Íbamos apiñados en el coche. Condujo Laura porque ya llevaba el carné de conducir encima, mi padre se sentó a su lado y yo detrás sujetaba como podía el tablero del escritorio.
—Me he dejado todos los libros y apuntes del colegio.
Sabíamos que sería muy difícil que Laura regresara a esta casa después de lo que había ocurrido, y que lo que no se llevase hoy no se lo llevaría nunca. Con el tiempo lo olvidaría como si nunca lo hubiese tenido.
• • •
Para María, la ayudante de Martunis, las piezas habían encajado y las que no habían encajado ya encajarían; tenía que alegrarme porque si la caja de Pandora se había destapado era muy difícil volver a taparla. Debía sentirme orgullosa por haber liberado a Laura, que era lo que quería mi madre, y Laura tenía la obligación de ser libre. Ahora yo también debía liberarme de la responsabilidad que había contraído con el empeño de mi madre. Le llevé como regalo a María la crema de partículas de oro. Era una pena que tuviese las mejillas picadas, seguramente había sufrido acné severo de adolescente. A veces el maquillaje se lo tapaba bastante, pero otras se lo acentuaba horriblemente.
Hoy se lo acentuaba. Le dije que necesitaría una exfoliación profunda antes de aplicarse la crema.
Esta vez también me pasó al llamado despacho de Martunis y le puse sobre la mesa el registro del hospital, la agenda de sor Rebeca y el millón de pesetas, menos lo que cogí para la ropa de Laura, que mi madre había ahorrado, según la encargada de la empresa de los productos, para mi futura clínica.
—¿Qué se puede hacer con esto? —le pregunté.
—Déjame pensar. A Martunis y a mí nos vendrá bien un caso de verdad: el caso de los niños vendidos y comprados.
Hizo una fotocopia del registro y de la agenda, cogió trescientas mil pesetas del sobre, lo metió todo en una carpeta en que puso Betty, seguramente en honor a mi madre, y me pidió que Laura y yo le relatásemos, cada una por nuestro lado, todo lo que supiésemos de este triste asunto, nuestra versión particular, para incorporarlas a la documentación. A continuación me marché a la oficina de correos para guardarlo todo en la caja de la Vampiresa. Algún día tendría que ir a verla con Laura a Alcalá Meco para que se conocieran. Con las mismas me encaminé hacia la consulta del doctor Montalvo. Hacía días que tenía ganas de verle la cara al psiquiatra.
Como siempre, Judit en la recepción. Me miró con los ojos muy abiertos, no sé si por la sorpresa o porque trataba de reconocerme. ¿Sí?, me dijo. No le hice caso y fui derecha al despacho del bigotes. Empujé la puerta, estaba con una señora de pelo rubio cardado.
Se levantó de un salto al verme.
—Estoy con una consulta —dijo.
—¿Qué sedantes mandó darle a Laura? ¿Dónde pensaba llevársela?
La señora rubia me miraba asustada. Le hablé a ella.
—¿Le ha aconsejado que salga del caracol?
Judit estaba en la puerta y el doctor le lanzó una señal con los ojos.
—Llame a quien quiera. Ana le ha delatado. Ya sabemos que está implicado en el robo de Laura. Figura en la agenda de sor Rebeca, la comadrona que la trajo al mundo.
Judit cogió por el brazo a la señora rubia y la hizo salir del despacho. Al segundo volvió por el abrigo y el bolso y el doctor le hizo un gesto negativo con la mano.
—Ana nos lo ha contado todo —dije.
Él se sentó en su sillón de cuero.
—Mi madre debió de darse cuenta de algo y por eso cortó el tratamiento.
No habló a la espera de que sucediera algo más, de que llegara alguien, de que yo le diese más información.
—¿No le han contado Greta y Lilí la que liamos en su casa?
Negó con la cabeza y yo descolgué el teléfono y se lo di.
—Llámelas y pregúnteles para que se haga una idea de qué estamos hablando.
—No las conozco.
—Pues ellas sí que lo conocen a usted. Laura lo puede confirmar, ¡ah!, y también el portero de la casa. Qué casualidad que haya tratado a mi madre y a Laura, mi hermana. Mi madre vino por Ana. No sea tonto, hable con ellas, así podrán ponerse de acuerdo sobre qué decirle a la policía cuando se les eche encima.
—Soy psiquiatra, trato a la gente. La alivio. No sé nada de esa historia truculenta y absurda.
—¿Conoce al doctor Domínguez?
Negó con la cabeza.
—Pues él sí lo conoce a usted —mentí.
Se le veía nervioso. Se notaba que se le movía descontrolada una pierna debajo de la mesa.
—¿Por qué figura en la agenda de sor Rebeca? Tendrá que pensar alguna respuesta —dije levantándome. Él continuó sentado mirándome con sus ojos azules que algún día pudieron ser bonitos y una cara abotargada que algún día pudo ser agraciada. Demasiadas comilonas, demasiado sillón de cuero, demasiado de todo.
Laura sueña
Volví al conservatorio. Dije que ya tenía el pie bien y que quería reanudar las clases. Me recibieron con los brazos abiertos. Solía llevarme el coche de Betty y a
Don
.
Don
me esperaba atado en la puerta. Daniel y Verónica se empeñaron en que necesitaba una protección mínima. A veces iba a buscarme Valentín y le dábamos una vuelta a
Don
por el parque cercano al conservatorio y luego le acercaba a su casa. A veces le acompañaba y me quedaba a pasar la noche. Le poníamos una manta en el suelo a
Don
y nosotros nos metíamos en la cama. Y un día Valentín me propuso que me mudara a vivir con él. Había un hueco bajo la ventana del saloncito donde colocaríamos mi escritorio y pintaríamos las paredes de blanco para que tuviesen más luz. Pasaríamos algunos fines de semana en la finca de Mateo, y Valentín buscaría un trabajo mejor. Ahora hacía trabajos informáticos desde casa. Me encontraba bien con Valentín, me sentía en paz, puede que no fuese el hombre de mi vida, pero desde luego era el hombre de esta vida, ahora mismo.
Yo ganaba suficiente dinero para vivir gracias a las clases y a la venta de la línea de cosméticos a domicilio que representaba Verónica. Entre unas cosas y otras no tenía tiempo de pensar en el pasado.
Verónica y yo nos llevábamos bien, y a ella le gustaba mucho mi formalidad en el trabajo y mi trato con los clientes. Enseguida le pillé el truco y ampliamos nuestra agenda de clientes. Al principio de mi nueva vida, cuando me quedé en casa de Verónica, me instalé en el cuarto de invitados y me dejaron pintarlo en naranja. Cuando podía, acompañaba a Ángel al instituto con
Don
y hablábamos de baloncesto. Era un chico reservado y cariñoso a su manera, simpático. Me gustaba estar con él. Daniel cada dos por tres nos invitaba a todos a cenar en el Foster’s Hollywood del centro comercial y llegué a querer que esta familia fuese la mía. Lo que no le contaba a nadie era que, sin poder remediarlo, a los dos meses empecé a soñar con Greta y Lilí, sobre todo con Lilí, sueños vagos que me dejaban hecha polvo y con mucha melancolía como si regresara de un viaje o de una vida triste. Y a veces, despierta, me sobresaltaba el sonido de una silla de ruedas, como si se hubiera vuelto invisible y no dejase de estar cerca de mí. No sabía si deseaba o no encontrármelas a la vuelta de alguna esquina. Temía a Lilí y al mismo tiempo la echaba de menos. No podía evitarlo. Formaban parte de mi alma. Verónica las despreciaba y las odiaba y estaba gestionando con María, la ayudante del detective Martunis, cómo denunciarlas y montar la de Dios, y para ello sería conveniente que nos hiciéramos las pruebas de paternidad, pero a mí me angustiaba dar ese paso; ahora lo que tenía entre manos era marcharme a casa de Valentín. Compartiríamos los gastos y empezaríamos de cero.
Daniel me dijo que le llamara de vez en cuando y que los visitara porque me echarían mucho de menos.
Verónica y Ángel me ayudaron a hacer el traslado de mis cosas en el coche de Betty y cuando lo iba a devolver me dijeron que era un regalo. También me regalaron el visón. Verónica insistió en que tenía que ser así. Era muy cabezota. Llegué a querer que fuese mi hermana. El tiempo lo diría.
Verónica
Durante toda la mañana del domingo en que estuvimos preparando la mudanza de Laura, mi padre se entretuvo hojeando el periódico. Era increíble la cantidad de cachivaches que se puede acumular en unos meses. Nos miraba hacer de reojo a Ángel, a Laura y a mí.
Don
movía el rabo de un lado para otro. La mayor parte de la atención se centraba en la ropa, en montañas de ropa sobre la cama de Laura que había que doblar y meter en maletas y cajas de cartón. Ella estaba empeñada en regalarme las prendas de diseño que más me gustaran y, cuando estaba eligiéndolas, mi padre apareció en la puerta del cuarto.
Se nos quedó mirando de una manera fuera de lo corriente. Se pasó las manos por la cabeza y acto seguido fue hacia Laura y la abrazó.
—Ésta es tu casa —dijo mi padre—. Betty nunca quiso olvidarte.
• • •
Laura se negó a conocer a sor Rebeca, la monja comadrona que la vendió a Greta y Lilí y que tenía relación con la directora de su colegio, sor Esperanza, como si todas las personas de su vida estuvieran unidas por una tela de araña, en que unos vendieran y otros compraran. Dijo que no quería almacenar más imágenes horribles, que no quería saber cómo era esa mujer, que estaba harta de ser el centro de una historia tan cruel. Yo podía hacer lo que quisiera porque también éramos víctimas de esa gente, pero ella de momento arrojaba la toalla.
Fuimos María y yo a ver a sor Rebeca. María tenía mucha curiosidad y ganas de tirar de todos los hilos. Quedamos en la oficina y sobre un mono ajustado negro y unas botas por encima de los pantalones se puso un abrigo de piel vuelta forrado y bordeado de borrego. Bajamos al parking del edificio y subimos en un coche antiguo y enorme, alemán, verde oscuro. No parecía que fuésemos sobre ruedas, nos deslizábamos por la autopista y por una carretera con pinos a los lados hasta la puerta de la residencia. Al pasar busqué con la vista a sor Adelina. Era antes de mediodía, la hora en que parecía que sacaban a las ancianas al solario a chupar vitamina D. Nadie nos impidió el paso. A sor Adelina se la veía al fondo de charla con unas hermanas, y sor Rebeca estaba más sola que la una. Tenía razón, sor Adelina no le hacía caso.
Nos acercamos a ella acompañadas por el repiqueteo de los tacones finos de las botas de María y de los toscos de las mías.
—Sor Rebeca, soy Verónica, ¿se acuerda? Vine a visitarla hace unos días por lo de esa pareja, el sobrino de sor Esperanza.
Sus pequeños ojos secos lo recordaban perfectamente; había una pregunta en ellos.
—Ésta es mi amiga María, me ha traído en coche. Será quien se encargue de todo, ya me he puesto de acuerdo con Ana.
—Estoy cansada de estar sentada —dijo.
—Ya —dije—. Parece que sor Adelina está muy entretenida.
Le echó una mirada rencorosa.
—A los viejos no nos quiere nadie. Se va con las jóvenes —dijo.
Las jóvenes debían de tener de setenta y cinco a ochenta años.
—Yo he venido a verla —dije dándole el brazo para que se apoyara. Emprendimos el camino hacia las habitaciones.
María nos seguía pacientemente.
—No quiero entrar ya en el cuarto. No tengo ganas de descansar.
—No se preocupe —dije—. Vamos y volvemos a la silla.
¿No se había dado cuenta de la falta de la agenda o se habría olvidado de que le faltaba?
—Llamé a sor Esperanza. Dice que no te conoce y que ella no mandó a nadie a verme.
Entramos en el recinto y enfilé hacia el pasillo donde estaba su cuarto. Se volvió a mirarme.
—No quiero ir al cuarto.
Le apreté el brazo flaco pero tenso, nervioso. María se puso al otro lado.
—Quiero que María lo vea.
—Queréis hacerme daño.
—No se le ocurra gritar porque puedo romperle el brazo y entonces sí que no va salir de la habitación en mucho tiempo. Sor Adelina, con la excusa de que está escayolada, aprovechará para encerrarla aquí por lo menos un mes.
Al entrar se sentó en la cama con los pies colgando. María se puso en cuclillas y se dedicó a observarla un rato. La cara arrugada, los ojos duros, prácticos, la boca áspera. Había acabado pareciéndose a sus actos.
—Así que ésta es sor Rebeca —dijo María—. ¿Cómo pudo arrancar a niños de sus madres para dárselos a otros diciéndoles que habían muerto?
—Esto es una trampa —dijo mirando a su alrededor. Tenía algo de vieja loba solitaria—. Es mentira lo de la pareja que no puede tener hijos, ¿verdad? Sor Esperanza ni se acordaba de mí. Siempre se ha creído mejor que yo, siempre ha pecado de soberbia, que Dios la perdone.
—Mi madre se llamaba Betty y usted en la clínica de Los Milagros fingió que mi hermana había muerto y se la entregó a una tal Greta.
Intentó levantarse, pero yo la cogí por los hombros y la hundí un poco más en el colchón.
—Eso es mentira. Lo único que hice fue dar a algunos niños en adopción de madres que no los querían. Hay chicas con muy mala cabeza. Cumplí la voluntad de Dios. Hay padres maravillosos esperando la bendición de un niño.
Estaba visto que era más difícil comunicarse con ella que con
Don
y sería imposible que aceptara que había traficado con vidas humanas. Su Dios era su escudo contra la conciencia.
—¿Qué hiciste con el dinero? —preguntó María—. ¿Cómo lo repartíais? No querrás que se entere aquí todo el mundo de lo que hacías. No querrás que venga la policía a ponerte las esposas.
Nos miró incrédula. La vejez la salvaba de todo, de las esposas y de sus pecados.
—No sé nada de dinero.
—Conque no sabes nada —dijo María levantándola con suavidad de la cama y llevándola hasta el armario. En ese momento me relajé y no fui capaz de adivinar qué se proponía. Sor Rebeca se dejó conducir, feliz de levantarse de la cama; parecía que lo único que la aterraba era estar allí metida.
María abrió una de las tres puertas del armario. Cogió una de las manitas enjutas de sor Rebeca y la colocó entre la jamba y la hoja. Sor Rebeca quería sacarla, pero María le dijo que se estuviera quieta porque se le podían partir los huesos y tendrían que llevarla al hospital y pasaría allí una buena temporada. La mirada de María podía competir perfectamente con la de sor Rebeca. Hubo un momento en que una llegó al fondo de los ojos de la otra sin parpadear y lo que fuera que vieron les hizo recapacitar porque María sacó la mano de la monja de ese sitio tan peligroso y sor Rebeca confesó que no se acordaba de mi hermana pero que una niña de esas características podría haber costado dos o tres millones de pesetas. Ese dinero no era para ella, había que cubrir gastos. Pagar al doctor, a las enfermeras, la comisión de Ana… Teníamos que creerla, no era dinero.