Ensayo sobre la lucidez (15 page)

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Authors: José Saramago

sentido llama a la reflexión a aquellos a quienes en particular me estoy refiriendo, miles de hombres y mujeres que durante horas han aguardado con ansiedad la palabra esclarecedora de los responsables de los destinos de la patria, el gobierno cree, repito, que la acción militante más apropiada a la circunstancia presente consiste en el regreso inmediato de esas miles de personas a la vida de la capital, el regreso a los hogares, bastiones de la legalidad, cuarteles de resistencia, baluartes donde la memoria impoluta de los antepasados vigila las obras de sus descendientes, el gobierno, vuelvo a decir, cree que estas razones, sinceras y objetivas, expuestas con el corazón en la mano, deben ser sopesadas por quienes dentro de sus coches estén escuchando esta comunicación oficial, por otro lado, y aunque los aspectos materiales de la situación sean los que menos deban contar en un cómputo en que sólo los valores espirituales predominan, el gobierno aprovecha la oportunidad para revelar su conocimiento de la existencia de un plan de asalto y saqueo de las casas abandonadas, el cual, además, según las últimas informaciones, ya habría entrado en ejecución, como se concluye de la nota que me acaba de ser entregada, hasta este momento, que sepamos, son ya diecisiete las casas asaltadas y saqueadas, observad, queridos compatriotas y queridas compatriotas, cómo vuestros enemigos no pierden el tiempo, tan pocas horas son las que han discurrido tras vuestra partida, y ya los vándalos derrumban las puertas de vuestros hogares, ya los bárbaros y salvajes saquean vuestros bienes, está por tanto en vuestra mano evitar un desastre mayor, consultar vuestras conciencias, sabéis que el gobierno de la nación está a vuestro lado, ahora tendréis que ser vosotros quienes decidáis si estáis o no al lado del gobierno de la nación. Antes de desaparecer de la pantalla, el ministro del interior todavía tuvo tiempo para disparar una mirada a la cámara, había en su cara seguridad y también algo que se parecía mucho a un desafío, pero era preciso estar metido en el secreto de estos dioses para interpretar con total corrección aquel rápido vistazo, no se equivocó el primer ministro, para él fue como si el ministro del interior le hubiese soltado en la cara, Usted, que tanto presume de estrategias y de tácticas, no lo habría hecho mejor. Así era, tenía que reconocerlo, sin embargo todavía estaba por ver cuáles serían los resultados. La imagen pasó nuevamente al helicóptero, apareció otra vez la ciudad, otra vez aparecieron las interminables columnas de coches. Durante unos buenos diez minutos nada se movió. El comentarista se esforzaba por llenar el tiempo, imaginaba los consejos de familia en el interior de los automóviles, alababa la comunicación del ministro, increpaba a los asaltantes de las casas, exigía contra ellos todos los rigores de la ley, pero era patente que la inquietud lo iba penetrando poco a poco, estaba más que visto que las palabras del gobierno habían caído en saco roto, no es que él, todavía a la espera del milagro del último instante, osase decirlo, sino que cualquier telespectador medianamente entrenado en descifrar audiovisuales se habría percatado de la angustia del pobre periodista. Entonces se dio el tan deseado, el tan ansiado prodigio, precisamente cuando el helicóptero sobrevolaba el final de una columna, el último coche de la fila comenzó a dar media vuelta, a continuación el que tenía delante, y luego otro, y otro, y otro. El comentarista dio un grito de entusiasmo, Queridos telespectadores, estamos asistiendo a un momento histórico, acatando con ejemplar disciplina la llamada del gobierno, en una manifestación de civismo que quedará inscrita en letras de oro en los anales de la capital, las personas inician su regreso a casa, terminando por tanto de la mejor manera lo que podría haber estallado en una convulsión, así avisadamente lo dijo el ministro del interior, de consecuencias imprevisibles para el futuro de nuestra patria. A partir de aquí, durante algunos minutos todavía, el reportaje pasó a adoptar un tono decididamente épico, transformando la retirada de estos derrotados diez mil en victoriosa cabalgada de las walkirias, colocando a wagner en lugar de jenofonte, tornando en odoríferos y ascendentes sacrificios a los dioses del olimpo y del walhalla el apestoso humo vomitado por los tubos de escape. En las calles ya había brigadas de reporteros, tanto de periódicos como de radios, y todos intentaban detener durante un instante los coches para recibir de los pasajeros, en directo, de la propia fuente, la expresión de los sentimientos, animaban a los retornados en su forzada a casa. Como era de esperar, encontraban de todo, frustración, desaliento, rabia, ansia de venganza, no salimos esta vez pero saldremos otra, edificantes afirmaciones de patriotismo, exaltadas declaraciones de fidelidad partidista, viva el partido de la derecha, viva el partido del medio, malos olores, irritación por una noche entera sin pegar ojo, quite de ahí esa máquina, no queremos fotografías, concordancia y discordancia con las razones presentadas por el gobierno, algún escepticismo sobre el día de mañana, temor a represalias, crítica a la vergonzosa apatía de las autoridades, No hay autoridades, recordaba el reportero, Pues ahí está el problema, no hay autoridades, pero lo que principalmente se observaba era una enorme preocupación por la suerte de los haberes dejados en las casas a las que los ocupantes de los coches sólo pensaban regresar cuando la rebelión de los blanqueros hubiera sido aplastada de una vez, sin duda a esta hora las casas asaltadas ya no son diecisiete, quién sabe cuántas más habrán sido despojadas hasta de la última alfombra, hasta del último jarrón. El helicóptero mostraba ahora desde arriba cómo las columnas de automóviles y furgonetas, los que antes habían sido los últimos eran ahora los primeros, se iban ramificando a medida que penetraban en los barrios próximos al centro, cómo a partir de cierto momento ya no era posible distinguir en el tráfico a los que venían de los que estaban. El primer ministro llamó al presidente, una conversación rápida, poco más que mutuas congratulaciones, Esta gente tiene agua en las venas, se permitió desdeñar el jefe de estado, si estuviera yo en uno de esos coches le juro que derrumbaba cuantas barreras me pusieran por delante, Menos mal que es el presidente, menos mal que no estaba allí, dijo el primer ministro sonriendo, Sí, pero si las cosas vuelven a complicarse, entonces habrá que poner en práctica mi idea, Que sigo sin saber cuál es, Un día de éstos se la diré, Cuente con toda mi atención, a propósito, voy a convocar para hoy consejo de ministros para que debatamos la situación, sería de la mayor utilidad que usted estuviese presente si no tiene obligaciones más importantes que satisfacer, Será cuestión de organizar las cosas, sólo tengo que ir a cortar una cinta a no sé dónde, Muy bien, señor presidente, mandaré informar a su gabinete. Pensó el primer ministro que ya era hora de decirle una palabra agradable al ministro del interior, felicitándolo por la eficacia de la comunicación, qué demonios, tenerle antipatía no es razón para no reconocer que esta vez estuvo a la altura del problema que tenía que resolver. La mano ya estaba sobre el teléfono cuando una súbita alteración en la voz del comentarista de televisión le hizo mirar la pantalla. El helicóptero descendió casi a ras de los tejados, se veían nítidamente personas saliendo de algunos edificios, hombres y mujeres que se quedaban en las aceras, como si estuvieran esperando a alguien, Acabamos de ser informados, decía alarmado el comentarista, de que las imágenes que nuestros telespectadores están viendo, personas que salen de los edificios y esperan en las aceras, se están repitiendo en toda la ciudad en este momento, no queremos pensar lo peor, pero todo indica que los habitantes de estos edificios, evidentemente insurrectos, se disponen a impedirles el acceso a quienes hasta ayer eran sus vecinos y a los que probablemente les acaban de saquear las casas, si así fuere, por mucho que nos duela tener que decirlo, habrá que pedir cuentas al gobierno que mandó retirar de la capital los cuerpos policiales, con el espíritu angustiado preguntamos cómo se podrá evitar, si todavía es posible, que corra la sangre en la confrontación física que manifiestamente se aproxima, señor presidente, señor primer ministro, dígannos dónde están los policías para defender a personas inocentes de los bárbaros tratos que otras se están preparando para infligirles, dios mío, dios mío, qué va a suceder, casi sollozaba el comentarista. El helicóptero se había mantenido inmóvil, podía verse todo lo que pasaba en la calle. Dos automóviles pararon delante del edificio. Se abrieron las puertas, sus ocupantes salieron. Las personas que esperaban en la acera avanzaron, Es ahora, es ahora, preparémonos para lo peor, berreó el comentarista, ronco de excitación, entonces esas personas intercambiaron algunas palabras que no pudieron ser oídas, y, sin más, comenzaron a descargar los coches y a transportar dentro de las casas, a plena luz del día, lo que de ellas había salido bajo la capa de una negra noche de lluvia. Mierda, exclamó el primer ministro, y dio un puñetazo en la mesa.

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En tan escasas letras, la escatológica interjección, con una potencia expresiva que valía por un discurso completo del estado de la nación, resumió y concentró la profundidad de la decepción que había destrozado las fuerzas anímicas del gobierno, en particular de los ministros que, por la propia naturaleza de sus funciones, estaban más relacionados con las diferentes fases del proceso político-represivo de la sedición, es decir, los responsables de las carteras de defensa y de interior, quienes, de un momento a otro, vieron perder el lucimiento de los buenos servicios que, cada uno en su área específica, habían desarrollado a lo largo de la crisis. Durante todo el día, hasta la hora del inicio del consejo de ministros, incluso durante su celebración, la sucia palabra fue muchas veces mascullada en el silencio del pensamiento, y hasta, no habiendo testigos cerca, lanzada en voz alta o murmurada como un incontenible desahogo, mierda, mierda, mierda. A ninguno de ellos, defensa e interior, pero tampoco al primer ministro, y esto, sí, es imperdonable, se les había ocurrido meditar un poco, ni siquiera en estricto y desapasionado sentido académico, acerca de lo que podría sucederles a los malogrados fugitivos cuando volvieran a sus casas, aunque, de tomarse esa molestia, lo más probable sería que hubieran optado por la terrorífica profecía del reportero del helicóptero, que antes olvidamos registrar, Pobrecitos, decía a punto de llorar, apuesto a que van a ser masacrados. Al final, y no fue sólo en aquella calle ni en aquel edificio donde el maravilloso caso sucedió, rivalizando con los más nobles ejemplos históricos de amor al prójimo, tanto de la especie religiosa como de la profana, los calumniados e insultados blanqueros bajaron a ayudar a los vencidos de la facción adversaria, cada uno lo decidió por su cuenta y a solas con su conciencia, no se dio fe de ninguna convocatoria ni de consigna que fuera preciso recordar, pero la verdad es que todos bajaron a prestar la ayuda que sus fuerzas permitían, y entonces fueron ellos los que dijeron, cuidado con el piano, cuidado con el juego de té, cuidado con la vajilla de plata, cuidado con el retrato, cuidado con el abuelo. Se comprende por tanto que se vean tantas caras ceñudas alrededor de la gran mesa del consejo, tantas frentes fruncidas, tanto mirar congestionado por la irritación y por la falta de sueño, probablemente casi todos estos hombres hubieran preferido que corriese alguna sangre, no hasta el punto de la masacre anunciada por el reportero de televisión, pero si algo que hiriese la sensibilidad de los habitantes de fuera de la capital, algo de lo que se pudiera hablar en todo el país durante las próximas semanas, un argumento, un pretexto, una razón más para satanizar a los malditos sediciosos. Y también por eso se comprende que el ministro de defensa, a la chita callando, le acabe de susurrar en el oído al colega de interior, Qué mierda vamos a hacer ahora. Si alguien más oyó la pregunta, se hizo el desentendido, justamente para saber qué mierda iban a hacer ahora estaban reunidos y por supuesto no iban a salir con las manos vacías.

La primera intervención fue la del presidente de la república. Señores, dijo, en mi opinión, y creo que en esto coincidiremos todos, estamos viviendo el momento más difícil y complejo desde que el primer acto electoral reveló la existencia de un movimiento subversivo de enorme envergadura que los servicios de seguridad nacional no habían detectado, y no lo descubrimos nosotros, fue éste quien decidió mostrarse a cara descubierta, el ministro del interior, cuya acción, por otra parte, ha recibido siempre mi apoyo personal e institucional, ciertamente estará de acuerdo conmigo, lo peor, sin embargo, es que hasta hoy no hemos dado ni un solo paso efectivo en el camino de la solución del problema y, todavía más grave, hemos sido obligados a asistir, impotentes, al golpe táctico genial que fue que los sediciosos ayudaran a nuestros votantes a meter los bártulos en casa, esto, señores, sólo un cerebro maquiavélico podía haberlo conseguido, alguien que se mantiene escondido detrás del telón y manipula las marionetas a su antojo, sabemos todos que mandar retroceder a toda esa gente fue para nosotros una dolorosa necesidad, pero ahora debemos prepararnos para un más que probable desencadenamiento de acciones que impulsen nuevas tentativas de retirada, no ya de familias enteras, no ya de espectaculares caravanas de coches, sino de personas aisladas o de pequeños grupos, y no por las carreteras, sino por los campos, el ministro de defensa me dirá que tiene patrullas sobre el terreno, que tiene sensores electrónicos instalados a lo largo de la frontera, y yo no me permitiré dudar de la eficacia relativa de esos medios, pero, a mi entender, una contención que se pretenda total sólo se conseguirá con la construcción de un muro alrededor de la capital, un muro infranqueable, hecho con paneles de hormigón, calculo que de unos ocho metros de altura, apoyado obviamente por los sensores electrónicos que ya existen y reforzado por cuantas alambradas de púas se consideren convenientes, estoy firmemente convencido de que por allí no pasará nadie, y si no digo ni una mosca, permítanme el chiste, no es tanto porque las moscas no puedan pasar, sino porque, de lo que deduzco por su comportamiento habitual, no tienen ningún motivo para volar tan alto. El presidente de la república hizo una pausa para aclarar la voz y terminó, El primer ministro conoce ya la propuesta que acabo de presentar, con toda seguridad la presentará en breve para que la discuta el gobierno que, naturalmente, como le compete, decidirá sobre la conveniencia y la viabilidad de su realización, por lo que a mí respecta, no tengo dudas de que le dedicarán todo su saber, y eso me basta. En torno a la mesa corrió un murmullo diplomático que el presidente interpretó como de aceptación tácita, idea que obviamente corregiría si se hubiera percatado de que el ministro de hacienda había dejado escapar entre dientes, Y de dónde sacaríamos el dinero que una locura de ésas costaría.

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