Le pedí a mi abuela que viniese a ayudarme y empezó a sonarse la nariz como si llorara. Ya me había dado cuenta de que en los sollozos de Marita había más mocos que lágrimas. No sabes lo que daría por ayudaros, pero no puedo traicionar los deseos de mi hija. No le gustaría que fuese, y no puedo dormir por la noche pensando que estáis solos y que mi lugar está ahí. Me resulta insoportable —se sonó con fuerza— verme aquí mano sobre mano. Éste es mi castigo por no haber estado a la altura cuando mi hija me necesitó.
Apenas podía entender ya sus palabras y oí a mi abuelo que le decía tranquilízate.
No te preocupes, nos las arreglamos, le dije para sosegarla yo también, y colgué. Si a mi madre no le había importado Marita, ¿por qué iba a importarme a mí?
Me había olvidado de Laura, ya no tenía importancia. Habría dejado de existir completamente para mí, para Ángel e incluso para mi padre, que nunca le había dado un sitio en su vida. Laura no vivía mal y ya era como era. Aunque se enterase de quién era en realidad, su vida no cambiaría.
Verónica y uno más en la familia
Al meter la llave en la puerta, oí el ladrido de un perro y creí que Ana estaba en casa, lo que me contrajo el estómago. Me costaba trabajo mirarle a los ojos con normalidad, me parecía imposible que no me notara la aversión que me producía. Toda ella, desde el pelo a los zapatos, me arrancaba una hostilidad que nunca creí que pudiera sentir por nadie. Tiré todas las cosas que me había ido regalando al cabo de los años y que un día me encantaron, cuando era una niña y el mundo era inocente. Ana conocía a la familia de Laura y había engañado a mi madre, lo que olía que apestaba. Yo tenía la ventaja de no sentir por Ana tanto afecto como mi madre y me la imaginaba capaz de muchas maldades. Y además, si las recordaba a las dos juntas, tenía que reconocer que era mi madre la que se volcaba sobre Ana, la que necesitaba que Ana la escuchase, la que necesitaba verla, la que necesitaba llamar amiga a Ana, quizá porque sólo con ella podía desahogarse sobre su hija fantasma, sólo a ella esta historia no le hacía mella.
Respiré hondo y me propuse entregarme a acariciar a
Gus
para no tener que fingir demasiado con Ana. No me sentía con ánimo y tampoco quería declarar abiertamente que no la soportaba, sobre todo porque reconocía que sacaba a mi padre de su melancolía. La sorpresa fue que no era
Gus
el de los ladridos, sino un perro cuadrado de pelo largo y patas altas que, pese a saber poco del tema, supuse que era una mezcla de varias razas. ¿Un nuevo perro de Ana? No era de su estilo y además no estaba muy limpio. Y Ana jamás había sudado ni olido mal y su misteriosa casa repelería cualquier mota de polvo, de barro y de porquería. Además, la presencia de Ana se detectaba enseguida.
—¡Ángel! —grité.
—¿Qué? —se oyó a lo lejos, desde detrás de la puerta del baño.
El perro me miraba con las orejas tiesas. Debía de proceder de un ambiente poco agresivo.
—¡¿Esta cosa peluda y negra es tuya?!
Cerré la puerta de la cocina para que el bicho no pasara y no lamiera los platos y las sartenes, la encimera y las patas de la mesa, y me adentré por el pasillo. Supuse que mi padre no había llegado porque no estaba el televisor encendido, pero al pasar por el cuarto de Ángel, donde mi padre dormía desde que murió mamá, me llegó un cierto tufo a cerveza.
—Papá —asomé la cabeza—, ¿estás bien?
—He estado tomando algo con los compañeros y me ha sentado mal.
Le pregunté si quería que le hiciera una manzanilla o una tortilla francesa y se tapó la cabeza con la sábana.
—Déjale —dijo Ángel detrás de mí abrochándose los pantalones.
Me vio la cara de susto. Me vio en las pupilas al padre de Juanita. No parecía preocupado. El perro vino hacia él trotando.
—No te preocupes, me ha dicho que no volverá a hacerlo más.
—¿Y tú le crees? —dije a punto de tirarme de los pelos.
—Sí, es mejor creerle que no. La gente mayor tiene mucho miedo y hay que dejar que se le pase —dijo acariciando al perro.
Nunca se lo diría, pero oír a mi hermano hablar así me daba paz.
—¿Y este chucho? No pretenderás que duerma aquí.
—Es de un amigo, he prometido cuidárselo dos semanas.
—¡Dos semanas! Estás loco. ¿Estará vacunado? ¿Por qué no lleva collar?
En compensación, Ángel hizo unos espaguetis de chuparse los dedos.
• • •
El nombre del perro era
London
. A mí me gustaba más llamarle
Don
, me costaba menos trabajo, y cuando abría la puerta y lo oía ladrar, la casa no se me caía encima. Mi padre, nada más llegar, le ponía la correa y se lo llevaba a dar una vuelta por el parque y a veces venía más temprano porque decía que no se fiaba de que Ángel o yo lo sacásemos a hacer sus necesidades y respirar aire puro. La verdad era que yo también lo sacaba, y Ángel. En la urbanización no había un perro que estuviese más en la calle que él. A los tres días tenía su hueso de goma y unos bonitos cuencos para la comida y el agua. Una manta, champú y un cepillo para el pelo.
Y conoció a Laura. La olisqueó, meneó el rabo y la acompañamos hasta el conservatorio por el centro del parque, no por fuera como siempre, porque ahora
Don
nos protegía. Las sombras no amenazaban y la luna sonreía.
• • •
Después de una semana se había convertido en costumbre que fuese a buscar a Laura con
Don
. Solía apostarme por los alrededores de Zara, que estaba enfrente de su tienda, y cuando llegaba a nuestra altura poco a poco nos íbamos uniendo a ella hasta que ya empezábamos a hablar y Laura dejaba que
Don
le lamiese las manos y también la cara. Era muy buena chica y le gustaba que el mundo no fuese complicado ni raro; en eso se parecía a papá. No podía esperar que diera grandes pasos por su cuenta, tendría que provocarlos yo y hoy iba a ser ese día en que la situación se desatascase un poco más.
Según caminábamos, le dije que la esperaría a la salida de las clases en el bar de la esquina, a cien metros del conservatorio. Quería darle una sorpresa. No le quitaría mucho tiempo. Acarició a
Don
y entró. La cola de caballo le ondeaba sobre la espalda completamente recta de bailarina.
Laura, la hora de la verdad
Don
estaba atado a un árbol en la puerta del bar. Estaba sentado sobre las patas traseras y noté que me miraba pasar, aunque no volvió la cabeza. No era el típico perro sobre el que la gente se abalanza para acariciarlo. Cuerpo rectangular, patas largas, guedejas colgantes. No entraba por los ojos. Sería como una de esas personas a las que hay que tratar mucho para que te gusten o para quererlas. Uno de nuestros vecinos de la casa de El Olivar tenía un perrito blanco y sin pelo, con el morro rosa y patas cortas, parecía un cerdito. Todos los que se cruzaban con él se agachaban a tocarle la cabeza, y él se paraba para recibir esa caricia.
Don
no esperaba nada. Cumplía con el deber de estar atado al árbol hasta que su dueña saliera.
Nada más entrar, di un paso atrás. Al lado de Verónica había un chico de unos quince años. Fue instintivo. Sabía que no podía escapar, no me dejarían ellos y no me dejaría yo misma.
Verónica se levantó y vino hacia mí. Señaló la mesa y las sillas de madera maciza en que estaban sentados. En cuanto se corría una, parecía que el local se venía abajo.
—Te prometí una novedad y ésta es la novedad —dijo cogiendo al chico por el brazo y obligándole a levantarse.
Él no quería mirarme, no quería saludarme. No quería estar allí, se dejaba zarandear como un muñeco por Verónica. Cogió un anorak de una silla. Llevaba vaqueros y un jersey de rayas blancas y negras. Tenía las orejas de soplillo y los ojos bonitos, inocentes, como si hubiera saltado de los tres años a los quince. Para Verónica se había quedado en los tres años. Le arrancó el anorak de la mano.
—¿Dónde te crees que vas? Siéntate. Ésta es Laura y éste es Ángel. Angelito —dijo y le dio una colleja cariñosa.
Ángel seguía sin mirarme. Sin embargo, Verónica clavó los ojos en los míos. Parecían somnolientos.
—Ángel es tu hermano. Ha llegado la hora de la verdad.
Laura, no hables tanto
Con una de esas pruebas podría saber de una vez por todas quién era si yo fuese sólo un saco de células. Para mal o para bien yo era lo que ya era. Pero me picaba la curiosidad. De ser verdad que Verónica era mi hermana y el chico delgaducho mi hermano, mi vida habría sido distinta, seguramente no habría estado tan protegida. Verónica me había dicho que ellos apenas veían a sus abuelos. Habría tenido padre, una figura que nada más veía en casa de mis amigas. No me imaginaba cómo habría sido vivir con un hombre en casa. Lilí le prohibió a mamá llevar allí a sus amantes y por eso había temporadas en que vivía fuera. A veces se iba a pintar a Tailandia con su amiga. Lilí decía que tenía un agujero en la mano y que estaba dilapidando la tienda. Menos mal que te tengo a ti, me decía. No se daba cuenta de que para mí lo primero siempre sería mamá y que hiciera lo que hiciera yo estaría a su lado.
De todos modos, ya no veía a mi familia con los mismos ojos. No me veía lo que se dice aire de familia. Se suponía que me parecía a mi padre, que tendría los ojos azules y sería tirando a rubio. Y hasta que lo vi en la puerta del taxi cuando llevó a Verónica al conservatorio, había sido algo así como un espíritu que había fecundado a mi madre, un ser de paso, un meteorito que había depositado la vida en esta casa y había seguido su curso. Nunca me lo había cuestionado, había aceptado las cosas como eran. Ahora no me bastaba con lo que sabía, la cabeza me bullía y podía empezar por mi padre. Carol tenía padre y madre, Alberto II tenía a Alberto I y había conocido a su madre. Nunca me había sentido tan extraña en familia como en la boda de Alberto II.
La boda fue toda una sorpresa y aprovechamos para comprarnos Lilí y yo unos vestidos de alta costura. Mamá se puso un mantón de Manila precioso. Alberto II era muy callado y lo poco que hablaba lo pensaba mucho. Era casi imposible que metiera la pata. Siempre me había inspirado respeto. Se estaba doctorando en Matemáticas desde hacía diez años y tenía la melena rizada y revuelta como su padre, la nariz recta y fina como su padre, los ojos redondos como su padre y las piernas largas y delgadas como su padre y parecía que sólo hubiese necesitado a su padre para existir y suponía todo un misterio que hubiese tenido bastante conversación para conquistar a una chica tan desenvuelta como su reciente esposa, capaz de arrancarle el micrófono al solista de la orquesta que habían contratado para cantar ella. Al principio la aplaudimos mucho, no lo hacía nada mal, pero luego habríamos agradecido escuchar a un cantante profesional y, sobre todo, relajarnos y no tener que estar aplaudiendo a rabiar. Alguien llegó a decir que se había casado para poder cantar en su boda. Mientras tanto todas bailábamos con Alberto II para tenerle entretenido, y cuando no bailaba bebía y contemplaba embelesado a su esposa, que cada vez se encontraba más inspirada y dueña del escenario.
—Es espectacular —le dije sentándome a su lado y uniéndome a su contemplación.
Tenía más arrugas de las que siempre le había visto, los ojos exageradamente brillantes y la barba le iba saliendo como si hubiesen pasado cuarenta y ocho horas desde que dio el sí quiero.
—No creo que pueda hacerla feliz. Mírala.
La miré con mayor intensidad. Estaba cantando una ranchera y el cantante oficial bailaba con las damas de honor.
—Ella está siendo feliz, ¿no la ves? Y tú también, además, habéis dado un paso muy importante, os habéis casado. Cuando la gente se casa es por algo. Mira mis padres, no llegaron a casarse.
—¿Y tú cómo lo sabes?
Me reí mientras a él se le escurría de la mano la copa de champán y yo la recogía al vuelo.
—Todo el mundo lo sabe, mi madre es madre soltera.
—¿La otra también? —dijo.
—¿Cómo que la otra también? ¿Quién es la otra?
Se me quedó mirando como si estuviera calculando. Su rizada cabellera, que la peluquera había logrado aplacar para la ceremonia, estaba levantándose con más fuerza que nunca.
—¿No ves que estoy borracho? No me preguntes nada.
Se levantó y le cogí de la manga, casi lo tiré.
—¿Conociste a mi padre?
—¡No! —dijo.
Para desprenderse de mi zarpa, trataba de huir de mí, pero yo lo seguía medio corriendo.
—¿Nunca lo viste?
Me esquivaba dando bandazos hasta que se tropezó con un camarero, tiró toda la bandeja de copas y no tuve más remedio que dejarlo estar.
Mamá y Lilí bailaban y bebían despreocupadas. Estaban en familia, con los suyos. Lilí daba vueltas con la silla como una zumbada, y cuando Alberto I logró sentarla en un sillón para que no ocupara la pista ella sola y no atropellara a nadie, se apropiaron de la silla los niños y fue casi peor.
Tras el esfuerzo de cargar con Lilí, tío Alberto no tuvo más remedio que salir al jardín a respirar. Cogí dos copas de champán y le tendí una.
Me pasó la mano por la cabeza.
—Gracias —dijo—. Hay alguien que se acuerda del padrino.
—Es una boda increíble.
—Sí, increíble. No hay que ser adivino —dijo señalando a la novia— para ver el desastre.
—Bueno, si han dado el paso de casarse es que creen en su futuro.
El largo Alberto, con su chaqué y los canosos rizos de medio metro de altos, parecía un director de orquesta. Hizo el gesto de ya está hecho y qué le vamos a hacer.
—A mí —dije— me habría gustado que mis padres se casaran y por lo menos conocer a mi padre. ¿Cómo era?
—Esto sí que no me lo esperaba —dijo para sí—. ¿Quieres otra?
Nunca volvió. Lo esperé mientras veía desde fuera que hablaba con unos y con otros, que bailaba. Tío Alberto era cariñoso y chistoso, siempre estaba de buen humor, aunque también era cierto que nada más lo veía en fiestas de este tipo. Su buen humor, la edad y las gafas de níquel eran lo que le diferenciaba de su hijo.
Entré en la sala y me puse a bailar con él.
—Me he quedado con las ganas de saber si conociste a mi padre.
Se lo dije tan seria que supo que no se iba a deshacer de mí tan fácilmente.
—No quiero mentirte, no lo conozco.
Lo dejé ir. Yo también estaba bebiendo más de la cuenta y también le pregunté a la madre de Carol si había conocido a mi padre.