Entra en mi vida (46 page)

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Authors: Clara Sánchez

Tags: #Narrativa

Me quité el visón, que tantas veces habría llevado la Betty del retrato, y le pedí por lo bajo a Verónica algo para dormir. Necesitaba descansar, olvidar, regresar a la tierra, y tomar posesión de mi vida porque después de tantos años dependiendo de Lilí y Greta, de no haber dado un paso sin su aprobación, ahora estaba libre y sola. Todo lo que hacían Verónica y su familia no era por mí sino por ellos, todos necesitábamos tranquilizar nuestras conciencias y nuestro espíritu. Sin embargo, Lilí y Greta lo único que querrían sería no sentirse en peligro. Dudaba si Carol les diría que me había confesado que yo era adoptada. No lo creía, sería ponerse en evidencia. ¿Qué estarían haciendo? ¿Seguirían buscándome? Quizá lo mejor sería ir a verlas y pedirles que me dejaran en paz. Me llevaría mis cosas y nos despediríamos. Por lo menos sabía qué paso dar cuando me levantase. Les exigiría que dejaran a esta familia en paz y que no se les ocurriera enviar al bosnio a asustar a un chico que nunca le había hecho daño a nadie. También cerré los ojos pensando en la invitación que me había hecho el amigo alto de Verónica, Valentín, para ir a la boda de Mateo y la chica que le había tirado a Verónica la coca-cola. Dudaba si ir a esa boda no sería traicionar a Verónica.

Cuando me desperté olía a café. Me duché rápidamente y ni siquiera me sequé el pelo con el difusor. No quería que Verónica tuviera que esperarme. Me puse la misma ropa del día anterior y entré en la cocina.

El padre y Ángel ya se habían marchado.

—Tengo que ganar algo de dinero —le dije a Verónica, que estaba terminando de desayunar.

Me puse un té y me comí una manzana a mordiscos, sin gana.

—Anoche estuve pensando que voy a ir a ver a mi…, a Lilí y Greta. Necesito coger mi ropa, mis libros, la documentación, necesito sacar dinero del banco, no tengo mucho, pero no puedo ser una carga para vosotros.

—Ni se te ocurra. ¿Aún no te has dado cuenta de en qué estás metida? Mejor para ti. Y no te preocupes por el dinero, mamá pensó en eso.

A Verónica también le había dado por pensar por la noche y dijo que teníamos que hablar con Ana. Ana había acompañado a su madre a la maternidad Los Milagros cuando se supone que nací. Daba por hecho que yo sabía dónde vivía, pero era Ana quien siempre venía a casa; Greta, que yo supiera, no iba a la suya. Parecía que existía en la naturaleza tal como la veíamos, como una nube, un árbol, un pájaro. Entonces Verónica me enseñó los recibos de un supermercado que un día encontró en la chaqueta de Ana.

—Tiene que vivir cerca. Aquí debe de comprar las cosas de diario —dijo—. Es cuestión de ir por allí a tratar de localizarla. Además tiene un perro y la gente se acuerda mucho de los perros.

A estas alturas de la historia Ana sospecharía que podríamos haberla relacionado ya con las dos familias y Verónica no creía probable que viniera por aquí, aunque se quedaría con las ganas de ver a Daniel porque estaba segura de que si hubiese podido se lo habría arrebatado a Betty.

El supermercado era pequeño y estaba frente al Retiro, a donde llevaría al perro para que corriese. Teníamos que preguntar por ella pero ¿a quién? No era cuestión de meter la pata porque, si preguntábamos a la persona equivocada y alertaba a Ana, podríamos perderla de vista para siempre. Notábamos su presencia, nos la imaginábamos acercándose al supermercado. Nos la imaginábamos paseando a
Gus
. Nos la imaginábamos charlando con algún vecino. Era como si la estuviéramos viendo, pero no se nos ocurría nada para dar con ella. Qué desesperación. Se nos escapaba de la punta de los dedos. Entonces me acordé de cómo analizaba a la clientela en la zapatería. Lilí me enseñó a no fiarme de las apariencias, a detectar el dinero detrás de las caras y el aspecto, aunque no debió de ser muy buena profesora porque no había logrado desenmascararla a ella.

Descartamos a los empleados del supermercado, que se trasladarían la pregunta unos a otros hasta que se enterase la propia Ana, a los porteros de los edificios cercanos, perros viejos acostumbrados a no dar información importante. Descartamos también a los jóvenes, tan metidos en sus historias que no se enteran de lo que tienen alrededor. También a los ejecutivos que se pasan el día fuera de casa. Le preguntaríamos a un matrimonio de jubilados con pinta de llevar toda la vida en el barrio.

Salieron del supermercado y tomaron toda la calle adelante. Iban despacio, hablando. Él jugueteaba con las llaves en la mano, por lo que la casa estaba cerca. Ella también llevaba un visón y me alegré de habérmelo puesto porque encontrarse con una igual le daría confianza. Le dije a Verónica que se rezagase mirando algún escaparate, cualquier cosa, porque su cazadora no encajaba con los gustos de esa mujer.

Cuando iban a abrir el portal me acerqué sonriente. Mi cara tirando a redonda, el pelo tirando a rubio, los ojos del color del cielo y el visón ofrecían todas las garantías para que me escuchasen y trataran de ayudarme.

Les dije tímidamente que era la sobrina de una señora que se llamaba Ana, alta, distinguida, que tenía un perro lanudo que se llamaba
Gus
. Había perdido la dirección exacta y me daba una vergüenza horrible que se enterara. Había llegado de Nueva York por la mañana y nada más dejar las maletas en el hotel venía corriendo a saludarla.

—Esa señora vive dos casas más arriba —dijo ella—. Siempre la veo cuando lleva el perro al parque.

Estaba contenta por haberme ayudado, por poder contestarme a lo que le preguntaba. En la zapatería también aprendí que no importa lo que se diga, podría haber dicho que venía de la Luna y habría dado igual, porque nadie escucha todo, lo que importa es el tono y el aspecto general.

—Gracias. Me ha salvado la vida —dije mientras se metían en el portal.

Dos casas más arriba no sabíamos qué hacer. Era una de las pocas casas bajas de la zona, una rareza que debía de costar un pico.

Llamamos a la puerta, me subí la solapa del abrigo y me puse de espalda frente al videoportero. Así vería a alguien, pero no me reconocería.

Precaución innecesaria porque abrió una empleada uniformada de rosa. Tras ella, al fondo, se divisaba el verdor perenne de un jardín.

—Dígale que están aquí sus sobrinas —dijimos y nos metimos dentro antes de que pudiera reaccionar.

—Por favor, esperen aquí —dijo advirtiéndonos de que no la siguiéramos.

Pero la seguimos. La empleada empezó a tensarse.

—He dicho que esperen.

—Somos de confianza —dijo Verónica—. La conocemos de toda la vida y queremos darle una sorpresa.

—Sean lo que sean no pueden pasar sin permiso.

—Échenos la culpa a nosotras —dije yo con una sonrisa que la intranquilizó más.

Se quedó parada, clavada al suelo. No pensaba continuar.

—No sea tonta, ¿cree que la va a echar por esto? —dije.

No se movió.

—Cuando se entere de cómo nos estás tratando se va a cabrear —dijo Verónica con su subterránea voz—, así que tira para delante.

—¿Crees que me das miedo? —dijo la empleada.

—No quiere decir eso —tercié—. Es que nuestro avión sale dentro de tres horas y le tenemos que dar un recado muy importante a Ana.

—Haber empezado por ahí.

Llevaba zapatos de enfermera y no hacían ruido sobre la tarima. Estábamos cruzando unos trescientos metros de plantas tropicales y muebles tailandeses, de camas con mosquiteras y divanes, de enormes jaulas con pájaros. Hasta que por fin aterrizamos en una piscina acristalada en que nos tuvimos que quitar el abrigo y la cazadora. Ana salió del agua y la empleada la envolvió en una toalla de un kilómetro de largo y un metro de rizo.

Se quedó espantada al vernos.

—Hola —dijo Verónica.

A mí no me salían las palabras. A ella tampoco, no hacía nada más que secarse el pelo con un enorme pico de la toalla.

—Lo siento —dijo la empleada—. Ya les he dicho que no se podía pasar. ¿Las conoce?

—Gracias, Asun. Tráenos té.

Se enrolló la toalla alrededor del pecho y se sentó en una tumbona.

—¿Dónde está
Gus
? —dijo Verónica.

Ana no contestó, estaba calculando cómo salir del atolladero.

—Vamos a ver, el día 12 de julio de 1975 llevaste a mi madre a la clínica Los Milagros para que diese a luz. ¿Qué pasó con la niña que nació? —dijo Verónica en tono agresivo.

Yo estaba tratando de tranquilizarme controlando la respiración.

—Ya lo sabes, murió al nacer.

—Si nació muerta, ¿cómo es que ahora está aquí? —dijo Verónica señalándome.

—No digas tonterías —dijo Ana—. Betty se obsesionó, y tú vas por el mismo camino.

—Los análisis que me han hecho han demostrado que soy su hermana —dije hincándome las uñas en la mano para dominarme como cuando me examinaba de ballet.

Verónica me escuchó durante un segundo con la misma cara de sorpresa que Ana.

—Y, como ya sabrás —dijo—, hemos sacado un libro del registro de nacimientos y defunciones de la clínica donde en el día y la hora exacta en que nació Laura sólo figura la defunción de una niña, que no puede ser otra que la hija de tu amiga Betty —dijo Verónica.

—Os estáis volviendo locas.

—No, son pruebas —dijo Verónica.

Ana iba a hablar, pero Verónica no la dejó.

—Alguien nos ha dicho que estás metida, muy metida, en la adopción ilegal de Laura. ¿Cuánto te pagaron?

—¡Marchaos de mi casa!

—¿Sabes quién nos lo ha dicho?

Nos miró entre aterrada y envalentonada.

—Carol —dijo Verónica—. Carol dice que tú hiciste la operación de quitarle la niña a mi madre y dársela a Greta. Y lo mismo que nos lo ha dicho a nosotras, se lo puede decir a la policía, a un juez.

De pronto la empleada, cuyos pasos no sonaban, estaba entre nosotras poniendo un juego de té marroquí en la mesa de teka.

—Por favor, Asun, vete —le dijo cuando la vio levantar la tetera para servir. En cuanto se fue prosiguió—: No podéis probar nada. Es la palabra de Carol contra la mía.

—El registro de la clínica en contradicción con el Registro Civil, la ausencia de enterramiento en el cementerio de la niña que figura en el registro de defunciones, que tú fueras la única persona que estuvo con mi madre en el parto, la declaración de Carol. Si mi madre viviese nunca lo habríamos descubierto porque jamás habría sospechado de ti.

Ana negaba con la cabeza. Cogió un cigarrillo y lo encendió dando una profunda calada que debió de llegarle a los pies. Yo me sentía más relajada, como si la calada también me hubiese atravesado a mí. Era la compañía de Verónica, su apoyo y el desprecio con que miraba a Ana lo que me daba fuerza.

—Ya no hay vuelta atrás —dije—. El daño ya está hecho, me conformo con saber qué ocurrió, cómo pasé de unas manos a otras.

—No sé nada. Dejé a tu madre allí y me marché.

—Y te fuiste a hacerle compañía a Greta, la nueva madre de Laura.

Verónica también se encendió un cigarrillo y se acuclilló junto a ella.

—Conocías cada paso que daba mi madre buscando a Laura. Avisabas a Greta y a Lilí. Nunca llegaste a gustarme del todo. ¿Y sabes una cosa? A mi padre no le gustas ni le podrías gustar jamás en la vida. Nunca ha dicho nada bonito de ti.

—No te pongas así, Verónica, a lo mejor no es ella, a lo mejor fue la comadrona que la atendió aquella noche —dije mirando a Ana—. ¿Cómo se llamaba? Al fin y al cabo nos podemos olvidar de ti si existe alguien responsable de la clínica que me entregase a alguien que no fuese mi madre y que falseara el registro.

—Ya —dijo Verónica—, pero si es la culpable es la culpable. Mañana vamos a ir con todo esto a comisaría.

Se oyeron los ladridos de
Gus
, nos había olido desde la entrada y venía medio corriendo. Se nos tiró encima con toda la pesadez de sus años. Me recordaba a mí cuando era pequeña y en Navidad venían a cenar Alberto I y Alberto II, la familia de Carol y la pobre Sagrario, cuya forma de mirarme y hablarme comprendía ahora. Me recordaba lo feliz que me hacía ver la casa llena de gente, sentir su calor.
Gus
nos había conocido a Verónica y a mí en casas y familias diferentes, pero para él eso no contaba. En la cabeza de
Gus
los detalles importantes eran otros.

Ana se remetió mejor la toalla bajo el brazo y fue hacia la entrada de este templo de bienestar. Qué buena vida se daba. Todo era de color crema. Pero no llegó a tiempo porque antes de poder evitarlo entró una chica de la edad de Verónica más o menos, con los ojos rasgados y muy negros, igual que el pelo; piel morena, labios ligeramente morados… Sólo le faltaba un lunar en la frente para ser hindú. En un brazo llevaba unos libros y en otro un gatito. Pasó descalza por el color crema, que parecía abrazarla. No se podía ser más bella. Por un momento nos quedamos embobadas mirándola. Ana estaba tensa.

—Hola, mamá —dijo sonriente soltando unos libros sobre la mesa de teka. Le dio un beso—. Mira qué monada me he encontrado en la calle.

Luego se volvió hacia nosotras inocente, pura, ingenua, encantadora.

—Hola —dijo—. Soy Sara.

Nos presentamos: Laura y Verónica.

—Son las hijas de unas amigas mías.

Sara se quitó los pantalones, la camiseta, el sujetador, se desnudó totalmente y se tiró al agua. Se deslizaba entre el agua.

—No sabía que tuvieras una hija. ¿Tú lo sabías, Laura?

Negué con la cabeza.

—¿Su padre es el amante tailandés, ese del que le hablabas a mi madre para entretenerla? —dijo Verónica.

—No metáis a Sara en esto. Ella no tiene la culpa de nada.

—¡Pero tú sí! —dijo Verónica levantando la voz.

Sara tenía un cuerpo perfecto, como perfecta era la casa y el mundo de Ana.

—Esperadme en el restaurante de la esquina. Bajo ahora mismo, en cuanto me cambie.

Soñaba despierta: con el trabajo que nos había costado dar con ella no saldríamos de su templo por las buenas.

—Te esperamos aquí —dije yo imitando la mala leche de Verónica.

Ana miró a su hija en el agua y dudó si marcharse o quedarse, las dos únicas opciones que tenía. Verónica se acercó a ella clavándole la mirada como si quisiera atravesarla.

—Y dile a la Lilí esa que no vuelva a mandar al bosnio a mi casa. Mi casa es sagrada, mucho más sagrada que tu hija, ¿comprendes?

Capítulo 54

Verónica y el odio

Me rechinaban los dientes al hablarle, como si tuviera tierra en la boca. Y hacía grandes esfuerzos para contenerme y no pegarle. Deseaba con toda mi alma dejarle la planta de la bota en la blanca toalla. La hubiese matado sin remordimientos. La habría matado, me habría deshecho del cuerpo y no sentiría ninguna culpa porque la seguiría odiando. Hasta ahora nunca había sentido un odio tan puro, un desprecio tan claro por otro ser humano. Ana había logrado despertar en mí un auténtico monstruo, y de ahora en adelante sabía que podría despertarse y desear hacer cosas terribles. Noté una fuerza desconocida que bajaba de la cabeza a la punta de los pies y me quitaba el miedo y me volvía invencible. Desde este momento, siempre que quisiera vencer todos los obstáculos, vencerme a mí misma y sentirme poderosa sobre los demás, tendría que odiar. Era el camino más corto. Ahora comprendía por qué en las guerras algunas personas eran capaces de ser tan valientes. Por odio. El odio elimina de un plumazo todas las debilidades. ¿Y por qué había gente que asesinaba y lo soportaba bien? Por odio. Ahora Ana no podía nada contra mí porque la odiaba. Y odiaba su color preferido, el beis y crema. Odiaba las líneas quebradas de esta casa, los espacios diáfanos, los muebles étnicos, la limpieza máxima. Ana estaba frente a mí con su cuerpo ideal enrollado en una toalla y tuvo la sangre fría de servirse un té y tomárselo. Ni Laura ni yo tocamos nuestras tazas. La hija de Ana, la sorpresa del día, era feliz, mucho más feliz que nosotras. No la odiaba, tampoco me daba pena, me resultaba indiferente. Sobre la mesa había dejado unos libros de primero de Turismo.

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