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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

Ender el xenocida (42 page)

Si Ender estuviera allí… Ella era historiadora. Era Ender quien había conducido a los hombres a la batalla. Bueno, en realidad a niños. Había conducido a niños. Pero era lo mismo: él sabría qué hacer. «¿Por qué no está aquí ahora? ¿Por qué queda este asunto en mis manos? No tengo estómago para la violencia y la confrontación. Nunca lo he tenido.» Para eso nació Ender, un tercer hijo concebido a instancias del gobierno en una era en que no se permitía a los padres más que dos hijos sin sufrir devastadores sanciones legales: porque Peter fue demasiado sañudo, y ella, Valentine, demasiado mansa.

Ender habría convencido al alcalde y al obispo para que actuara con sensatez. Y si no hubiera podido hacerlo, habría sabido cómo ir a la ciudad a calmar los ánimos, a mantenerlos bajo control.

Sin embargo, aunque deseaba que Ender estuviera allí, sabía que ni siquiera él podría controlar lo que iba a suceder aquella noche. Tal vez lo que ella había sugerido ni siquiera sería suficiente. Había basado sus conclusiones sobre lo que sucedería en todo lo que había visto y leído en muchos mundos diferentes en muchas épocas distintas. La conflagración de la noche anterior se extendería muchísimo más aquella noche. Pero ahora Valentine empezaba a comprender que las cosas podrían ser mucho peores de lo que había supuesto en un principio. La gente de Lusitania había vivido sin expresar su miedo en un mundo extraño durante demasiado tiempo. Todas las otras colonias humanas se habían extendido inmediatamente, tomando posesión de sus mundos, apropiándoselos en cuestión de unas pocas generaciones. Los humanos de Lusitania todavía vivían en una pequeña reserva, virtualmente en un zoo donde terribles criaturas parecidas a cerdos los contemplaban a través de los barrotes. No se podía calcular lo que se había acumulado en el interior de esta gente. Probablemente no podría contenerse. Ni siquiera un día.

Las muertes de Pipo y Libo en el pasado ya habían sido graves. Pero ellos eran científicos que trabajaban entre los cerdis. Con ellos fue como cuando los aviones se estrellan o las naves espaciales estallan. Si sólo la tripulación estaba a bordo, el público no se preocupaba tanto: a la tripulación se le pagaba por el riesgo que corría. Este tipo de accidentes sólo causaba miedo y furia cuando morían civiles. Y en la mente de la gente de Lusitania, Quim era un civil inocente.

No, más que eso: era un hombre santo que llevaba hermandad y beatitud a aquellos semianimales que nada se merecían. Matarlo no fue sólo un acto bestial y cruel, sino también sacrílego.

La gente de Lusitania era tan piadosa como creía el obispo Peregrino. Lo que él olvidaba era la forma en que la gente piadosa había reaccionado siempre a los insultos contra su dios. Peregrino no recordaba lo suficiente de la historia del cristianismo, pensó Valentine, o quizá simplemente creía que todas aquellas cosas habían terminado con las cruzadas. Si la catedral era, de hecho, el centro de la vida en Lusitania, y si la gente sentía devoción por sus sacerdotes, ¿por qué imaginaba Peregrino que su pena ante el asesinato de un cura se expresaría en un simple servicio de oración? Si el obispo parecía pensar que la muerte de Quim carecía de importancia, aquello sólo serviría para aumentar la furia. Estaba añadiendo matices al problema, no resolviéndolo.

Valentine estaba todavía buscando a Grego cuando oyó que las campanas empezaban a doblar. La llamada a la oración. Sin embargo, ésta no era la hora normal de misa. La gente debía de estar alzando la cabeza sorprendida, preguntándose, ¿por qué doblan las campanas? Y entonces recordaban: el padre Esteváo ha muerto. El padre Quim fue asesinado por los cerdis. «Oh, sí, Peregrino, qué excelente idea, tocar esa campana. Eso ayudará a la gente a pensar que las cosas están tranquilas y normales.

Líbranos, Señor, de todos los hombres sabios.»

Miro yacía acurrucado en un doblez de las raíces de Humano. No había dormido mucho la noche anterior, si es que había llegado a hacerlo, e incluso ahora estaba tendido sin moverse, con los pequeninos a su alrededor, golpeando con sus bastones ritmos en los troncos de Humano y Raíz. Miro oía las conversaciones y comprendía la mayor parte, aunque todavía no dominaba la lengua de los padres, porque los hermanos no hacían ningún esfuerzo por ocultarle sus agitadas conversaciones. Él era Miro, después de todo. Confiaban en él. No estaba mal que se diera cuenta de lo furiosos y asustados que estaban.

El padre—árbol llamado Guerrero había matado a un humano. Y no a uno cualquiera: su tribu y él habían asesinado al padre Esteváo, el ser humano más amado de todos después del propio Portavoz de los Muertos. Era inenarrable. ¿Qué deberían hacer? Habían prometido al Portavoz no entablar nunca más la guerra, ¿pero cómo si no podrían castigar a la tribu de Guerrero y mostrar a los humanos que los pequeninos repudiaban su pernicioso acto? La guerra era la única respuesta, y todos los hermanos de cada tribu atacarían el bosque de Guerrero y talarían sus árboles excepto aquellos que habían discutido contra el plan de Guerrero. ¿Y su árbol—madre? Ése era el debate que todavía continuaba: discutían si bastaría con matar a todos los hermanos y padres—árbol implicados en el bosque de Guerrero, o talar también el árbol—madre, para que no hubiera oportunidad de que ninguna semilla de Guerrero volviera a enraizar en el mundo. Dejarían vivo a Guerrero el tiempo suficiente para ver la destrucción de su tribu, y luego lo quemarían, la más terrible de todas las ejecuciones, y la única ocasión en que los pequeninos usaban el fuego dentro de un bosque.

Miro oyó todo esto, y quiso intervenir, quiso decir: «¿Para qué sirve todo eso ahora?». Pero sabía que nadie podría detener a los pequeninos. Estaban demasiado furiosos. En parte, se debía a la pena por la muerte de Quim, pero también porque sentían vergüenza. Guerrero los había avergonzado a todos al romper su tratado. Los humanos nunca volverían a confiar en los pequeninos, a menos que destruyeran por completo a Guerrero y a su tribu.

La decisión estaba tomada. Al día siguiente por la mañana todos los hermanos empezarían el viaje hacia el bosque de Guerrero. Pasarían muchos días agrupándose, porque ésta tenía que ser una acción de todos los bosques del mundo juntos. Cuando estuvieran preparados, con el bosque de Guerrero completamente rodeado, lo destruirían tan concienzudamente que nadie podría imaginar que allí se había alzado un bosque antes.

Los humanos lo verían. Sus satélites mostrarían cómo trataban los pequeninos a sus cobardes asesinos que transgredían los tratados. Entonces volverían a confiar en los pequeninos. Entonces los pequeninos podrían alzar la cabeza sin vergüenza en presencia de un humano.

Gradualmente, Miro se dio cuenta de que no sólo le estaban dejando escuchar sus conversaciones y deliberaciones. Se estaban asegurando de que oía y comprendía todo lo que hacían. «Esperan que lleve la noticia a la ciudad. Esperan que explique a los humanos de Lusitania cómo los pequeninos pretenden castigar a los asesinos de Quim. ¿No se dan cuenta de que ahora soy un extraño? ¿Quién me escucharía entre todos los humanos de Lusitania, a mí, a un muchacho lisiado surgido del pasado, con un habla casi ininteligible? No tengo ninguna influencia sobre los demás humanos. Apenas tengo influencia sobre mi propio cuerpo.»

Sin embargo, era el deber de Miro. Se levantó lentamente, liberándose de su lugar entre las raíces de Humano. Lo intentaría. Iría a ver al obispo Peregrino y le diría lo que pretendían los pequeninos. El obispo difundiría la noticia y entonces la gente podría sentirse reconfortada al saber que miles de inocentes retoños de pequeninos serían asesinados para compensar la muerte de un hombre.

«¿Qué son los bebés pequeninos, después de todo? Sólo gusanos que viven en el oscuro vientre de un árbol—madre.» A la gente nunca se le ocurriría que apenas había diferencia entre este asesinato en masa de bebés pequeninos y la masacre de inocentes del rey Herodes en la época del nacimiento de Jesús. Sólo buscaban justicia. «¿Qué es la completa aniquilación de una tribu de pequeninos comparado con eso?»

Grego: «de pie en mitad de la plaza, la multitud alerta a mi alrededor, cada uno de ellos conectado a mí por un tenso cable invisible de forma que mi voluntad es la suya, mi boca pronuncia sus palabras, sus corazones laten a mi ritmo. Nunca he sentido esto antes, esta clase de vida, formar parte de un grupo como éste, y no ser sólo una parte, sino su mente, el centro, de forma que mi esencia los incluye a todos ellos, a cientos; mi furia es su furia, sus manos son mis manos, sus ojos sólo ven lo que yo les muestro».

La música, la cadencia de invocación, respuesta, invocación, respuesta:

—El obispo dice que recemos por la justicia, pero ¿es suficiente para nosotros?

—¡No!

—Los pequeninos dicen que ellos destruirán el bosque que asesinó a mi hermano, ¿pero les creemos?

—¡No!

«Ellos completan mis frases; cuando me paro a tomar aliento, ellos gritan por mí, de forma que mi voz no se calla nunca, sino que surge de las gargantas de quinientos hombres y mujeres. El obispo vino a verme, lleno de paz y paciencia. El alcalde vino a verme con sus advertencias de policía y tumultos, y sus amenazas de prisión. Valentine vino a verme, todo intelecto helado, hablando de mi responsabilidad. Todos conocen mi poder, un poder que yo ignoraba, un poder que empezó sólo cuando dejé de obedecerlos y transmití finalmente a la gente lo que albergaba mi corazón. La verdad es mi poder. Dejé de engañar al pueblo y les di la verdad y ahora ven en qué me he convertido, en lo que nos hemos convertido juntos.»

—Si alguien castiga a los cerdis por matar a Quim, debemos ser nosotros. ¡Una vida humana debe ser vengada por manos humanas! Dicen que la sentencia para los asesinos es la muerte… ¡Pero somos nosotros quienes tenemos el derecho a decidir el verdugo! ¡Somos nosotros los que tenemos que asegurarnos de que la sentencia se cumple!

—¡Sí! ¡Sí!

—¡Dejaron morir a mi hermano en la agonía de la descolada! ¡Contemplaron su cuerpo ardiendo desde dentro! ¡Ahora quemaremos ese bosque hasta el final!

—¡Quemadlos! ¡Fuego! ¡Fuego!

«Ved cómo prende la cerilla, cómo arrancan puñados de hierba y la encienden. ¡La llama que encenderemos juntos!»

—Mañana partiremos en expedición de castigo…

—¡Esta noche! ¡Esta noche! ¡Ahora!

—Mañana. No podemos partir esta noche, tenemos que proveernos de agua y suministros.

—¡Ahora! ¡Esta noche! ¡A quemarlos!

—Os digo que no podremos llegar allí en una sola noche, está a cientos de kilómetros de distancia, harán falta días para llegar…

—¡Los cerdis están justo al otro lado de la verja!

—No los que mataron a Quim…

—¡Todos son unos asesinos hijos de puta!

—Son los que mataron a Libo, ¿no?

—¡Mataron a Pipo y Libo!

—¡Todos son asesinos!

—¡Quemémoslos esta noche!

—¡Quemémoslos a todos!

—¡Lusitania para nosotros, no para los animales!

«¿Están locos? ¿Cómo pueden pensar que los dejaría matar a estos cerdis? Ellos no han hecho nada.»

—¡Es Guerrero! ¡Es a Guerrero y su bosque a quienes tenemos que castigar!

—¡Castigadlos!

—¡Muerte a los cerdis!

—¡Quemadlos!

—¡Fuego!

«Un silencio momentáneo. Un instante de calma. Una oportunidad. Piensa en las palabras adecuadas. Piensa en algo para recuperarlos, se te están escapando. Formaban parte de mi cuerpo, eran parte de mi esencia, pero ahora se escabullen, un espasmo y he perdido el control, si es que alguna vez he llegado a tenerlo. ¿Qué puedo decir en esta fracción de segundo de silencio para devolverlos a la cordura?»

Demasiado tiempo. Grego esperó demasiado para pensar en algo. Fue una voz infantil la que llenó el breve silencio, la voz de un niño que todavía no había alcanzado la adolescencia, exactamente el tipo de voz inocente que podría causar que la santa furia de sus corazones entrara en erupción, para llevarlos a una acción irrevocable.

—¡Por Quim y por Cristo! —gritó el niño.

—¡Quim y Cristo! ¡Quim y Cristo!

—¡No! —gritó Grego—. ¡Esperad! ¡No podéis hacer esto!

Lo rodearon, lo derribaron. Estaba a gatas, alguien le pisó la mano. «¿Dónde está el banco en el que me había subido? Aquí está, agárrate, no dejes que te arrollen, me matarán si no me levanto, tengo que moverme con ellos, levantarme y caminar con ellos, correr con ellos o me aplastarán.»

Entonces se marcharon, dejándolo atrás, rugiendo, gritando, el tumulto de pies saliendo de la plaza a las calles, mientras pequeñas llamas prendían, y las voces gritaban «Fuego» y «Quemadlos» y «Quim y Cristo», fluyendo como una corriente de lava desde la plaza hacia el bosque que esperaba en la colina cercana.

—Dios del cielo, ¿qué están haciendo?

Era Valentine. Grego se arrodilló junto al banco, apoyándose en él, y vio que ella estaba a su lado, mirando la turba que se marchaba de aquel frío cráter vacío donde había comenzado la conflagración.

—Grego, engreído hijo de puta, ¿qué has hecho?

—Iba a conducirlos hasta Guerrero. Iba a guiarlos hacia la justicia.

—Eres físico, joven idiota. ¿No has oído hablar nunca del principio de incertidumbre?

—Física de partículas. Física filótica.

—Física de turbas, Grego. Nunca llegaste a poseerlos. Ellos te poseyeron a ti. Y ahora te han utilizado y van a destruir el bosque de nuestros mejores amigos y abogados entre los pequeninos. ¿Qué vamos a hacer? Será la guerra entre humanos y pequeninos, a menos que tengan un autocontrol inhumano, y será nuestra culpa.

—Guerrero mató a Quim.

—Un crimen. Lo que tú has iniciado aquí, Grego, es una atrocidad.

—¡Yo no lo hice!

—El obispo Peregrino te aconsejó. El alcalde Kovano te advirtió. Yo te supliqué. Y lo hiciste de todas formas.

—Me advirtió de una revuelta, no sobre esto…

—Esto es una revuelta, idiota. Peor que una revuelta. Es un pogrom. Es una masacre. Es un asesinato de niños. Es el primer paso en el largo y terrible camino hacia el xenocidio.

—¡No puede culparme por eso!

La cara de Valentine es terrible a la luz de la luna, a la luz de las puertas y las ventanas de los bares.

—Te echo la culpa sólo de lo que hiciste. Empezaste un fuego en un día seco, caluroso y con viento, a pesar de todas las advertencias. Te responsabilizo de eso, y si no te consideras responsable de todas las consecuencias de tus propios actos, entonces eres realmente indigno de la sociedad humana y espero que pierdas tu libertad para siempre.

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