero los ojos del hombre contemplaban, inexpresivos, el cielo. La muchacha cogió el aceite para masajearle la cara.

Los pulgares acababan de presionar apenas las cuencas de los ojos cerrados del hombre, cuando el teléfono comenzó a sonar en el interior de la casa. El sonido llegó con impaciente insistencia hasta el jardín. De inmediato el hombre estuvo sobre una rodilla, como un corredor que espera el disparo de salida. Pero no se movió. El teléfono dejó de sonar. Se oyó el murmullo de una voz. La joven no podía oír lo que estaba diciendo, pero sonaba obediente, como tomando nota de unas instrucciones que se le transmitían. La voz calló y uno de los sirvientes apareció por un breve instante en la puerta, hizo un gesto en dirección al hombre desnudo y se perdió en el interior de la casa. A mitad del gesto, el hombre ya había echado a correr. Ella observó la bronceada espalda que desaparecía como un rayo por la puerta. Sería mejor no permitir que la encontrase allí cuando volviera a salir… sin hacer nada, tal vez escuchando. Se puso de pie, avanzó dos pasos hasta el borde de cemento de la piscina y se zambulló grácilmente.

Aunque haber conocido el nombre del hombre cuyo cuerpo masajeaba podría haber explicado sus sentimientos instintivos, para la paz mental de la muchacha era mejor que no lo supiera.

Su verdadero nombre era Donovan Grant, o Grant «el Rojo». Sin embargo, durante los últimos diez años, había sido Krassno Granitski, con el nombre clave de «Granit».

Era el jefe ejecutor de SMERSH, el aparato asesino del MGB
[1]
, y en este momento estaba recibiendo instrucciones por la línea directa del MGB, en Moscú.

Capítulo 2
El matarife

Grant colgó con suavidad el teléfono y se sentó, mirándolo.

El guardia de cabeza redonda que se hallaba de pie junto a él dijo:

—Será mejor que empieces a moverte.

—¿Te han dado alguna pista sobre el trabajo? —Grant hablaba el ruso a la perfección, aunque con un marcado acento. Podría haber pasado por nativo de cualquiera de las provincias bálticas.

Su voz era aguda e inexpresiva, como si estuviera recitando un texto de un libro aburrido.

—No. Sólo me dijeron que te necesitan en Moscú. El avión está de camino. Llegará aquí dentro de una hora. Media hora para repostar, y después de tres o cuatro horas, dependiendo del tiempo que haga, aterrizaréis en Jarkov. Llegarás a Moscú hacia medianoche. Será mejor que hagas el equipaje. Yo pediré el coche.

Grant se puso de pie con nerviosismo.

—Sí. Tienes razón. Pero, ¿no te dijeron siquiera si se trataba de una operación? Me gusta saber las cosas. Hablábamos por una línea segura. Podrían haberte dado alguna pista. Por lo general lo hacen.

—Esta vez no lo han hecho.

Grant salió con lentitud por la puerta acristalada hasta el césped. Si reparó en la muchacha que estaba sentada en el borde más alejado de la piscina, no dio señales de que así fuera. Se inclinó para recoger el libro y los dorados trofeos de su profesión, volvió a entrar en la casa y subió los pocos escalones que lo conducirían a su dormitorio.

Se trataba de una habitación desnuda y amueblada tan sólo con un somier de hierro del que las sábanas arrugadas pendían por un lado hasta el piso, una silla de mimbre, un armario sin pintar y una mesita alta con una jofaina de hojalata. El piso estaba sembrado de revistas inglesas y estadounidenses. Apilados contra la pared, debajo de la ventana, había libros en rústica de llamativas cubiertas y novelas de misterio en tapa dura.

Grant sacó una vapuleada maleta italiana de fibra de debajo de la cama. Metió dentro una selección de prendas respetables y bien lavadas que sacó del armario. A continuación se lavó apresuradamente el cuerpo con agua fría y el inevitable jabón que olía a rosas, y se secó con una de las sábanas de la cama.

Se oyó el ruido de un coche en el exterior. Grant se vistió de prisa con ropas tan sencillas y corrientes como las que había metido en la maleta, se puso el reloj de pulsera, metió sus otras pertenencias en los bolsillos, recogió la maleta y bajó las escaleras.

La puerta delantera estaba abierta. Podía ver a sus dos guardias hablando con el conductor del abollado sedán ZIS.

«Condenados estúpidos —pensó. Aún pensaba en inglés durante la mayor parte del tiempo—. Probablemente están diciéndole que se asegure de que suba al avión. Probablemente no pueden ni imaginarse que un extranjero quiera vivir en su condenado país.» Los fríos ojos manifestaban desprecio cuando Grant dejó la maleta en el escalón de entrada para rebuscar entre el grupo de abrigos que colgaban de ganchos en la puerta de la cocina. Encontró su «uniforme», el abrigo gris amarillento y la gorra de tela negra de la oficialidad soviética, se los puso, recogió su maleta, salió de la casa y se instaló en el asiento junto al conductor vestido de paisano, dándole un brutal golpe de hombro a uno de los guardias al pasar.

Los dos hombres retrocedieron sin decir nada, pero lo miraron con ojos duros. El conductor quitó el pie del pedal de embrague y el coche, que ya tenía una marcha puesta, aceleró con presteza por la carretera polvorienta.

La villa se encontraba situada en la costa sudoriental de Crimea, más o menos a medio camino entre Feodosija y Yalta. Era una de las muchas
dachas
de vacaciones para oficiales que había a lo largo de la costa montañosa preferida por todos, y que forma parte de la Riviera rusa.

Grant
el Rojo
sabía que era un inmenso privilegio que lo alojaran allí en lugar de en alguna triste villa de la periferia de Moscú. Mientras el coche ascendía adentrándose en las montañas, pensó que sin duda lo trataban tan bien como sabían, aunque esta preocupación por su bienestar tuviera dos caras.

Realizaron el viaje de sesenta y cinco kilómetros hasta el aeropuerto de Simferopol en una hora.

No había otros coches en la carretera, y los ocasionales carros de caballos de los viñedos se apartaban hasta la cuneta al oír su bocina. Como en todas las zonas de Rusia, un coche significaba un oficial, y un oficial sólo podía significar peligro.

Había rosas por todo el camino, campos de ellas alternados con viñedos, setos conformados de rosales a lo largo de la carretera y, en la entrada al aeropuerto, un vasto macizo circular de las variedades roja y blanca para formar una estrella roja sobre fondo blanco. Grant estaba asqueado de aquellas flores y deseoso de llegar a Moscú y huir de su dulce hedor.

Pasaron de largo ante la entrada del aeropuerto civil y siguieron un muro alto durante aproximadamente un kilómetro y medio, hasta la zona militar del aeródromo. Ante una alta puerta de reja, el conductor enseñó su pase a dos centinelas armados con fusiles, para luego continuar hasta el asfalto de la pista. Varios aviones se encontraban posados sobre ella, como también transportes militares de camuflaje, pequeños bimotores de entrenamiento y dos helicópteros de la marina. El conductor se detuvo para preguntarle a un hombre ataviado con mono de trabajo dónde se encontraba el avión de Grant. De inmediato se oyó un chasquido metálico procedente de la torre de control, y una voz les gritó por los altavoces:

—A la izquierda. Más adelante…, a la izquierda. Número V-BO.

El conductor ya atravesaba obedientemente la pista cuando la voz de hierro volvió a ladrarle:

—¡Alto!

Clavó los frenos, y se oyó un alarido ensordecedor por encima de sus cabezas. Ambos hombres se agacharon de modo instintivo mientras una escuadrilla de cuatro MiG 17 aparecía desde el sol que estaba poniéndose y pasaba en vuelo rasante sobre ellos, con los frenos aerodinámicos completamente bajos para el aterrizaje. Los aviones tocaron la pista de aterrizaje uno tras otro, desprendiendo nubes de humo azul de las ruedas de proa y, con los reactores aullando, continuaron la rodadura hasta la lejana línea que marcaba el límite, para luego regresar hacia la torre de control y los hangares.

—¡Continúen!

Pocos metros más adelante llegaron hasta un avión que lucía las letras de identificación V-BO. Se trataba de un bimotor Ilyushin 12. Una pequeña escalerilla de aluminio colgaba de la puerta de la cabina, y el coche se detuvo junto a ella. En la puerta apareció uno de los tripulantes. Descendió la escalerilla y examinó con atención el pase del conductor, así como los documentos de identidad de Grant, para luego despedir al primero con un gesto, y con otro indicarle a Grant que lo siguiera hasta el interior del aparato. No se ofreció a ayudarlo con la maleta, pero Grant subió con ella como si no pesara más que un libro. El tripulante ascendió tras él, cerró la gran escotilla con fuerza y avanzó hasta la carlinga.

Allí había veinte asientos vacíos entre los cuales escoger sentarse. Grant se acomodó en el más cercano a la escotilla y se ajustó el cinturón de seguridad. A través de la puerta abierta de la cabina le llegó un corto murmullo de conversación con la torre de control, los dos motores gimieron y tosieron al encenderse, y el aparato giró tan rápidamente como si fuera un coche, rodó hasta el inicio de la pista de despegue norte-sur y, sin más preliminares, salió disparado por ella y se elevó.

Grant se desabrochó el cinturón de seguridad, luego encendió un cigarrillo Troika de filtro dorado y se repantigó para reflexionar cómodamente sobre su pasada carrera y el futuro inmediato.

Donovan Grant era el resultado de la unión de medianoche entre un alemán profesional de la halterofilia y una camarera de Irlanda del Sur. La unión duró un cuarto de hora sobre la hierba húmeda del exterior de un circo instalado en las afueras de Belfast. Después, el padre le dio a la madre media corona y la madre se marchó contenta a dormir en su cama, en la cocina de un café cercano a la estación de ferrocarriles. Cuando supo que esperaba un bebé, se trasladó a vivir con una tía en la aldea de Aughmacloy, que se encuentra a caballo en la frontera; allí, seis meses más tarde, murió de fiebre puerperal poco después de dar a luz a un niño de cinco kilos y medio. Antes de morir, dijo que el niño debía llamarse Donovan (el levantador de pesas se daba a sí mismo el nombre de «El Poderoso O'Donovan») y llevar el apellido Grant, que era el de ella.

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