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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

En Silencio (7 page)

—¿Y qué referencias tenía ese… Habasch?

Mirko sonrió.

—Munich, 1972. Las Olimpiadas. Mataron a once atletas israelíes, ¿lo recuerda? Justamente en Alemania. Hubo un baño de sangre, también murieron algunos palestinos, y los otros fueron arrestados. Si se toma al pie de la letra la norma de Habasch, la acción fue un fracaso similar al del fallido intento de liberación realizado por la policía alemana. Pero, a cambio, el mundo percibió por primera vez que existía un conflicto palestino—israelí. Visto de ese modo, fue un éxito. Siempre es una cuestión de cómo defina usted el éxito. —Mirko hizo una pausa—. El punto esencial es que el Frente Popular no hubiese conseguido nada volando por los aires una oficina de las líneas aéreas israelíes. Se trataba explícitamente de quitarle a los israelíes a su gente más importante. Y como no podían llegar a los políticos, se concentraron en los deportistas y los artistas. El anciano se mordisqueaba el labio inferior.

—Entonces, ¿usted opina que no hay realmente una garantía?

—No para lo que usted se propone. Pero sí está garantizado el efecto del golpe. Yo no puedo ayudarle a salir de ese dilema. Usted quiere una puesta en escena. Bien. Si usted compra una entrada para ver a Pavarottí y esa noche el cantante tiene gripe, el fracaso es tan fulminante como hubiese podido serlo el éxito. Carlos abandonó un negocio de millones porque ese día había niebla y no podía ver a su víctima. Esas cosas pasan. El IRA fue la primera organización en usar una bomba dirigida por un chip para volar por los aires a Maggie Thatcher. Habían colocado el artefacto varias semanas antes. Y fue una estúpida casualidad la que provocó que no funcionara. O vea el ejemplo de Gaddafi. Hace dos años, estaba enfurecido por los bombardeos de los americanos a Trípoli y Bengasi, y por tal razón les pidió ayuda a Carlos y al Ejército Rojo Japonés. Gente de primera. Y ellos pusieron una bomba en una base aérea estadounidense, delante de los clubes de oficiales. La guinda debía de ser un golpe en el centro de Manhattan, con centenares de muertos. Desgraciadamente, el hombre que debía colocar los explosivos cayó en un control rutinario de tráfico y todo se descubrió. Sí. Objetivos elevados, riesgos elevados. El anciano no dijo nada. Finalmente, Mirko le preguntó:

—¿Y bien? ¿Qué debo decirle a Jana? ¿Quiere meditarlo todo una vez más?

—¡No! Esa mujer tiene que pensar en algo. —El anciano unió las yemas de sus dedos—. El precio parece más alto de lo que es. No asumiré los costes yo solo. En cuanto esté cerrado el acuerdo, le pondré al tanto de todos los detalles. —Volvió a adoptar la sonrisa de tiburón—. Usted no debe morir siendo un ignorante, Mirko. Pronto se le revelarán ciertos detalles muy valiosos. Quédese tranquilo.

—Lo estaré si tengo razón —dijo Mirko, que poco a poco empezaba a hallarle gusto a ese juego del gato y el ratón practicado por su interlocutor—. Yo diría que debemos añadir el odio y el patriotismo, y multiplicarlo por los intereses económicos de sus importantes apoyos financieros. Usted paga el odio, y el patriotismo lo pagan sus aliados políticos. El resto vendrá de las cuentas negras de ciertas empresas. ¿Estoy en lo cierto?

—Bienvenido al Caballo de Troya —dijo el anciano y aplaudió.

Mirko inclinó ligeramente la cabeza.

«El bufón de la corte hace una reverencia y hace sonar los cascabeles», pensó. De ese modo, en caso de duda, se sobrevive al rey.

1999. 15 DE JUNIO. COLONIA. AEROPUERTO

Lo primero que vio el profesor Liam O'Connor mientras desfilaba, recto como una vela, junto a una azafata, fue un tubo parecido a los cuadros de Escher. Los restos de su buen juicio le decían que en realidad ese tubo sólo conducía desde el 727 recién aterrizado hasta el interior de la terminal aérea. Veinte metros más allá, en el sitio donde veía desaparecer a los pasajeros que habían bajado antes que él, no acechaba, si se lo observaba detalladamente, ningún agujero de gusano cósmico que fuese a sacarlo del tiempo y del espacio y lanzarlo a otra galaxia, sino simple y llanamente una curva. El profesor intentó recordar cómo se calculaban las curvas cuando todo su aparato motor amenazó con perder el equilibrio. Sometió la estructura situada ante sus ojos a un conciso análisis matemático y llegó a la conclusión de que en el avión se estaba más seguro. Entonces se dio la vuelta para entrar otra vez en él.

—¿Doctor O'Connor?

Era el rostro sonriente de una segunda azafata que hacía como si no la golpeara el olor del whisky de doce años que despedía el hombre. O'Connor clavó los ojos en ella, cobró conciencia de ello y la miró aún más fijamente.

—¿Ha olvidado usted algo?

Una buena pregunta. ¿Había olvidado algo? ¿Habían aterrizado siquiera?

Se dio la vuelta una vez más y se vio otra vez enfrentado al tubo, que parecía haber ganado en longitud y mostraba claros síntomas de recalentamiento. No podía explicarse de otro modo que aquel flujo de personas que pasaba apretujándose a su lado con gestos corteses o rabiosos, fuera tragado a tal velocidad por aquel ominoso recodo. Por lo que parecía, el sistema estaba pasando a un estado energético más elevado. Había aterrizado en un acelerador de partículas. Si esperaba un rato más, sería acelerado hasta alcanzar la velocidad de la luz y su masa se haría infinita.

Que no. No era posible. En cualquier caso no podía ocurrir de ese modo.

—No puedo entrar ahí —dijo Liam O'Connor.

Las azafatas se lanzaron miradas de desamparo y sonrieron de un modo sincronizado. O'Connor reflexionó. ¡Si se conseguía sincronizar las sonrisas de todas las azafatas del mundo y acoplarlas en un resonador, se obtendría una producción de amabilidad de una intensidad inimaginable! Le estarían preguntando a uno constantemente si quería tomar algo.

—Quisiéramos darle nuestra más cordial bienvenida al aeropuerto de Colonia—Bonn, doctor O'Connor —dijo una voz que en modo alguno se podía atribuir a ninguna de las dos azafatas.

Una vez más, el cuerpo de O'Connor cambió de posición. Su capacidad de percepción iba ralentizada y producía curiosas imágenes en su retina; también el volumen de las azafatas parecía haberse vuelto infinito. Entonces volvió a ver las cosas claras. Un hombre con galones y oro en la gorra lo miraba con ojos radiantes. O'Connor sospechó que debía de tratarse del piloto, pero eso podía demostrarse, por supuesto, tras realizar algunos minuciosos análisis.

—Si es usted tan amable de dejarse guiar por la señora Schiffer —dijo aquel piloto no comprobado matemáticamente—, ella le llevará hasta el reservado de Lufthansa, donde le espera un comité de recepción y un cóctel de bienvenida.

¿Se equivocaba, o el piloto le había sonreído con una estúpida sonrisa irónica al decir la palabra «cóctel de bienvenida»? No había ningún motivo para hacer chistes sobre el alcohol. No cuando existía el peligro inmediato de ser arrastrado por fuerzas electromagnéticas en un corredor de apariencia inofensiva.

Pero nada de eso sirvió. O'Connor carraspeó.

—Adoptaré otra longitud de onda —dijo no sin cierta dignidad; entonces se dio la vuelta lentamente y entró en el pasillo con un gesto de desprecio por la muerte. Había una ligera inclinación hacia abajo, y tal y como había previsto, su paso se hizo un poco más rápido. La parte superior y la inferior amagaban con intercambiar la posición, pero al final lo dejaron todo en una ligera curvatura. Por lo demás, no sucedió nada sospechoso.

—¡Doctor O'Connor!

¿Y ahora qué pasaba?

—¿Sería usted tan amable…? ¿Podríamos quedarnos con el vaso, por favor?

Se sorprendió. Sólo en ese momento se dio cuenta de que su mano derecha mantenía algo agarrado. Su memoria de largo plazo identificaba el contenido como whisky escocés. Su memoria a corto plazo también entró en acción e intentó precisar desde cuándo deambulaba con el vaso en la mano, pero al no conseguir ningún resultado se retiró de nuevo.

O'Connor reflexionó un momento.

—No —dijo.

Podía escucharlos cuchicheando a sus espaldas. Algo así como: «Dios santo, no se puede ir con el vaso, eso no es posible»; «¿Qué dices? ¡Déjale el maldito vaso si le gusta!»; «Pero ¿y las disposiciones de seguridad?», etcétera, etcétera.

Ah, sí. Las disposiciones de seguridad. O'Connor se dio la vuelta una vez más. Nunca antes en toda su vida se había dado tantas veces la vuelta como en ese lugar.

La sonrisa de la azafata era de una cordialidad imperturbable. Una de las dos entró en el tubo y le puso un portafolio en la mano libre.

—Lo había olvidado —le dijo con amabilidad—. Yo lo llevaré hasta el reservado, doctor O'Connor. Puede quedarse con el vaso.

—Bienvenido al aeropuerto de Colonia—Bonn —repitió el piloto, haciendo un saludo con la mano—. Será un placer tenerle a bordo de nuevo.

La segunda azafata no decía nada y seguía sonriendo, pero su mirada iba por otros derroteros. Esa mirada decía: «Bienvenido, doctor O'Connor. Nos alegraría mucho que pise usted allí fuera un montón de mierda de perro y se rompa los dientes.»

¿Acaso él había hecho alguna cosa?

—¿He hecho yo algo? —le preguntó a la azafata que, teóricamente, tenía que ser la señora Schiffer, porque caminaba delante y él la seguía. ¿Desde cuándo estaban haciendo eso? ¿Cuánto tiempo llevaban caminando por aquel tubo? ¿Segundos? ¿Horas?

La mujer negó con la cabeza y lo miró con sus ojos verdes mientras se acercaban inexorablemente a la curva.

—Usted no ha hecho absolutamente nada, doctor O'Connor.

—No me mienta —le dijo con firmeza—. Aquella mujer tiene una opinión muy diferente.

—Bueno. —La señora Schiffer enseñó los dientes—. ¿Usted es físico, no es así?

—Lo soy. ¿Por qué?

La azafata se encogió de hombros.

—En ese caso, seguramente, sus fines al pellizcarle el culo a la señora Klum eran puramente científicos.

Llegaron a la curva. Mientras O'Connor reflexionaba cuál era la respuesta apropiada a eso, su cuerpo describió un impecable giro de noventa grados y siguió a la señora Schiffer en dirección al control de pasaportes.

—¿Sabe usted lo que es un acelerador de partículas? —gritó feliz.

Ella lo miró y enarcó las cejas.

—Sí. Me imagino que es algo muy parecido a usted.

1999. 4 DE DICIEMBRE. LIGURIA. TRIORA

—En efecto, eso podría convertirse en algo parecido a un ejemplo matemático —dijo Jana—. He reflexionado a menudo sobre la posibilidad de expresar nuestro trabajo en fórmulas. Algo obligatorio que nos diga si la locura, a fin de cuentas, da algo más que cero.

—¿Cree que es una locura? —preguntó Mirko.

—Sí. ¿Usted no?

—Eso depende. ¿Puede matar a esa persona?

Jana no respondió de inmediato. Caminaban con pasos lentos por el pasaje de arcadas medievales, pasadizos y arcos del
Quartiere della Sambughea
. La callejuela se hacía cada vez más estrecha y concluía delante de una casa medio en ruinas. En el oscuro laberinto del barrio más antiguo de Triora no había nadie más en la calle a esa hora. Jana había propuesto ese pueblo de la montaña de Liguria por varias razones. Por la tarde tenía una reunión de negocios en San Remo, a menos de treinta kilómetros de allí. Y en Triora, nadie los molestaría. Nadie se interesaría por dos turistas que hablaban en serbio y que, por lo visto, seguían el rastro al pasado más tenebroso del lugar, el horror de las treinta mujeres que fueron torturadas hasta la muerte en 1587 por encargo de la Inquisición y de un comisario llegado de Genova.

Mirko había aterrizado en las primeras horas de la mañana en el aeropuerto de Turín, donde lo esperaba un joven al que se había presentado, según lo acordado, como el señor Bicic. El hombre lo acompañó hasta una limusina de marca Mercedes y le hizo ocupar el asiento trasero. Mirko no se había tomado siquiera el trabajo de entablar una conversación mientras salían de Turín a través de la autopista de circunvalación y luego tomaron la A—4 en dirección a Cuneo. El joven era sólo un chófer al que habían encargado llevarlo hasta un lugar determinado. A Mirko no le sorprendió en absoluto cuando el coche, pocos kilómetros antes de llegar a Asti, entró en un área de servicio donde lo recibió otro hombre, un tipo con aspecto de
yuppie,
traje elegante, pelo peinado con esmero y gafas de concha. El viaje continuó en un Alfa 164 de color gris plateado, y fue también silencioso, salvo por algunas frases sin importancia que intercambiaron y cuyo contenido giró sobre todo en torno a la belleza del paisaje y a los excelentes vinos del Piamonte. Mirko estaba convencido de tener a su lado al asesor financiero de Jana, el hombre con el que hasta entonces sólo había tenido contacto a través de otros intermediarios, pero no formuló ninguna pregunta al respecto. Como no entendía mucho de vinos, la conversación languideció al cabo de unos minutos y cedió paso a un silencio meditabundo.

No tenía mucho interés en averiguar a qué lugar lo llevaría el otro. Siempre era lo mismo. Viajar hasta algún lugar, o que alguien lo llevara; algún lugar perdido, donde Cristo dio las tres voces. De vez en cuando eran viajes arduos, con destinos tristes, y en otras ocasiones acababan en restaurantes muy bien situados o el
foyer
de algún teatro. Lo más frecuente era que lo citaran en la habitación de algún hotel. La única esperanza de Mirko era la perspectiva de poder comer un buen plato de pasta después de la conversación. Mirko adoraba la pasta. Tenía en ese momento un hambre terrible, ya que, aunque estaba lejos de ser un gran gourmet, se le había atragantado la bazofia que daban de comer en el avión.

Miraba a través de la ventanilla y disfrutaba del paisaje.

A última hora de la mañana llegaron a Triora. El joven lo hizo bajar del coche y le explicó el camino para llegar a la biblioteca. Ésta sólo abría en agosto. Eso era lo de menos. A nadie le interesaban en esos días los libros.

Fue allí donde Mirko se reunió por primera vez con Jana.

Por lo general, no solía hacerse ninguna idea preconcebida de otras personas antes de haberlas visto personalmente. Era especular y no valía la pena el esfuerzo de la imaginación. Sin embargo, el mercado seguía estando dominado por hombres, y por eso hasta el propio Mirko había sucumbido al prurito de ponerle a Jana una cara y una estatura antes de verla. En realidad, no fue mucho lo que se le ocurrió, en todo caso se la imaginó como alguien con los atributos externos de una Sigourney Weaver, alta y de cara angulosa, tal vez no tan atractiva, pero sí en condiciones de enfrentarse al mismísimo diablo o a una docena de
aliens
en caso de emergencia.

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