Entra en mi vida (44 page)

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Authors: Clara Sánchez

Tags: #Narrativa

Bajamos a la planta menos uno y llamó a la puerta de registros. No abría nadie, pero la hermana se encargó de encontrar a la encargada. Era una seglar o una monja sin hábito.

—Bueno, yo las dejo, tengo mucho que hacer —dijo sor Justina.

—Perdone que la moleste. Me envía la directora del colegio Santa Marta, sor Esperanza, para saludarla y pedirle un favor.

—Vaya, ¿qué tal está la madre? Hace mucho que no viene por aquí.

Tardé en reaccionar por lo menos un minuto. ¡Conocía a la madre Esperanza! Aunque no era tan raro perteneciendo a la misma congregación. Así todo era más fácil, a no ser que le diese por llamarla por teléfono.

—Está de viaje y me ha encargado comprobar un dato en los registros, me parece que tiene mucho interés.

Esperé hasta que hizo un movimiento positivo y saqué el papel que había escrito. Casi me desmayo cuando se levantó con pinta de buscar el tomo correspondiente. Llevaba una abundante melena rubia natural cortada a tazón y tenía ojos azules y saltones como dos peceras. Los dientes delanteros separados, las pantorrillas gordas. Zapatos de poco tacón, medias de lycra, jersey amarillo de lana hecho por ella misma y blusa blanca con cuello bordado, seguramente también por ella misma, asomando por el jersey. No podía dejar de fijarme en ella, se me estaba clavando en el cerebro. Detrás de mí, a unos metros, esperaba Verónica alguna señal por mi parte.

Abrió el registro y empezó a pasar el dedo. Al llegar a la fecha señalada frunció el ceño y me miró extrañada. Mi cara era de angustia, ya no podía disimular más.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

Cerró el libro.

—Hay un error. No puedo darle ese dato a la madre.

Hice el gesto, sólo el gesto, de coger el tomo.

—A ver, yo lo encontraré. No puedo irme así.

—Yo hablaré con ella, no te preocupes.

—¡Verónica! —grité.

En dos minutos llegó haciendo un ruido terrible con las botas de pitón y las bolsas de papel.

—Ahí está el registro —dije señalando el libro de tapas de cartón imitando mármol que la encargada apretaba en las manos. La sorpresa trabajó a nuestro favor. Estaba tratando de asimilar la presencia de esa chica con abrigo de visón cuando Verónica soltó las bolsas, pasó al otro lado de la mesa y le arrebató el libro.

—Busca —me dijo mientras se interponía entre la encargada y yo.

La encargada levantó el teléfono y Verónica lo colgó.

—No se te ocurra gritar o te parto la cara —le dijo con esa voz tan profundamente nasal.

Me temblaban los dedos y tenía la vista vidriosa. Estaba tardando más de lo razonable en encontrar la fecha de mi nacimiento y mi nombre. La encargada intentó salir, pero Verónica le pegó un empujón.

—Llamaremos a la policía —dijo la encargada entre enfurecida y asustada.

—Sí, a lo mejor a la poli le va a gustar ver este registro. Por cierto, no busques más, nos lo llevamos.

Y Verónica hizo lo que había visto mil veces en el cine: arrancó de cuajo el cable del teléfono, por lo que la encargada tardaría más en dar la voz de alarma.

Metí el tomo del registro en una bolsa y salimos corriendo. Seguro que cuando llegásemos a la puerta de salida estarían esperándonos, pero no era el momento de pensar, no había dónde elegir. Nos cruzamos con sor Justina y le pregunté: ¿la salida más rápida?, llego tardísimo al trabajo.

—Por ahí, por urgencias —dijo.

En la calle seguimos corriendo y nos metimos en un taxi, no podíamos arriesgarnos. Miramos a ver si nos habíamos dejado alguna bolsa. Estaba todo. Le dimos al taxista la dirección de la casa de Verónica y abrimos el tomo. Nunca había buscado mi nombre en ninguna lista con tanta angustia. Miramos varias veces para comprobarlo porque éramos conscientes de que estábamos nerviosas. Ese día, a esa hora y con mi nombre sólo había una defunción. Verónica me pasó el brazo por los hombros.

—¿Y qué más daba si tu nombre no está ahí? Estás aquí, que es lo importante.

Ya estaba tocando la verdad con la mano.

—¡Vaya chapuza! —dijo Verónica.

—Éstas ya son pruebas, ¿verdad? —dije yo.

—Vas a ponerte tu ropa nueva, vamos a tranquilizarnos merendando algo y después saldremos de caza.

Parecía que Verónica se empeñaba en desmoronar mi mundo. Me estaba irritando su melena rizada, que a la mínima me rozaba la cara, el olor a cuero de las botas, el anillo de la cobra, el visón de su madre y esa voz capaz de parar en seco a un león. Quería llegar al fondo de mi vida, y yo empezaba a hartarme de ella y de su casa llena de flores de plástico. La miré de reojo. No la soportaba.

—¿Cuándo vamos a terminar con esto? —dije.

No me contestó, iba pensando en cómo machacarme un poco más.

Capítulo 50

Verónica lucha contra el viento

No pude abrir la puerta con la llave, lo que significaba que había otra llave clavada en la cerradura por dentro y con dos vueltas echadas. Volví a intentarlo y llamé al timbre.

Noté un ojo en la mirilla y a continuación la llave y otro cerrojo adicional que pusieron mis padres cuando de pequeños a veces nos quedábamos solos.

—¿Qué ocurre? —le pregunté a Ángel limpiándome los pies en el felpudo.

—No lo sé. Ha venido un hombre muy cachas con acento raro y me ha preguntado por Laura.

Ángel echó otra vez el cerrojo. No me hacía gracia que fuese a convertirse en un miedoso, sería algo que en el futuro le quitaría mucho atractivo.

Soltamos las bolsas en el sofá.

—¿Me habéis comprado algo?

Le contesté con otra pregunta.

—¿Llevaba el pelo rapado al uno?

—Sí.

—¿Tenía la cara redonda?

—Sí.

—¿Iba poco abrigado?

—Sí.

—¿Era un poco más alto que yo y menos que tú?

—Sí.

—Pues entonces es Petre —intervino Laura—. No sé para qué lo quiere Lilí si puede andar perfectamente.

Por fin empezaba a reconocer la realidad. Ángel saltaba de una a otra sin entender.

—Yo también la vi andando en la tienda cuando te tenían retenida.

—Estaba enferma —puntualizó Laura.

Era mejor no tratar de convencerla, sería como luchar contra el viento. Era ella quien debía aceptar su propia vida.

—Le pregunté quién era —dijo Ángel—. Y él no contestó, volvió a preguntar por Laura. Dijo que tenía que darle un recado muy importante. Le dije que aquí no vivía ninguna Laura, creí que era lo mejor. Después me puso la manaza en el pecho y me empujó hacia adentro. Llevaba un sello de oro en el anular. Entró y cerró la puerta. Estaba seguro de que iba a sacar un arma.
Don
, el pobre, ladraba desesperadamente desde el porche, tras la puerta de cristal. Ojalá hubiese podido atravesarla, le hubiera dado un buen susto al matón ese.

—¿Sacó un arma? —preguntó muy preocupada Laura.

Ángel negó con la cabeza.

—Miró por la casa, en las habitaciones. Menos mal que dejé mi cama perfectamente hecha. Menos mal que alguien es ordenado en esta casa. Vio tres usadas y una sin usar. Se marchó sin acabar de creérselo. En la puerta dijo que le dijera a Laura que su abuela estaba muy enferma y necesitaba verla.

A Laura se le descompuso la cara. ¿Sería verdad? Quizá el disgusto de su huida la hubiese hecho recaer. No tuve más remedio que gritarle para que saliera del trance.

—¡Cuando escapaste estabas aterrada!

—Me sugestioné —dijo con la mirada perdida.

—¿No te das cuenta de que están compinchados? Sólo Ana conoce esta casa y sólo ella les ha podido dar la dirección. ¿Te parece normal entrar en una casa a la fuerza y amenazando?

—Lilí debe de estar desesperada —dijo como poseída.

—¿Y tu madre? ¿A tu madre le da igual?

—Ella es más fuerte y más joven.

—No tanto —dije pensando en la diferencia de edad entre su madre y la mía.

—No sé qué hacer —dijo—. No sé si llamar para ver si de verdad está enferma.

—Lo que quieras —dije armada de paciencia aunque me estaba sacando de mis casillas—, pero antes vamos a echarle otro vistazo al registro de Los Milagros y nunca mejor dicho.

No protestó. Se sentó en el sofá y lo abrió sobre mis vaqueros, que hacían que dentro de ellos sus piernas parecieran aún más finas. Encendí los apliques de la pared. El jardín estaba siendo invadido por un gris oscuro que deshacía el tiempo y el espacio, la verdad y la mentira.

Ángel se sentó a su lado observando el libro con curiosidad. La luz de los apliques caía sobre sus cabezas, frente, orejas, nariz, manos. Qué parecidos eran. No podía ser casualidad. Mamá, tenías razón, tu hija está viva y se llama Laura.

—Podría ser de verdad una confusión, estás demasiado convencida —me dijo Laura.

—Y tú estás empeñada en creer lo que quieres creer.

Me arrepentí nada más decirlo. No podía exigirle que fuera como yo. A mi puerta no había llamado nadie diciendo: mira, somos tu nueva familia, esa de ahí era de atrezo. Mi madre nunca llegó a dar este paso seguramente por respeto a Laura.

—No quería decir eso —dije.

Ángel le retiró el libro con delicadeza y se puso a estudiarlo.

—Cuántas defunciones de recién nacidos. Parece una epidemia —dijo.

Llevamos el libro a la mesa de caoba, nos sentamos en tres sillas y empezamos a pasar hojas intensamente, aunque con más serenidad que antes.

—Tú no has sido la única, huele a mierda que apesta —dije. Laura no contestó. No querría más enfrentamientos conmigo—. Es anormal que hayan muerto tantos niños en un mismo hospital —continué.

—Parece muy gordo, una de esas noticias que abren el telediario —añadió Ángel.

—Bueno. Vete a estudiar —dije— y cuando estés solo en casa, si llama alguien, no abras; papá lleva llaves. Dejaremos a
Don
dentro.

—¿Y me olvido de todo? —dijo sin ninguna gana de estudiar.

—Sí. De la mañana a la noche te olvidas de muchas cosas que no deberías olvidar, como sacar a
Don
al parque, por ejemplo. Así que olvida también esto hasta… que yo te lo diga.

—Me encanta veros discutir —dijo Laura melancólica mientras Ángel enfilaba el pasillo a grandes zancadas—. Yo nunca he tenido un igual en casa con quien pelear.

—Si quieres puedes meterte con Ángel, a él le va la marcha. Le vuelve loco que se le regañe y se le mande hacer esto y lo otro y no hacer ni caso, como si estuviera sordo.

Sonrió con una ligera amargura. Ahora cualquier gesto de Laura tenía un matiz añadido, y su vida también tenía una historia añadida.

• • •

Cada vez admiraba más a mi madre: cómo había echado el freno ante el precipicio de Laura, cómo se había aguantado las ganas de montar la de Dios. Sabía que si se pisaba la línea del respeto, como acabábamos de pisarla todos, podría ocurrir cualquier cosa. Petre había cruzado el umbral de esta casa sin permiso y le había puesto la mano encima a mi hermano, había entrado en nuestras habitaciones. Daba miedo pensar hasta dónde podrían llegar. Laura no dejaba de pasar las hojas del libro de registro. Cogió un folio y un bolígrafo y empezó a apuntar. Era víctima sin saberlo. Nosotros también éramos víctimas. Ángel acababa de pasar un mal trago. No era tiempo de miramientos.

—¡Laura! —grité sacándola de su doloroso ensimismamiento—. Vamos a hacerle una visita a la actriz.

Capítulo 51

Laura, visítala

Todo el mundo sabe lo que es una pesadilla, todo el mundo ha tenido alguna, incluso los más felices y alegres sueñan cosas raras y terroríficas. Así que lo que me estaba pasando a mí no era nada especial.

Verónica vino por detrás, me cerró el libro de registro y se lo llevó probablemente a esconderlo porque a estas alturas sería vox pópuli que lo habíamos robado. Me dijo que nos marchábamos a ver a Carol. Se me aceleró el pulso, necesitaba descansar, asimilar las novedades. Tenía que hacerme a la idea de cómo iba a presentarme ante Carol. Carol era mi prima adorada, admirada, no se portó bien conmigo cuando estuve enferma en casa, pero éstas eran ya palabras mayores. Me daba miedo que por mi culpa se destruyera el mundo.

Le pregunté a Verónica si teníamos algún plan y me contestó que no teníamos tiempo de hacer ninguno, que nos dejaríamos llevar por el viento. No me parecía serio, era como si yo improvisara mis clases: resultarían desastrosas.

Me quedé paralizada, mientras ella escondía el libro, hasta que oí una voz.

—¡Cámbiate de ropa, por Dios! Para eso hemos ido a comprar.

Últimamente me hablaba gritándome, la estaba sacando de quicio. A mí me repateaba toda ella. De todos modos, yo no podía ofrecer ninguna alternativa. Saqué, del pack de oferta de cinco bragas, una. También me puse el sujetador y los vaqueros nuevos y un jersey negro de cuello vuelto. Encima Verónica se empeñó en que me pusiera un abrigo de visón. Dijo que me pegaba más que a ella. Me pasé su cepillo por el pelo y le grité que estaba dispuesta para marcharnos.

La esperé contemplando el retrato de Betty. Sonreía pero tenía la mirada triste. Greta casi nunca sonreía, pasaba de la seriedad a la risa, pero jamás estaba triste ni melancólica. Betty irradiaba mucha fuerza, energía humana, y aunque ya no estuviera se notaba en el ambiente que había estado. Seguramente era una persona de sentimientos sinceros, llena de pasión, con inclinación al bien y con bastante mal gusto para la decoración. Era una pena no haber llegado a tiempo de conocerla.

—Era guapa, ¿verdad? —dijo Verónica detrás de mí.

No contesté. Me sobrepasaban los sentimientos que debería tener y no tenía. Empezaba a mortificarme no sentir nada hacia mi verdadera madre.

—Antes de marcharnos debemos tomar algo. Mi madre siempre decía que no había que salir a la calle con el estómago vacío. Voy a hacer café.

Se tomó un café con leche con una magdalena y tuve que convencerla de que yo tenía bastante con un té. Ya era bastante con que cambiase la vida a mi alrededor, no hacía falta que yo también me convirtiera en otra persona.

Fuimos a esperar a Carol a su apartamento. Con las ganancias de la serie se había comprado uno con vistas al paseo de la Castellana. Muebles blancos, moqueta gris, gran ventanal, manga larga en verano y manga corta en invierno. Había que quitarse los zapatos en la entrada y no tenía armarios, sino un vestidor forrado en madera también blanca. No se duchaba, se bañaba con sales y velas encendidas. En la cocina no había guisado nunca, como mucho se hacía un té.

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