Ensayo sobre la lucidez (17 page)

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Authors: José Saramago

Los momentos perfectos, sobre todo cuando rozan lo sublime, tienen el gravísimo contra de su corta duración, lo que, por obvio, podríamos no comentar de no darse la circunstancia de existir una contrariedad mayor, como es la de no saber qué hacer después. Este embarazo, sin embargo, se reduce a casi nada en el caso de encontrarse presente el ministro del interior. Apenas el gabinete había recuperado su lugar, todavía con el ministro de obras públicas y cultura enjugándose una lágrima furtiva, el de interior levantó la mano pidiendo la palabra, Haga el favor, dijo el primer ministro, Como el señor presidente de la república tan emotivamente ha señalado, en la vida hay momentos perfectos, verdaderamente sublimes, y nosotros hemos tenido el alto privilegio de disfrutar aquí de dos de ellos, el del agradecimiento del presidente y el de la exposición del primer ministro cuando defendió una nueva estrategia, unánimemente aprobada por los presentes y a la cual me remitiré en esta intervención, no para retirar mi aplauso, lejos de mí semejante idea, sino para ampliar y facilitar los efectos de esa estrategia, si tanto puede pretender mi modesta persona, me refiero a lo dicho por el señor primer ministro, que no cuenta con obtener resultados en veinticuatro horas, pero que está seguro de que éstos comenzarán a surgir antes de transcurridos veinticuatro días, ahora bien, con todo el respeto, yo no creo que estemos en condiciones de esperar veinticuatro días, o veinte, o quince, o diez, el edificio social presenta brechas, las paredes oscilan, los cimientos tiemblan, en cualquier momento todo puede derrumbarse, Tiene alguna propuesta, además de describirnos el estado de un edificio que amenaza ruinas, preguntó el primer ministro, Sí señor, respondió impasible el ministro del interior, como si no hubiese reparado en el sarcasmo, Ilumínenos, entonces, por favor, Ante todo, debo aclarar, señor primer ministro, que esta propuesta no tiene más intención que complementar las que nos presentó y aprobamos, no enmienda, no corrige, no perfecciona, es simplemente otra cosa que espero merezca la atención de todos, Adelante, déjese de rodeos, vaya directo al asunto, Lo que propongo, señor primer ministro, es una acción rápida, de choque, con helicópteros, No me diga que está pensando en bombardear la ciudad, Si señor, estoy pensando en bombardearla con papeles, Con papeles, Precisamente, señor primer ministro, con papeles, en primer lugar, por orden de importancia, tendríamos una declaración firmada por el presidente de la república y dirigida a la población de la capital, en segundo lugar, una serie de mensajes breves y eficaces que abran camino y preparen los espíritus para las acciones de efecto previsiblemente más lento que usted enunció, o sea, los periódicos, la televisión, los recuerdos de vivencias del tiempo en que estuvimos ciegos, relatos de escritores, etcétera, a propósito, les recuerdo que mi ministerio dispone de su propio equipo de redactores, personas bien entrenadas en el arte de convencer a la gente, lo que, según entiendo, sólo con mucho esfuerzo y por poco tiempo los escritores consiguen, A mí la idea me parece excelente, interrumpió el presidente de la república, pero evidentemente el texto tendrá que contar con mi aprobación, introduciré las alteraciones que crea convenientes, de todos modos me parece bien, es una idea estupenda que tiene, además, la enorme ventaja política de colocar la figura del presidente de la república en primera línea de combate, es una buena idea, sí señor. El murmullo de aprobación que se oyó en la sala le mostró al primer ministro que el lance había sido ganado por el ministro del interior, Así se hará, ponga en marcha las diligencias necesarias, dijo, y, mentalmente, le puso otra nota negativa en la página correspondiente del cuaderno de aprovechamiento escolar del gobierno.

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La tranquilizadora idea de que, más tarde o más pronto, y mejor más pronto que tarde, el destino siempre acaba abatiendo la soberbia, encontró fragorosa confirmación en el humillante oprobio sufrido por el ministro del interior que, creyendo haber ganado in extremis el más reciente asalto en la pugna pugilística que mantiene con el jefe de gobierno, vio irse agua abajo sus planes a causa de una inesperada intervención del cielo, que al final decidió ponerse del lado del adversario. En última instancia, y también en primera, según la opinión de los observadores más imparciales y atentos, toda la culpa fue del presidente de la república por haber retardado la aprobación del manifiesto que, con su firma y para edificación moral de los habitantes de la ciudad, sería lanzado desde los helicópteros. Durante los tres días siguientes a la reunión del consejo de ministros la bóveda celeste se mostró al mundo en su magnificente traje de inconsútil azul, un tiempo liso, sin pliegues ni costuras, y sobre todo sin viento, perfecto para echar papeles desde el aire y verlos bajar después danzando la danza de los elfos, hasta ser recogidos por quienes pasaran por las calles o a ellas salieran movidos por la curiosidad de saber qué nuevas o qué mandatos les llegaban desde lo alto. Durante esos tres días el pobre texto se fatigó en viajes de ida y vuelta entre el palacio presidencial y el ministerio del interior, unas veces más profuso de razones, otras veces más conciso de concepto, con palabras tachadas y sustituidas por otras que luego sufrirían idéntica suerte, con frases desamparadas de lo que las precedía y que no cuadraban con lo que venía a continuación, cuánta tinta gastada, cuánto papel roto, a esto se llama el tormento de la obra, la tortura de la creación, es bueno que quede claro de una vez. Al cuarto día, el cielo, cansado de esperar, viendo que ahí abajo las cosas ni iban ni venían, decidió amanecer cubierto por un capote de nubes bajas y oscuras, de las que suelen cumplir la lluvia que prometen. A última hora de la mañana comenzaron a caer unas gotas dispersas, de vez en cuando paraban, de vez en cuando volvían, una llovizna molesta que, pese a las amenazas, parecía no tener mucho más que dar. Esta lluvia blanda permaneció hasta media tarde, y de súbito, sin aviso, como quien se harta de fingir, el cielo se abrió para dar paso a una lluvia continua, cierta, monótona, intensa aunque todavía no violenta, de esas que son capaces de estar lloviendo así una semana entera y que la agricultura en general agradece. No el ministerio del interior. Suponiendo que el mando supremo de la fuerza aérea diese autorización para que los helicópteros levantaran el vuelo, lo que de por sí ya sería altamente problemático, lanzar papeles desde el aire con un tiempo de éstos seria de lo más grotesco, y no sólo porque en las calles andaría poquísima gente, y la poca que hubiese estaría ocupada, principalmente, en mojarse lo menos posible, sino porque el manifiesto presidencial caería en el barro del suelo, sería engullido por las alcantarillas devoradoras, reblandecido y deshecho en los charcos que luego las ruedas de los automóviles, groseramente, levantan en bastas salpicaduras, en verdad, en verdad os digo que sólo un fanático de la legalidad y del respeto debido a los superiores se agacharía para levantar del ignominioso fango la explicación del parentesco entre la ceguera general de hace cuatro años y ésta, mayoritaria, de ahora. El vejamen del ministro del interior fue tener que ser testigo, impotente, de cómo, con el pretexto de una impostergable urgencia nacional, el primer ministro ponía en movimiento, para colmo con la forzada conformidad del presidente de la república, la maquinaria informativa que, englobando prensa, radio, televisión y todas las demás subexpresiones escritas, auditivas y visuales disponibles, ya sean dependientes contendientes, tendría que convencer a la población de la capital de que, desgraciadamente, estaba otra vez ciega. Cuando, días después, la lluvia paró y los aires se vistieron otra vez de azul, sólo la testaruda y finalmente irritada insistencia del presidente de la república sobre su jefe de gobierno logró que la postergada primera parte del plan fuese cumplida, Mi querido primer ministro, dijo el presidente, tome buena nota de que ni he desistido ni pienso desistir de lo que se decidió en el consejo de ministros, considero mi obligación dirigirme personalmente a la nación, Señor presidente, creo que no merece la pena, la acción clarificadora ya se encuentra en marcha, no tardaremos en obtener resultados, Aunque éstos estén pasado mañana a la vuelta de la esquina, quiero que mi manifiesto sea lanzado antes, Claro que pasado mañana es una manera de hablar, Pues entonces mejor todavía, distribúyase el manifiesto ya, Señor presidente, crea que, Le aviso de que, si no lo hace, le responsabilizaré de la pérdida de confianza personal y política que desde luego surgirá entre nosotros, Me permito recordar, señor presidente, que sigo teniendo mayoría absoluta en el parlamento, la pérdida de confianza con que me amenaza sería algo de carácter meramente personal, sin ninguna repercusión política, La tendría si yo fuera al parlamento a declarar que la palabra del presidente de la república fue secuestrada por el primer ministro, Señor presidente, por favor, eso no es verdad, Es suficiente verdad para que yo la diga en el parlamento, o fuera del parlamento, Distribuir ahora el manifiesto, El manifiesto y los otros papeles, Distribuir ahora el manifiesto sería redundante, Ése es su punto de vista, no el mío, Señor presidente, Si me llama presidente será porque como tal me reconoce, por tanto, haga lo que le mando, Si pone la cuestión en esos términos, La pongo en esos términos, y le digo más todavía, estoy cansado de asistir a sus guerras con el ministro del interior, si no le sirve, destitúyalo, pero, si no quiere o no puede destituirlo, aguántese, estoy convencido de que si la idea de un manifiesto firmado por el presidente hubiera salido de su cabeza, probablemente sería capaz de mandarlo entregar de puerta en puerta, Eso es injusto, señor presidente, Tal vez lo sea, no digo que no, todos nos ponemos nerviosos, perdemos la serenidad y acabamos diciendo lo que ni se quería ni se pensaba, Daremos entonces este incidente por cerrado, Sí, el incidente queda cerrado, pero mañana por la mañana quiero esos helicópteros en el aire, Sí señor presidente.

Si esta exacerbada discusión no hubiera sucedido, si el manifiesto presidencial y los demás papeles volantes hubieran, por innecesarios, terminado su breve vida en la basura, la historia que estamos contando sería, de aquí en adelante, completamente diferente. No imaginamos con precisión cómo y en qué, sólo sabemos que sería diferente. Claro está que un lector atento a los meandros del relato, un lector de esos analíticos que de todo esperan una explicación cabal, no dejaría de preguntar si la conversación entre el primer ministro y el presidente de la república fue introducida a última hora para dar pie al anunciado cambio de rumbo, o si, teniendo que suceder porque ése era su destino y de ella habiendo resultado las consecuencias que no tardarán en conocerse, el narrador no tuvo otro remedio que dejar a un lado la historia que traía pensada para seguir la nueva ruta que de repente le surge trazada en su carta de navegación. Es difícil dar a esto o a aquello una respuesta capaz de satisfacer totalmente a ese lector. Salvo si el narrador tuviera la insólita franqueza de confesar que nunca estuvo muy seguro de cómo llevar a buen término esta nunca vista historia de una ciudad que decidió votar en blanco y que, por consiguiente, el violento intercambio de palabras entre el presidente de la república y el primer ministro, tan dichosamente terminado, fue para él como ver caer el pan en la miel. De otra manera no se comprendería que abandonara sin más ni menos el trabajoso hilo de la narrativa que venía desarrollando para adentrarse en excursiones gratuitas no sobre lo que no fue, aunque pudiera haber sido, sino sobre lo que fue, pero podría no haber sido. Nos referimos, sin más rodeos, a la carta que el presidente de la república recibió tres días después de que los helicópteros hicieran llover sobre las calles, plazas, parques y avenidas de la capital los papeles de colores en que se exponían las deducciones de los escritores del ministerio del interior sobre la más que probable conexión entre la trágica ceguera colectiva de hace cuatro años y el desvarío electoral de ahora. La suerte del signatario fue que la carta cayera en manos de un secretario escrupuloso, de esos que leen la letra pequeña antes de comenzar la grande, de esos que son capaces de discernir entre trozos mal hilvanados de palabras la minúscula simiente que conviene regar cuanto antes, al menos para saber qué podrá dar. He aquí lo que decía la carta, Excelentísimo señor presidente de la república. Habiendo leído con la merecida y debida atención el manifiesto que vuestra excelencia dirigió al pueblo y en particular a los habitantes de la capital, con la plena conciencia de mi deber como ciudadano de este país y seguro de que la crisis en que la patria está sumergida exige de todos nosotros el celo de una continua y estrecha vigilancia sobre todo cuanto de extraño se manifieste o se haya manifestado ante nuestros ojos, le pido licencia para desplegar ante el preclaro juicio de vuestra excelencia algunos hechos desconocidos que tal vez le puedan ayudar a comprender mejor la naturaleza del flagelo que nos ha caído encima. Digo esto porque, aunque no sea nada más que un hombre común, creo, como vuestra excelencia, que alguna relación tiene que haber entre la reciente ceguera de votar en blanco y aquella otra ceguera blanca que, durante semanas que nunca podremos olvidar, nos mantuvo a todos fuera del mundo. Quiero decir, señor presidente de la república, que tal vez esta ceguera de ahora pueda ser explicada por la primera, y las dos, tal vez, por la existencia, no sé si también por la acción, de una misma persona. Antes de proseguir, y guiado como estoy sólo por un espíritu cívico del que no permito que nadie se atreva a dudar, quiero dejar claro que no soy un delator, ni un denunciante, ni un chivato, sirvo simplemente a mi patria en la situación angustiosa en que se encuentra, sin un faro que le ilumine el camino hacia la salvación. No sé, y cómo podría saberlo, si la carta que le estoy escribiendo será suficiente para encender esa luz, pero, repito, el deber es el deber, y en este momento me veo a mí mismo como a un soldado que da un paso al frente y se presenta como voluntario para la misión, y esa misión, señor presidente de la república, consiste en revelar, escribo la palabra añadiendo que es la primera vez que hablo de este asunto a alguien, que hace cuatro años, con mi mujer, formé parte casual de un grupo de siete personas que, como tantas otras, luchó desesperadamente por sobrevivir. Puede parecer que no estoy diciendo nada que vuestra excelencia, por experiencia propia, no haya conocido, pero lo que nadie sabe es que una de las personas del grupo nunca llegó a cegar, una mujer casada con un médico oftalmólogo, el marido estaba ciego como todos nosotros, pero ella no. En ese momento hicimos un juramento solemne de que jamás hablaríamos del asunto, ella decía que no quería que la viesen después como a un bicho raro, tener que sujetarse a preguntas, someterse a exámenes, como ya todos recuperamos la visión, lo mejor sería olvidar, hacer como que nada había pasado. He respetado el juramento hasta hoy, pero ya no puedo continuar en silencio. Señor presidente de la república, consienta que le diga que me sentiría ofendido si esta carta fuese leída como una denuncia, aunque por otro lado tal vez debiera serlo, por cuanto, y esto también lo ignora vuestra excelencia, un crimen de asesinato fue cometido en aquellos días precisamente por la persona de quien hablo, pero eso es una cuestión con la justicia, yo me conformo con cumplir mi deber de patriota pidiendo la superior atención de vuestra excelencia para con un hecho hasta ahora mantenido en secreto y de cuyo examen podrá, por ventura, salir una explicación para el ataque despiadado del que el sistema político vigente está siendo objeto, esa nueva ceguera blanca que, me permito aquí reproducir, con humildad, las propias palabras de vuestra excelencia, alcanza de lleno el corazón de los fundamentos de la democracia como nunca ningún sistema totalitario había conseguido hacerlo antes. Ni que decir tiene, señor presidente de la república, que estoy a disposición de vuestra excelencia o de la entidad que reciba el encargo de proseguir una investigación a todas luces necesaria, para ampliar, desarrollar y completar las informaciones de que esta carta es portadora. Juro que no me mueve ninguna animosidad contra la persona en cuestión, pero esta patria que tiene en vuestra excelencia el más digno de sus representantes está por encima de todo, ésa es mi ley, a la única que me acojo con la serenidad de quien acaba de cumplir su deber Respetuosamente. Luego estaba la firma y, abajo, al lado izquierdo, el nombre completo del remitente, la dirección, el teléfono, y también el número del carnet de identidad y la dirección electrónica.

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