Ender el xenocida (2 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

—He contado veintitrés carpas blancas en el arroyo del jardín —declaró Qing-jao.

—¿Tantas? —preguntó Jiang-ging.

—Creo que se estaban mostrando ante mí para que pudiera contarlas. Ninguna quería quedarse fuera.

—Te quiero —susurró Jiang-ging.

Han Fei-tzu oyó un nuevo sonido en la voz jadeante: un estallido, como burbujas rompiéndose con sus palabras.

—¿Crees que ver tantas carpas significa que seré una agraciada? —preguntó Qing-jao.

—Le pediré a los dioses que te hablen —aseguró Jiang-ging.

De repente, la respiración de Jiang-ging se volvió rápida y entrecortada. Han Fei-tzu se arrodilló inmediatamente y miró a su esposa. Tenía los ojos muy abiertos, asustados. Había llegado el momento.

Sus labios se movieron. «Prométemelo», articuló, aunque no pudo emitir más sonido que un jadeo.

—Lo prometo —dijo Han Fei-tzu.

Entonces la respiración se detuvo.

—¿Qué dicen los dioses cuando te hablan? —preguntó Qing-jao.

—Tu madre está muy cansada —dijo Han Fei-tzu—. Ahora debes irte.

—Pero no me ha respondido. ¿Qué dicen los dioses?

—Cuentan secretos —respondió Han Fei-tzu—. Nadie que los oiga debe repetirlos.

Qing-jao asintió sabiamente. Dio un paso atrás, como para marcharse, pero se detuvo.

—¿Puedo besarte, madre?

—Suavemente, en la mejilla-advirtió Han Fei-tzu.

Qing-jao, pequeña para sus cuatro años, no tuvo que agacharse mucho para besar la mejilla de su madre.

—Te quiero, madre.

—Ahora será mejor que te vayas, Qing-jao —dijo Han Fei-tzu.

—Pero madre no ha dicho que también me quiere.

—Lo hizo. Lo dijo antes. ¿Recuerdas? Pero está muy débil y cansada. Vete ahora.

Puso suficiente dureza en su voz para que Qing-jao se marchara sin hacer más preguntas. Sólo cuando se hubo ido se permitió Han Fei-tzu preocuparse por ella. Se arrodilló sobre el cuerpo de Jiang-qing y trató de imaginar lo que le estaba sucediendo ahora. Su alma había volado y ahora estaba ya en el cielo. Su espíritu se retrasaría mucho más; tal vez habitaría en esta casa, como si hubiera sido en efecto un lugar de felicidad para ella. La gente supersticiosa creía que todos los espíritus de los muertos eran peligrosos, y colocaba signos y conjuros para alejarlos. Pero los que seguían el Sendero sabían que el espíritu de una buena persona no era nunca dañino o destructivo, pues la bondad de su vida procedía del amor del espíritu para hacer cosas. El espíritu de Jiang-ging sería una bendición en la casa durante muchos años, si decidía quedarse.

Sin embargo, mientras intentaba imaginar su alma y su espíritu, según las enseñanzas del Sendero, había en su corazón un lugar frío convencido de que todo lo que quedaba de Jiang-ging era aquel cuerpo frágil y reseco. Esta noche ardería con la rapidez del papel, y entonces ella dejaría de existir, excepto en los recuerdos de su corazón.

Jiang-ging tenía razón. Sin ella para completar su alma, él ya dudaba de los dioses. Y los dioses se habían dado cuenta, lo hacían siempre. De inmediato sintió la insoportable urgencia de ejecutar el ritual de la limpieza, hasta que pudiera deshacerse de sus indignos pensamientos. Ni siquiera ahora lo dejarían sin castigo. Incluso ahora, con su esposa muerta delante, los dioses insistían en que los obedeciera antes de poder derramar una sola lágrima de pesar por ella.

Al principio pensó en retrasarse, posponer la obediencia. Se había adiestrado para poder posponer el ritual incluso un día entero, mientras escondía todos los signos externos de su tormento interior. Podría hacerlo ahora, pero sólo si mantenía su corazón completamente helado. Qué absurdo. El verdadero dolor llegaría cuando hubiera satisfecho a los dioses. Así, tras arrodillarse allí mismo, dio comienzo al ritual.

Todavía estaba retorciéndose y girando con el ritual cuando se asomó un sirviente. Aunque el sirviente no dijo nada, Han Fei-tzu oyó el suave deslizar de la puerta y supo lo que pensaría: Jiang-qing había muerto y Han Fei-tzu era tan recto que estaba comulgando con los dioses antes de anunciar su muerte a la servidumbre. Sin duda, algunos incluso supondrían que los dioses habían venido a llevarse a Jiang-ging, pues era conocida por su extraordinaria santidad. Nadie supondría que, aunque Han Fei-tzu estaba orando, su corazón estaba lleno de amargura porque los dioses se atrevían a exigirle esto incluso ahora.

«Oh, dioses —pensó—, si supiera que cortándome un brazo o arrancándome el hígado podría deshacerme de vosotros para siempre, agarraría el cuchillo y saborearía el dolor y la pérdida, todo por la libertad.»

También ese pensamiento era indigno, y requería más limpieza. Pasaron horas antes de que los dioses lo liberaran por fin, y para entonces estaba demasiado cansado, demasiado mareado para sentir pesar. Se levantó y convocó a las mujeres para que prepararan el cuerpo de Jiang-ging para la cremación.

A medianoche, fue el último en acercarse a la pira, llevando en brazos a Qing-jao, adormilada. La niña sujetaba en la mano los tres papeles que había escrito para su madre con sus garabatos infantiles. «Pez», había escrito, y «libro» y «secretos». Ésas eran las cosas que Qing-jao daba a su madre para que se las llevara al cielo. Han Fei-tzu había intentado comprender los pensamientos que habían pasado por la cabeza de Qing-jao cuando escribió aquellas palabras. «Pez» por las carpas del arroyo del jardín, sin duda. Y «libro»… era bastante fácil de comprender, porque leer en voz alta era una de las últimas cosas que Jiang-ging podía hacer con su hija. ¿Pero por qué «secretos»? ¿Qué secretos tenía Qing-jao para su madre? No podía preguntarlo. No se discuten las ofrendas a los muertos.

Han Fei-tzu depositó a Qing-jao en el suelo. La niña no estaba profundamente dormida, y por eso se despertó inmediatamente y permaneció allí de pie, parpadeando lentamente. Han Fei-tzu le susurró unas palabras y ella enrolló los papeles y los metió dentro de la manga de su madre. No pareció importarle tocar la fría carne de la difunta: era demasiado joven para haber aprendido a estremecerse ante el contacto con la muerte.

Tampoco a Han Fei-tzu le importó el contacto con la carne de su esposa cuando metió sus tres papeles en la otra manga. ¿Qué había ya que temer de la muerte, cuando ya había hecho lo peor que podía hacer?

Nadie sabía lo que había escrito en sus papeles, o se habrían horrorizado, pues había escrito «Mi cuerpo», «Mi espíritu» y «Mi alma». Era como si se quemara a sí mismo en la pira funeraria de Jiang-ging, y se enviara con ella hacia dondequiera que se dirigiese.

Entonces, la doncella secreta de Jiang-ging, Mu-pao, acercó la antorcha a la madera sagrada y la pira empezó a arder. El calor del fuego resultaba doloroso, de manera que Qing-jao se escondió tras su padre, asomándose sólo de vez en cuando para ver a su madre partir hacia su viaje interminable. Sin embargo, Han Fei-tzu agradeció el calor seco que le abrasaba la piel y volvía quebradiza la seda de su túnica. El cuerpo de Jiang-ging no estaba tan seco como parecía: mucho después de que los papeles se arrugaran para convertirse en cenizas y revolotearan hacia arriba con el humo del fuego, su cuerpo todavía ardía, y el denso incienso que se consumía alrededor de la hoguera no lograba disimular el olor a carne quemada. «Esto es lo que estamos quemando aquí: carne, peces, carroña, nada. No es mi Jiang-ging. Sólo el disfraz que llevaba en esta vida. Lo que convirtió ese cuerpo en la mujer que amé está todavía vivo, debe estar vivo todavía.» Y por un momento pensó que podía ver, u oír, o de algún modo sentir el paso de Jiang-ging.

«En el aire, en la tierra, en el fuego. Estoy contigo.»

REUNIÓN

‹Lo más extraño de los humanos es la forma en que se emparejan, machos y hembras. Están constantemente en guerra unos con otros, nunca se dejan en paz. Nunca parecen comprender la idea de que machos y hembras son especies separadas con ideas y deseos completamente diferentes, forzados a unirse sólo para multiplicarse.›

‹Es normal que pienses así. Vuestros machos no son más que zánganos sin mente, extensiones de ti mismo, sin identidad propia.›

‹Conocemos a nuestros amantes a la perfección. Los humanos inventan un amante imaginario y colocan una máscara sobre el rostro del cuerpo que está en su como.›

‹Ésa es la tragedia del lenguaje, amiga mía. Los que se conocen solamente a través de representaciones simbólicas están obligados a imaginarse unos a otros. Y como la imaginación es imperfecta, a menudo se equivocan.›

‹Ésa es la fuente de su infelicidad.›

‹Y de su fuerza, me parece. Tu pueblo y el mío, cada uno por nuestros propios motivos evolutivos, se emparejan con compañeros enormemente distintos. Nuestros machos son siempre, desgraciadamente, nuestros inferiores intelectuales. Los humanos se emparejan con seres que desafían su supremacía. Tienen conflictos entre machos no porque su comunicación sea inferior a la nuestra, sino porque se comunican entre ellos.›

Valentine Wiggin repasó su ensayo, haciendo unas cuantas correcciones acá y allá. Cuando terminó, las palabras gravitaron en el aire sobre el terminal de su ordenador. Se sentía satisfecha por haber escrito un análisis irónico tan certero del carácter personal de Rymus Ojman, el presidente del gabinete del Congreso Estelar.

—¿Hemos terminado otro ataque a los amos de los Cien Mundos?

Valentine no se volvió para mirar a su marido: sabía por su voz la expresión exacta que tendría en la cara, y por eso le sonrió sin volverse. Después de veinticinco años de matrimonio, podían verse claramente sin tener que mirarse.

—Hemos hecho que Rymus Ojman parezca ridículo.

Jakt se asomó a su diminuto cubículo, la cara tan cerca de la de ella que Valentine percibió su suave respiración mientras el hombre leía los primeros párrafos. Ya no era joven: el esfuerzo de asomarse a su despacho, apoyando las manos en el marco de la puerta, le hacía respirar más rápidamente de lo que le gustaba oír.

Entonces habló, pero con la cara tan cerca de la suya que sintió sus labios rozarle la mejilla, y cada palabra le hizo cosquillas.

A partir de ahora incluso su madre se reirá a escondidas cada vez que vea al pobre infeliz.

—Fue difícil hacerlo gracioso —dijo Valentine—. No podía evitar denunciarlo una y otra vez.

—Esto es mejor.

—Oh, lo sé. Si hubiera dejado que se notara mi furia, si le hubiera acusado de todos sus crímenes, le habría hecho parecer más formidable y aterrador, y la Facción Legisladora lo habría amado aún más, y los cobardes de todos los mundos se habrían inclinado todavía más ante él.

—Para poder inclinarse más tendrán que comprar alfombras más finas —comentó Jakt.

Ella se echó a reír, pero debido a que el cosquilleo de sus labios sobre la mejilla se volvía insoportable. También empezaba, sólo un poco, a atormentarse con deseos que simplemente no podían ser satisfechos en este viaje. La nave espacial era demasiado reducida y apretada, con toda su familia a bordo, para disfrutar de intimidad real alguna.

—Jakt, ya casi estamos en la mitad del viaje. Nos hemos abstenido más tiempo durante la carrera mishmish de todos los años.

—Podríamos colgar un cartel en la puerta y que no entre nadie.

—Y también colocar otro que dijera: «Pareja mayor desnuda reviviendo viejos recuerdos».

—No soy mayor.

—Tienes más de sesenta años.

—Si el viejo soldado puede mantenerse firme y saludar, lo mejor es dejarle participar en el desfile.

—Nada de desfiles hasta que el viaje termine. Sólo son un par de semanas más. Sólo tenemos que completar el encuentro con el hijo adoptivo de Ender y luego estaremos rumbo a Lusitania.

Jakt se apartó de ella, la sacó del despacho y permaneció erguido en el pasillo, uno de los pocos lugares de la nave donde podía hacerlo. No obstante, gruñó al adoptar esa postura.

—Crujes como una vieja puerta oxidada —observó Valentine.

—Te he oído hacer los mismos sonidos al levantarte. No soy el único viejo chocho, senil, decrépito y lamentable de la familia.

—Lárgate y déjame transmitir esto.

—Estoy acostumbrado a tener trabajo que hacer en los viajes —protestó Jakt—. Aquí los ordenadores lo hacen todo, y esta nave nunca cabecea o se zambulle en el mar.

—Lee un libro.

—Estoy preocupado por ti. Mucho trabajo y nada de diversión te convertirán en una vieja bruja.

—Cada minuto que pasamos aquí charlando son ocho horas y media en tiempo real.

—El tiempo que pasamos en esta nave es tan real como el tiempo de ellos ahí fuera —dijo Jakt—. A veces desearía que los amigos de Ender no hubieran encontrado un medio para que nuestra nave mantenga un enlace colateral.

—Requiere un montón de tiempo de ordenador —alegó Val—. Hasta ahora, sólo los militares podían comunicarse con las naves estelares durante el vuelo a velocidad cercana a la de la luz. Si los amigos de Ender pueden conseguirlo, entonces les debo el usarlo.

—No haces todo esto porque le debas nada a nadie.

—Si escribo un ensayo cada hora, Jakt, eso significa que para el resto de la humanidad Demóstenes sólo está publicando algo cada tres semanas.

—No es posible que escribas un ensayo cada hora. Duermes, comes.

—Y tú hablas y yo escucho. Márchate, Jakt.

—Si hubiera sabido que salvar a un planeta de la destrucción significaría tener que regresar a un estado de absoluta castidad, nunca habría accedido a hacerlo.

Él sólo bromeaba a medias. Dejar Trondheim fue una dura decisión para toda la familia; incluso para ella, a pesar de que sabía que iba a ver de nuevo a Ender. Sus hijos eran todos adultos ahora, o casi: consideraban este viaje como una gran aventura. Sus visiones del futuro no estaban atadas a un lugar concreto. Ninguno de ellos se había convertido en marino, como su padre. Todos eran eruditos o científicos, y vivían la vida del discurso público y la contemplación privada, como su madre. Podían seguir viviendo sus vidas, sin ningún cambio sustancial, prácticamente en cualquier parte, en cualquier mundo. Jakt estaba orgulloso de ellos, pero decepcionado de que la cadena de la familia, que se remontaba a siete generaciones en los mares de Trondheim, terminara con él. Y ahora, por ella, Jakt había renunciado al mar mismo. Renunciar a Trondheim era lo más duro que ella podría haberle pedido, y él había aceptado sin vacilación.

Tal vez regresaría algún día y si lo hacía, los océanos, el hielo, las tormentas, los peces, los dulces prados desesperadamente verdes del verano estarían todavía allí. Pero sus tripulaciones habrían desaparecido, habían desaparecido ya. Los hombres a quienes conocía mejor que a sus propios hijos, mejor que a su esposa, tenían ya quince años más, y cuando regresara, si lo hacía, habrían transcurrido otros cuarenta años. Sus nietos estarían tripulando los barcos para entonces. No sabrían el nombre de Jakt. Sería un armador extranjero, venido del cielo, no un marino, no un hombre con el hedor y la sangre amarillenta de los strika en las manos. No sería uno de ellos.

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