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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

Ender el xenocida

 

Lusitania es único un planeta en la galaxia. En él coexisten tres especies inteligentes: los cerdis, que evolucionaron en el mismo planeta; los humanos, que llegaron como colonizadores; y la reina Colmenar y sus insectores, llevados por el joven Ender años atrás. El planeta ha sido condenado por el Consejo Estelar a causa de la descolada, un virus letal para los humanos e imprescindible para la biología de los cerdis. Jane, la inteligencia artificial aliada de Ender, ha salvado Lusitania creando un insondable misterio a escala galáctica. En el planeta Sendero, Quing-jao tiene el encargo de descubrir la desaparición de la Flota Estelar, lo que pone en peligro la existencia de Jane y la supervivencia de las tres especies inteligentes conocidas. La intervención de Ender se hace, de nuevo, imprescindible.

Orson Scott Card

Ender el Xenocida

Saga de Ender / 3

ePUB v1.3

Batera
01.06.11

Título original:
Xenocide

Orson Scott Card, 1991.

Traducción: Rafael Martín Trechera

Editor original: Batera (v1.0 a v1.3)

Corrección de erratas: BathoryBaroness y Veztaro

ePub base v2.0

LA PARTIDA

‹Hoy uno de los hermanos me preguntó: ¿Es una prisión tan temible no poder moverte del lugar donde estás?›

‹Y respondiste…›

‹Le dije que soy más libre que él. La incapacidad de moverme me libera de la obligación de actuar.›

‹Los que habláis lenguas sois unos mentirosos.›

Han Fei-tzu estaba sentado en la posición del loto sobre el desnudo suelo de madera junto al lecho del dolor de su esposa. Un momento antes, tal vez estuviera dormida; no estaba seguro. Pero ahora era consciente del ligero cambio en la respiración de ella, un cambio tan sutil como el viento tras el paso de una mariposa.

Jiang-ging, por su parte, también debió de detectar algún cambio en él, pues no había hablado antes y lo hizo ahora. Su voz sonó muy baja, pero Han Fei-tzu la oyó claramente, pues la casa estaba en silencio. Había pedido quietud a sus amigos y sirvientes durante el ocaso de la vida de Jiang-ging. Ya habría tiempo de sobra para ruidos descuidados durante la larga noche por venir, cuando no salieran palabras susurradas de los labios de ella.

—Todavía no he muerto —dijo Jiang-ging.

Lo había saludado con estas palabras cada vez que despertaba durante los últimos días. Al principio las palabras le parecieron quejumbrosas o irónicas a Han Fei-tzu, pero ahora sabía que ella hablaba con decepción. Ahora ansiaba la muerte, no porque no amara la vida, sino porque la muerte era inevitable, y lo que nadie puede impedir debe aceptarse. Ése era el Sendero. Jiang-ging nunca se había apartado del Sendero ni un solo paso en toda su vida.

—Entonces los dioses son amables conmigo —dijo Han Fei-tzu.

—Contigo —susurró ella—. ¿En qué estamos pensando?

Era su forma de pedirle que compartiera con ella sus pensamientos privados. Cuando otras personas lo hacían, él se sentía espiado. Pero Jiang-ging lo pedía sólo para poder pensar también lo mismo: formaba parte del hecho de haberse convertido en una sola alma.

—Estamos pensando en la naturaleza del deseo —respondió Han Fei-tzu.

—¿El deseo de quién? —preguntó ella—. ¿Y hacia qué?

«Mi deseo de que tus huesos sanen y recuperen sus fuerzas, para que no se rompan a la más mínima presión. Para que puedas ponerte de nuevo en pie, o levantar siquiera un brazo sin que tus propios músculos arranquen trozos de hueso o hagan que el hueso se rompa bajo la tensión. Para no tener que ver cómo te marchitas hasta pesar sólo dieciocho kilos. Nunca supe lo perfecta que era nuestra felicidad hasta que me enteré de que ya no podríamos estar juntos.»

—Mi deseo —respondió él—. Hacia ti.

—«Sólo se desea lo que no se tiene.» ¿Quién dijo eso?

—Tú —dijo Han Fei-tzu—. Algunos dicen «lo que no puedes tener».

Otros dicen «lo que no deberías tener». Yo digo: «Sólo puedes desear verdaderamente lo que desearás siempre».

—Me tienes para siempre.

—Te perderé esta noche. O mañana. O la semana que viene.

—Pensemos en la naturaleza del deseo —instó Jiang-ging.

Como antes, usaba la filosofía para sacarlo de su amarga melancolía.

Él se resistió, pero sólo a medias.

—Eres una gobernante dura —se quejó Han Fei-tzu—. Como tu antepasada-del-corazón, no haces ninguna concesión a la fragilidad de los demás.

Jiang-ging llevaba el nombre de una líder revolucionaria del pasado remoto que intentó guiar al pueblo a un nuevo Sendero, pero fue derrocada por cobardes de corazón débil. Han Fei-tzu pensaba que no estaba bien que su esposa muriera antes que él: su antepasada-del-corazón había sobrevivido a su esposo. Además, las esposas deberían vivir más que los maridos. Las mujeres eran más completas interiormente. También eran mejores para vivir con sus hijos. Nunca estaban tan solitarias como un hombre solo. Jiang-ging no quiso dejarle que volviera a sus meditaciones.

—Cuando la esposa de un hombre ha muerto, ¿qué ansía él?

Con rebeldía, Han Fei-tzu ofreció la respuesta más falsa a su pregunta.

—Acostarse con ella.

—El deseo del cuerpo —murmuró Jiang-ging.

Ya que ella estaba decidida a mantener esta conversación, Han Fei-tzu recitó la retahíla en su lugar.

—El deseo del cuerpo es actuar. Incluye todas las caricias, casuales e íntimas, y todos los movimientos habituales. Así, ve un movimiento por el rabillo del ojo y cree haber visto a su esposa muerta cruzando el umbral, y no se queda tranquilo hasta haberse acercado a la puerta y visto que no era su esposa. Despierta de un sueño en el que ha oído su voz y se descubre respondiéndole en voz alta, como si ella pudiera oírlo.

—¿Qué más? —preguntó Jiang-ging.

—Estoy cansado de filosofía —protestó Han Fei-tzu—. Tal vez los griegos encontraban consuelo en ella, pero yo no.

—El deseo del espíritu —insistió Jiang-ging.

—Como el espíritu pertenece a la tierra, es esa parte la que obtiene nuevas cosas de las cosas viejas. El marido ansía todas las cosas inacabadas que su esposa y él hacían cuando ella murió, y todos los sueños sin empezar de lo que podrían haber hecho si ella hubiera vivido. Así, un hombre se enfada con sus hijos por ser demasiado parecidos a él y no parecerse suficiente a su esposa muerta. Así, un hombre odia la casa en la que vivieron juntos, porque no la cambia, y está así tan muerta como su esposa, o sí la cambia, y entonces ya no es la mitad que ella creó.

—No tienes que enfadarte con nuestra pequeña Qing-jao —conminó Jiang-ging.

—¿Por qué? —preguntó Han Fei-tzu—. ¿Te quedarás, entonces, y me ayudarás a enseñarle a ser una mujer? Yo sólo puedo enseñarle a ser como yo soy, frío y duro, tosco y fuerte, como la obsidiana. Si acaba siendo así, aunque se parezca tanto a ti, ¿cómo podré no enfurecerme?

—Porque también puedes enseñarle todo lo que yo soy —replicó Jiang-ging.

—Si tuviera dentro de mí alguna parte de ti, no habría necesitado casarme contigo para ser una persona completa —objetó Han Feitzu. Ahora la provocaba usando la filosofía para apartar la conversación del dolor—. Ése es el deseo del alma. Como el alma está hecha de luz y vive en el aire, es esa parte la que concibe y conserva las ideas, sobre todo la idea del yo. El marido echa de menos su yo completo, que estaba compuesto del marido y la mujer juntos. Así, nunca cree ninguno de sus propios pensamientos, porque siempre hay una cuestión en su mente a la que sólo los pensamientos de la esposa son la única respuesta posible. Así, el mundo entero le parece muerto porque no puede confiar que nada conserve su significado antes de la arremetida de esta cuestión irrespondible.

—Muy profundo —comentó Jiang-ging.

—Si fuera japonés, cometería seppuku y vertiría mis entrañas en la jarra de tus cenizas.

—Muy sucio y desagradable —dijo ella.

—Entonces debería ser un antiguo hindú y quemarme en la pira.

Pero ella ya estaba cansada de bromas.

—Qing-jao —susurró.

Le estaba recordando que no podía hacer algo tan extravagante como morir por ella. Había que cuidar de la pequeña Qing-jao. Por eso, Han Fei-tzu le respondió en serio.

—¿Cómo puedo enseñarle a ser lo que tú eres?

—Todo lo que hay de bueno en mí viene del Sendero —dijo Jiang-ging—. Si le enseñas a obedecer a los dioses, honrar a los antepasados, amar a las personas y servir a los gobernantes, estaré en ella tanto como tú.

—Le enseñaré el Sendero como parte de mí mismo —aseguró Han Fei-tzu.

—No —dijo Jiang-ging—. El Sendero no es una parte natural de ti, esposo mío. Aunque los dioses te hablan cada día, insistes en creer en un mundo donde todo puede ser explicado por causas naturales.

—Obedezco a los dioses.

Han Fei-tzu pensó amargamente que no tenía más remedio: incluso retrasar la obediencia representaba una tortura.

—Pero no los conoces. No amas sus obras.

—El Sendero es amar a las personas. A los dioses sólo los obedecemos.

«¿Cómo puedo amar a unos dioses que me humillan y atormentan a cada oportunidad?»

Amamos a las personas porque son criaturas de los dioses.

—No me vengas con sermones.

Ella suspiró.

Su tristeza picó a Han Fei-tzu como una araña.

—Ojalá me sermonearas eternamente —suspiró.

—Te casaste conmigo porque sabías que amaba a los dioses, y que tú carecías de ese amor por ellos. De ese modo te completé.

¿Cómo podía discutir con ella cuando sabía que incluso ahora odiaba a los dioses por todo lo que le habían hecho, todo lo que le habían obligado a hacer, todo lo que le habían robado en su vida?

—Prométemelo —insistió Jiang-ging.

Él sabía lo que significaba esa palabra. Ella sentía la muerte rondándole: le depositaba la carga de su vida. Una carga que él llevaría con mucho gusto. Era perder su compañía en el Sendero lo que había temido siempre.

—Prométeme que enseñarás a Qing-jao a amar a los dioses y a seguir siempre el Sendero. Prométeme que harás que sea tanto mi hija como la tuya.

—¿Aunque nunca oiga la voz de los dioses?

—El Sendero es para todos, no sólo para los agraciados.

«Tal vez —pensó Han Fei-tzu—, pero a los agraciados por los dioses les resultaba mucho más fácil seguir el Sendero, porque para ellos el precio por desviarse era terrible. Las personas comunes eran libres: podían dejar el Sendero y no sentir el dolor durante años. Los agraciados no podían dejar el Sendero ni una sola hora.»

—Prométemelo.

«Lo haré. Lo prometo.»

Pero no pudo pronunciar las palabras en voz alta. No sabía por qué, pero su resistencia era profunda.

En el silencio, mientras ella esperaba su juramento, oyeron el sonido de pies que corrían sobre la grava ante la puerta de la casa. Sólo podía ser Qing-jao, que regresaba del jardín de Sun Cao-pi. Sólo a Qing-jao se le permitía correr y hacer ruido durante esta hora de silencio. Esperaron, sabiendo que acudiría directamente a la habitación de su madre.

La puerta se abrió, deslizándose casi sin ruido. Incluso Qing-jao había comprendido lo suficiente la causa del silencio para caminar con cuidado cuando se hallaba en presencia de su madre. Aunque avanzaba de puntillas, apenas podía evitar bailar, casi galopar sobre el suelo. Pero no pasó los brazos alrededor del cuello de su madre, recordaba la lección aunque la terrible magulladura se había borrado de su cara: el ansioso abrazo de Qing-jao le había roto la mandíbula hacía tres meses.

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