—Creo que Gabriel. Ella lo llama Gabi.
—¿Y su mujer?
—Sofía, Sofi.
—¿En qué trabajan? ¿Qué vida llevan? —dijo dejándose caer en la silla. Yo le cogía la mano con fuerza para que no se desviara.
—Sor Esperanza me ha contado que es un chico con mucho porvenir. Parece que está muy orgullosa de él. Tiene un puesto muy bueno en una multinacional. Su mujer da clases particulares de idiomas. Tienen una casa muy bonita, con ellos un niño sería muy feliz.
—¿Dónde tienen la casa?
—No lo sé. No me lo ha dicho.
—Sor Esperanza tendría que hablar conmigo directamente. Hace mucho que no nos vemos.
—Ella prefiere que hable conmigo y más adelante vendría a verla. No sé qué le parece.
—Las cosas han cambiado, yo ya estoy retirada, pero conozco a alguien que quizá pueda echaros una mano. Acompáñame a mi habitación.
Otra vez tardamos media hora en recorrer treinta metros. Sor Adelina, la monja joven, nos saludó con la mano, encantada de que yo le quitara a sor Rebeca de encima.
En la habitación se sentó en la cama. Daba a una ventana con vistas a la galería soleada, que ella llamaba atrio, de donde veníamos. Había otra cama sin vistas junto a la puerta.
—Abre ese cajón —dijo señalando una cómoda— y dame la agenda y un bolígrafo.
Se lo di.
Arrancó una hoja y anotó con la mano ligeramente temblorosa un nombre y un número de teléfono. Tardó un siglo en la operación. Verdaderamente la vejez era terrible, pero también la infancia, cuando se depende al cien por cien del corazón ajeno.
—Solamente tiene que llamar de mi parte y decirles que me gustaría que esta pareja pudiera ser feliz.
Le dije que yo me encargaría de llamar porque sor Esperanza prefería no meterse.
—Pero ¿vendrá a verme?
—Por descontado.
—Pide las condiciones. Si tienes alguna duda, ven a verme.
—Pero ¿cómo lo van a hacer? —pregunté.
—Paso a paso. Una persona os llevará a otra y a otra y al final todo saldrá bien. No te preocupes.
—Vendré a verla pronto, sor Rebeca. Tengo mucho que aprender de usted. Voy a guardar esto en su sitio —dije cogiendo la agenda y el bolígrafo.
Dejé el bolígrafo, pero la agenda me la metí en la cinturilla del pantalón. Recogí mis cosas y me fui a la puerta. Desde allí la miré un momento. No le llegaban los pies al suelo. Tenía una mano sobre otra.
—Si ves a sor Adelina dile que tengo que ir al baño.
Adiós, adiós, le dije a sor Adelina y otras monjas camino de la salida. Me puse la cazadora, me metí los pantalones dentro de las botas, me saqué la agenda de sor Rebeca de la cinturilla del pantalón y miré el nombre escrito por ella en el papel. Casi me mareo al verlo. Ana Cavadas y un teléfono. Ana la del perro, Ana la de la hija hindú, Ana la de la piscina, Ana la del amante tailandés, Ana la amiga de todo el mundo. Estaba deseando repasar la agenda de la monja, seguro que sería interesante. No veía el momento de contárselo a Laura, así que en cuanto pude la llamé por teléfono a casa para que fuera a buscarme a la estación de Atocha.
Laura, bebe conmigo
No tuve que mentir ni fingir con Verónica para no contarle lo mío con Valentín, ni eludir detalles de la fantástica boda de Mateo, ni de la belleza de la novia, ni de la finca con caballos. Llegó excitada. Nos encontramos en la salida de la estación y tras preguntarme qué tal de pasada dijo que venía de tener una charla con sor Rebeca, la comadrona que probablemente me trajo al mundo y que me entregó a Greta y Lilí. A no ser que la monja chocheara más de lo que parecía, el negocio continuaba porque Verónica se inventó una pareja que no podía tener hijos y ella picó y le dio el nombre de un contacto: Ana. La amiga de Greta y amiga de su madre había sido la intermediaria entre Greta y sor Rebeca.
—Estamos en lo cierto —dijo—. Es un negocio con compradores, vendedores, intermediarios, asesores y a saber qué más. Lo siento. Siento que te haya tocado a ti.
No comprendía que lo que para ella suponía un triunfo para mí era la confirmación del fracaso de toda una vida.
—Me gustaría tener una vida normal. Valentín me ha pedido que salga con él.
Cerró los ojos para tratar de entender. Comprendió que había pasado la noche con Valentín o la Estaca en la boda de Mateo y que no valoraba sus esfuerzos en la justa medida.
—Este asunto es muy gordo, no te afecta sólo a ti, ¿sabes?
—Sí, pero quiero empezar a ser como todo el mundo y no esa pobre niña rodeada de mentiras. No puedo más.
Verónica apretó las mandíbulas, no metafóricamente, sino de verdad. En los ojos se iba acumulando un brillo exagerado. De un momento a otro podría romper a llorar o gritar o a pelearse con la gente. Necesitaba hacer algo y sacó una cajetilla aplastada del bolsillo de la cazadora; tuvo que enderezar el cigarrillo para encenderlo. Se lo encendió con un Zippo y el leve olor a gasolina suavizó el ambiente. Lo abrió y cerró varias veces. El humo le pasó por la cara como un velo y tras ese velo sus ojos eran más grandes y brumosos.
—Cuanto antes terminemos, antes podrás seguir con tu vida y yo con la mía —dijo.
—Querrás decir empezar con mi vida.
Nos detuvimos para que pudiera sacar de la mochila una agenda muy usada.
—Tienes delante de ti la joya de la corona.
Fui a cogerla y me sujetó la mano.
—Aún no la he abierto. Se la he mangado a la hermana Rebeca.
Nos quedamos contemplándola como si fuera exactamente eso, una joya.
Pasamos a un bar de aluminio y cristal y Verónica le pidió al camarero dos copas de Rioja.
—No quiero beber sola —dijo.
Chocamos las copas sin brindar por nada y abrimos la agenda. La letra era increíblemente redonda y pequeña. Costaba verla, pero una vez vista se entendía muy bien. De todos los nombres apretados unos contra otros con marcas y señales imposibles de entender, conocíamos el de Ana, el doctor Montalvo, Lilí y Greta, con una flecha que llevaba a Betty. Nombres de otros doctores, con una flecha que llevaba a la clínica Los Milagros. Muchos nombres, como el de Betty, tenían un número microscópico al lado. ¿Qué querían decir? Habíamos juntado las sillas y nos pasábamos la agenda para que una viese lo que no veía la otra. Verónica se terminó enseguida la copa y estaba eufórica. Todo encaja, decía, todo encaja, como si la agenda fuera una bola de cristal en que estuviésemos viendo la historia de mi vida. Hasta que le hice bajar de las nubes. Figuraba el nombre de su madre, lo que significaba que a su madre le habrían quitado una hija, pero no el mío lo que significaba que no tenía por qué ser yo esa hija. Entonces ella, mientras pedía otras dos copas, aunque yo no me había terminado la mía, me puso delante de las narices los nombres de Lilí y Greta. Como refuerzo de la tesis estaba la clínica Los Milagros, donde nací.
Nos terminamos la segunda copa al mismo tiempo.
—¿No te parecen datos suficientes para que te hagas las pruebas?
La verdad era que por nada del mundo pensaba hacerme los análisis. Todavía no había llegado el momento de tener otra familia. Por una vez quería elegir yo. Quería decidir si tener o no hermanos, si tener o no un padre. Si Betty era mi madre algún día lo sabría con total certeza, y si Verónica era mi hermana también lo sabría. De momento, las cosas estaban bien como estaban.
De pronto, Verónica cerró la agenda y se levantó.
—Vamos a ver a María, la ayudante del detective Martunis.
El vino se me había subido un poco y me sentía dicharachera. No había comido y seguramente tampoco Verónica, pero no se lo recordé.
—Mateo no se ha quitado el anillo de la cobra. Lo llevaba el día de su boda —dije.
• • •
Esta vez María, nada más vernos, colgó el teléfono y nos hizo pasar al despacho de su jefe, Martunis. No sé cómo podía moverse con unos pantalones tan ceñidos y por la forma de mirarla creo que Verónica se preguntaba lo mismo. Se sentó en el sillón tipo trono de detrás de la mesa y nos preguntó qué era eso tan importante que habíamos conseguido. ¿Cómo había adivinado que teníamos algo importante?
—Son muchos años de experiencia.
Verónica le contó todo y le enseñó la agenda de sor Rebeca. María suspiró y se pasó el dorso de las manos bajo la melena, que se abrió a su alrededor.
—¿No te dije que las piezas encajarían? Ahora tendríais que llevar estas pruebas a un abogado. O mejor, tendríais que tratar de localizar a otras víctimas. Esta agenda debe de estar repleta de ellas. Yo lo haría pero os cobraría. Os saldría caro, así que de ser vosotras me pondría manos a la obra. Primero estudiad la agenda a conciencia para detectar cuáles son las familias perjudicadas y luego empezad a llamarlas. Lo ideal sería que os unieseis. Será un proceso largo y cansado, injusto y decepcionante muchas veces, pero haréis historia. Quizá cuando seáis muchos podáis contratarme. Y tú —dijo dirigiéndose a mí— no tengas prisa y no tengas miedo porque eres muy joven y la vida es maravillosa.
Verónica en familia
La vida maravillosa. Parecía que María me había quitado esas palabras tan mías para regalárselas a Laura. No tenía nada en contra, la prioridad era que se hiciera justicia con Laura. María nos acompañó a la puerta y nos deseó suerte. Yo iba a preguntarle si existía algún detective Martunis o si se lo había inventado para protegerse, su particular escudo en un mundo de hombres, pero no me atreví, no tenía derecho a irrumpir en la intimidad de María. Todo lo que ella hacía estaría bien hecho y me quedé con ganas de decirle que para mí ella valía más que todos los Martunis del mundo juntos. Y lo que la hacía sobrehumana es que llevase la agencia ella sola, que pudiese investigar y al mismo tiempo estar en la oficina y encima ir siempre tan arreglada.
Mientras la estaba escuchando en el despacho se me ocurrió algo y a la salida arrastré a Laura a la oficina de correos donde tenía su apartado la Vampiresa. Tecleé la clave de su caja y guardé dentro la agenda. De paso me cercioré de que, por lo menos a simple vista, nadie había metido mano en el dinero. Laura asistía a la operación completamente sorprendida.
—Aquí la agenda estará segura, nadie podrá robarla. A estas horas puede que sor Rebeca ya se haya dado cuenta de su pérdida y la relacionará conmigo, pero no es seguro porque no puede andar sola, tendría que haber sospechado de mí para ir a mirar al cajón de la cómoda.
—A las monjas no se les escapa nada —dijo Laura—. Al final atará cabos. ¿Y sabes una cosa? Yo ya sé todo lo que tengo que saber. He sido utilizada desde que nací, no digo que me hayan maltratado o que me hayan dado una mala vida, pero se podría decir que el cariño que les tengo a Lilí y a Greta es un cariño que ellas un día compraron a sor Rebeca y a Ana. Ahora lo único que quiero es recuperar mi documentación y mis cosas personales, mis libros, la ropa. He trabajado muchísimo en la tienda, no tienen por qué quedarse con todo lo mío. Les he pagado con creces lo que me han dado. No voy a esperar a que haya una investigación, una denuncia y un juicio. No voy a esperar mil años para vivir.
Le dije a Laura que había dado mi palabra de no darle a nadie la clave de la caja de correos, pero que si a mí me pasaba algo podía ir a la cárcel de Alcalá Meco, preguntar por una presa que yo llamaba la Vampiresa y contarle lo que había ocurrido.
Por la noche, al llegar a casa, Laura tenía una llamada de la Estaca. Sus ojos, hasta ahora simplemente azules y en ocasiones bonitos, empezaron a ser bellos como los de papá.
A mí ahora no me llamaba nadie, todo el mundo tenía cosas urgentes que resolver, igual que yo. Se oía la música que llegaba del cuarto de Ángel, y a mi padre cenando en la cocina. Por la ventana se veían los coches aparcados enfrente junto a las altas puertas de chapa de los vecinos. Le expuse a mi padre la situación mientras Laura seguía enredada en su conversación amorosa. Le dije que la agenda estaba bajo llave en un lugar seguro. Pero fue al relatarle nuestro encuentro con Ana cuando se desarmó. Tuvo que pasar de la cerveza al vino.
No tuvo más remedio que escuchar que Ana vivía a todo trapo, a su lado nosotros éramos unos mendigos. Tenía una hija que se llamaba Sara y que era el culmen de la perfección. Siempre habíamos sido parte del trabajo con el que Ana se pagaba su lujosa existencia. Parecía que su cometido dentro de la organización era hacer un seguimiento de las familias captadas por ella, sobre todo de las familias mosqueadas, cabreadas y empeñadas en sospechar del hospital que había dado por muerto a su hija o hijo. Cada equis minutos mi padre movía la cabeza con incredulidad y entonces yo le decía que le preguntara a Laura, que había estado tan presente como yo y había quedado tan impresionada como yo.
—Betty tenía razón —dijo pegándole el último trago a la copa y hundiendo la mirada en los coches de enfrente, en las sombras, en esos ratos pasados a solas con Ana en los que Ana con toda probabilidad trató de llevárselo al huerto. Hundía la mirada en el desconcierto de tantos años cuya principal culpable era Ana, esa Ana que había ayudado a mi madre en los momentos más críticos de su vida.
Mi padre podría haber dicho que lo sentía, que nunca se perdonaría no haber apoyado a Betty al cien por cien, que le daba vergüenza haber preferido creer que Laura estaba muerta, que se sentía culpable. Yo también me sentía culpable por no haber estado al lado de mi madre constantemente mientras estuvo en el hospital y haberme dedicado a buscar a Laura como excusa. Todos nosotros podíamos sentirnos culpables, mientras que Lilí, Greta, sor Rebeca, sor Esperanza, el doctor Montalvo, el médico que atendió el parto —el doctor Domínguez—, la clínica y los demás no se lo tomaban como algo personal, no se sentían culpables de nada, era un negocio.
Mi padre era partidario de terminar con esto de una vez por todas. Si Laura no necesitaba saber que era un miembro de nuestra familia, sí necesitaría saber que no era parte de su familia anterior. No le debía nada a nadie, no les debía ningún tipo de amor a su madre y a su abuela postizas.
No se le ocurría otra cosa que presentarnos en casa de Lilí y Greta con las pruebas que teníamos y hablar como seres civilizados por el bien de Laura.
A ella le sobrecogió la propuesta. Se quedó un buen rato pensando, dejando sus pensamientos en el trozo de calle donde los había dejado mi padre un poco antes. Ella también necesitaba terminar con esto, pero así, de pronto, a las diez de la noche…