Vimos cómo se secaba y se vestía y nos pedía que nos quedáramos a comer con ella y su madre. Les encantaba tener a gente en casa. Ana apareció vestida con sus tradicionales tonos arena en un tiempo récord y le pidió a su hija que no insistiera. Otro día, dijo, porque hoy debíamos solventar algunos asuntos de trabajo. Ésta era la clave, Laura y yo éramos trabajo para Ana, no se trataba de nada personal.
Según pasaban los minutos iba leyendo en Ana como en un libro abierto. Había conseguido tener una buena vida a costa de gente como nosotros. Lilí y Greta le habían comprado a Laura. Un buen negocio a la vista del tren de vida que llevaba.
Se lo dije sentadas en aquella cafetería en que los camareros la reverenciaban.
—Devuélveme la foto de Laura que cogiste de la cartera de cocodrilo aquella tarde que estuviste sola en casa.
—No sé de qué hablas.
—Tú lo sabes y yo lo sé. Has abusado de nosotros de todas las formas posibles. Vas a ir a la cárcel —dije.
—¿Por qué? Lo único que tenéis son sospechas. Sospechas, suposiciones, dudas mezcladas con vuestra tragedia personal.
—Vas a ir porque se me ha metido en la cabeza.
—Estás loca. Es una fantasía.
—¡No le digas eso! —dijo Laura con la cara roja de ira o de vergüenza—. Ni estaba loca Betty, ni ella ni yo. Puedes ir diciéndole al doctor Montalvo que vamos a ir a hacerle una visita. Me gustaría saber qué mierda me estaba dando en casa de Lilí.
—No tenemos todo el tiempo del mundo, querida Ana. Así que como no nos digas algo que nos convenza vamos a volver a tu casa contigo y tendremos una charla con Sara.
—No os creerá.
—Es igual. Propagaremos esta historia, se enterará todo el mundo. Unos la creerán y otros, no. Pero ya te puedes imaginar lo que te espera.
Miró a derecha e izquierda como para inspirarse y cruzó sus elegantes manos bajo el mentón.
—Yo no tuve nada que ver. Acompañé a Betty y ya está, pero después me enteré de que la comadrona, una tal sor Rebeca, no era trigo limpio.
—¿No ser trigo limpio es decirle a una madre que su hijo ha nacido muerto y venderlo? —dijo Laura, a la que ya no me imaginaba llevando el negocio de doña Lilí de tan buena gana.
—Dicho así suena… —dijo Ana.
—Suena mal, ¿verdad? —dije—. Haz lo que te parezca, aunque creo que no te conviene hablar más de la cuenta con tus amigos porque cargarán contra ti como ha hecho Carol.
Laura, ¿estás loca?
Cuando llegamos a casa tras la tensa entrevista con Ana, una prueba más a favor de que no estábamos locas, me esperaba en el contestador una llamada del chico del local de ensayos, que Verónica llamaba la Estaca y cuyo nombre real era Valentín, lo que me recordaba que llevaba sin hablar con Pascual más de un mes y que cada día que pasaba me encontraba con menos ganas de contarle lo que me estaba ocurriendo, más que nada porque de entrada no se lo creería. Creía que porque trabajaba en un laboratorio con tubos de ensayo tenía que dudar de todo lo que sonara extraño. Siempre había admirado su vida en París, su beca, su brillante futuro, y me sentía muy orgullosa de que hubiese puesto sus ojos en mí. Pero la verdad era que últimamente pasaban los días y las semanas sin que me acordara de él, sobre todo desde que estaba metida tan profundamente en mi propia vida. Nunca antes yo había tenido tanta importancia para mí misma, más que Pascual, más que Lilí, más que Greta y que el universo entero. La madre que me había dado la vida no me la había dado. Mi abuela no era mi abuela, la tienda que iba a heredar ya no sería mía. Todo lo que creía que tenía no lo tenía. Mi prima Carol no era mi prima, ni Alberto I y Alberto II mi familia. Ana no era quien creía que era. Sólo podía estar segura de mí y de lo que sabía hacer, bailar, dar clases, vender. La verdad estaba desmoronando mi mundo, pero no a mí. Ya no tenía que complacer a Lilí, lo único que tenía que saber era qué quería hacer yo.
Valentín, este nuevo ser que aparecía en mi nueva vida, me pidió que le acompañara a la boda de Mateo, lo que sería traicionar a Verónica, la persona que el destino había elegido para que me guiara por una cueva oscura en que jamás habría entrado por propia voluntad. A Verónica le había tocado el trabajo sucio de sacarme de mi propia vida, infinitamente más trabajoso que sacar a alguien de un pozo oscuro o de una casa en llamas. Se había arriesgado a equivocarse y a que yo la odiara por dejarme sin seguridad, sin cariño y sin dinero, sin un techo y con un pasado que sólo me había creído yo. No lo había hecho por mí, lo había hecho para recompensar a su madre de los malos ratos que este asunto le había hecho pasar. De todos modos, era la única persona a la que podía respetar y decidí decirle a Valentín que no contara conmigo, pero Verónica me animó a ir, me dijo que Mateo podía hacer de su capa un sayo y que ella aprovecharía para visitar a algunos clientes. Me dijo que era demasiado remilgada y mirada y que empezara a ser más brusca y a tener más mala hostia o se mearían y cagarían en mí. Estaba segura de que hablaba así para desagradarme y que no sintiera pena por ella. Me dijo que tenía que procurar no caerle bien a todo el mundo porque no todo el mundo se lo merecía.
Le llevaba dos años de edad, y ella parecía mayor, pero en el fondo era yo la que había sufrido, la que había sido robada, vendida al nacer y engañada hasta el día de hoy.
Me puse un vestido de terciopelo verde de Betty, que Verónica había conservado junto con el resto de la ropa, y como me estaba bastante ancho me lo sujeté en la cintura con una lazada. Lo completé con unas medias negras de Verónica y las botas más presentables que tenía. Me recogí el pelo, me puse el visón, me maquillé; me pinté los labios de rojo con medio carmín de Yves Saint Laurent que me recordó los que me regalaba Ana.
La ceremonia se celebraba en una ermita cerca de la finca donde iban a vivir, a cincuenta kilómetros de Madrid. Ella estaba maravillosa, pero nunca se lo diría a Verónica, le diría que Valentín había estado hablándome toda la ceremonia y que no me había fijado. Aunque al principio no me preguntara, convencida de que ya no le importaba Mateo, seguro que después le picaría la curiosidad y acabaría sacando el tema.
El convite se celebró en la misma finca. Había tractores, gallinas, huerto y un caballo precioso en un cercado. Sus hijos serían increíblemente felices allí. Después el grupo tocó durante toda la noche, y Valentín y yo nos dimos un paseo al raso mirando al cielo. Ninguno sabíamos nada de las estrellas, sólo distinguíamos la Osa Mayor y el Carro. El oxígeno era tan puro que se me aceleró el corazón. Qué afortunada era por poder estar allí debajo de la luna nueva. Nos besamos con un beso largo que lo cambió todo. A partir de ese momento Valentín entraba en mi vida.
Regresé sobre las doce del día siguiente. Cada vez mi casa anterior, donde estaban todas mis cosas, era más lejana y esta nueva casa, donde todo era prestado, más cercana. Estaba Ángel haciéndose un bocadillo, y
Don
me saltó encima. No sabía dónde paraba Verónica. Estará viendo clientes, dijo.
Se me quedó mirando, observando. Yo no podía disimular lo contenta que estaba, hasta el punto de que de vez en cuando hacía un esfuerzo por acordarme de mi drama y me centraba en el presente. Sabía que tenía que comer algo, pero no tenía hambre. Creo que por primera vez le miré sonriente.
—Me alegra que estés más animada.
Daniel se había empeñado en llevarle en el taxi al instituto por la mañana. Pero ahora estaba trabajando, qué iba a hacer. Así que yo me empeñé en acompañarle dando una vuelta con
Don
y luego iría a recogerle si no le importaba. Mejor prevenir que curar, serían unos días fuera de lo normal.
Me sentía responsable de Ángel. Él no tenía por qué pagar los platos rotos de tanto egoísmo. No tenía la culpa de lo que me había ocurrido a mí por mucho que yo tampoco la tuviera.
Ángel andaba a mi lado adaptándose a mi paso y dejando que brazos y piernas se soltaran a placer dentro de la ropa que siempre parecería tres o cuatro tallas mayor que la suya, como si esperase llenarla algún día.
A la vuelta, abrí la puerta y me encontré muy rara. Sería la primera vez que estaba sola en esta casa prestada, una casa que habría podido ser la mía.
Don
se resistía a entrar, quería corretear un poco más, hasta que al final se resignó, se tumbó en su manta, puso la cabeza sobre una pata y se me quedó mirando con cara de enfado. Era como un niño. Su meta era jugar, disfrutar de su agilidad, hacer su gusto y ser feliz. Seguramente yo también había sido como
Don
. Incluso bajo la mirada vigilante de Lilí corrí, jugué y me imaginé que estaba en otras partes.
Me daba un poco de aprensión meterme en el interior de esta casa y procuré no pasar a las habitaciones. Betty me miraba desde su retrato y
Don
desde la manta. Así que me dediqué a limpiar la cocina y el polvo del salón. Traté de quitar de la mesa de caoba el cerco que había dejado un vaso. Todo esto le agradaría a Betty. Y aunque no debía hacerlo abrí el frigorífico y le puse en el plato de
Don
unos espaguetis resecos que habían quedado de la otra noche. Ésta era la casa de los espaguetis con tomate, puro veneno para una bailarina.
Había empezado a hacer unos estiramientos cuando sonó el teléfono. Era Verónica, tenía algo que contarme y me esperaba en la estación de Atocha.
Don
estiró las orejas cuando vio que me ponía el abrigo. Ya no podría ir a recoger a Ángel.
Verónica y sor Rebeca
Sor Rebeca estaba jubilada y se había retirado a una residencia de la congregación en Guadalajara, así que tomé el cercanías y me adormilé pensando en mi madre y en lo asquerosa que fue la vida con ella y las pocas oportunidades que le dio. Por eso yo a la vida le haría las concesiones justas.
Era un convento modernizado por dentro con radiadores para la calefacción y rampas para las sillas de ruedas. En el centro había un patio con muchas plantas y una fuente. No se debía de estar nada mal allí. Utilicé el nombre de la directora del antiguo colegio de Laura, sor Esperanza, para acercarme a ella. Le dije que me había mandado a saludarla, ella estaba muy liada con el colegio.
—¿Aún sigue en activo? ¡Qué mujer! Siempre al servicio de los demás.
La hermana Rebeca tenía mirada rígida, voz rígida, mandíbulas rígidas, cara de haber sufrido o de haber hecho sufrir. Ojos astutos entre pliegues de pellejo. Debía de saberlo todo sobre el engaño, y aunque le hubiera gustado pensar que había gente fuera de aquellos muros que se acordaba y preocupaba por ella, no llegaba a creérselo del todo. Estaba sentada en una silla en una galería soleada con plantas en grandes macetones y otras ancianas también en sillas. La joven hermana que me condujo hasta ella dijo de sor Rebeca que las piernas le fallaban, pero que de cabeza estaba muy bien.
Sor Rebeca me preguntó cómo me llamaba. Me acuclillé junto a ella en posición de respeto y subordinación.
—Verónica.
Me preguntó la edad.
—Diecisiete.
Me preguntó qué tal iba sor Esperanza de su hígado.
Le dije que si se encontraba mal lo disimulaba porque no paraba en todo el día y pensé que tendría que haber contado con Laura para esta entrevista porque ella conocería todas las respuestas, pero por otro lado quizás la presencia de dos personas habría intimidado a sor Rebeca.
Me miró empequeñeciendo aún más los ojos como si achicándolos pudieran penetrar en mi cerebro.
—Dicen que el colegio tiene problemas de financiación.
—A los centros religiosos cada vez les cuesta más mantenerse en pie —dije tratando de no meter la pata.
Suspiró con un suspiro de desagrado.
—No sabemos adónde vamos a llegar. Dile a sor Esperanza que yo también me acuerdo mucho de ella y que me paso casi todo el día sola. No me quejo porque Dios sabe lo que hace.
Volvió a mirarme detenidamente. Tenía las manos cruzadas sobre el hábito y una le temblaba ligeramente.
—Coge una silla de por ahí.
Me observó alejarme y acercarme. Me había quitado la cazadora y me había sacado los pantalones por encima de las botas para inspirarle más confianza.
—¿Por qué te ha enviado a ti? —dijo mientras me sentaba.
—Le hago recados de vez en cuando, sobre todo desde que he empezado la universidad.
—Necesitas dinero.
Cabeceé afirmativamente.
—A sor Esperanza, más que el hígado, le preocupa su sobrino —dije.
Sus ojos se movieron inquietos tratando de relacionar a sor Esperanza con un sobrino. Permanecieron a la espera. Ya no tenía la impresión de hablar con una anciana al sol, debía tener mucho cuidado de no pisar una mina.
—Resulta que está casado con una chica estupenda, pero no pueden tener hijos.
—Ya —dijo, como si de pronto le cuadrase mi visita—. ¿Y te ha dicho que me lo cuentes?
—No sabe qué hacer. Los pobres tendrán que esperar años para adoptar.
—Es una pena. Los niños son una bendición. ¿Tienes novio?
—Tenía —dije—. Se acaba de casar con otra. Está embarazada.
Como era verdad, me tembló la voz al decirlo y se me quebró la última palabra en los labios. Sor Rebeca levantó una mano y la puso encima de las mías. Estaba bastante fría, pero lo preferí a que estuviera caliente.
—Vendrán otros, no te preocupes. Me gustaría levantarme y dar una vuelta por el atrio.
La ayudé a ponerse en pie y comenzamos a andar despacito. Era más baja que yo y tirando a flaca. Calculé que si se desvanecía podría sujetarla. Era desesperante andar a este ritmo, pero merecía la pena. Ella se aprovechaba de mí y yo de ella.
Dijo en voz baja:
—Sor Adelina es muy buena, pero perezosa. Me pasea cinco minutos y ya tiene otra cosa que hacer.
Creí prudente no hacer ningún comentario.
Anduvimos un interminable cuarto de hora. Sor Rebeca hablaba de gente del convento que yo no conocía, de tiempos en que nadie se escaqueaba del trabajo.
—¿Y en el hospital? Dice sor Esperanza que fue usted comadrona.
—Traje muchos niños al mundo. Tenía muy buena mano. Ninguno me salió morado, ninguno se me ahogó con el cordón.
—Eso dice sor Esperanza.
De vuelta hacia la silla, nos sumimos en un silencio de varios minutos en que sor Rebeca parecía estar cavilando.
—¿Cómo se llama el sobrino?