—Vayamos cuando vayamos, siempre llegaremos tarde, diecinueve años tarde —dijo mi padre.
Le bloqueé con la mano el paso de la botella a la copa.
—Papá, no necesitas más fuerza que la que tienes —dije.
Le explicamos a Ángel que íbamos a sacar a
Don
a dar una vuelta.
—¿Todos? —exclamó.
—No se te ocurra abrirle la puerta a nadie, nosotros tenemos llave.
Comprendió nuestras intenciones y dudó durante unos segundos si unirse a nosotros. Agradecí que volviera a ponerse los cascos, que decidiera seguir con su música y su vida y le dejamos a
Don.
Pensamos que él lo necesitaría más que nosotros.
• • •
—Así que aquí es donde vivías —dijo mi padre mirando la fachada de la casa de Lilí, Greta y Laura.
—A la vuelta de la esquina está la tienda, el piso cae encima —dijo Laura.
Continuó mirando con curiosidad, tratando probablemente de imaginar cómo habría sido la vida de esta más que seguro nueva hija. Mi padre se encontraba, como todos nosotros, desconcertado con los sentimientos que tenía y los que debería tener. Había logrado sentirse responsable de Laura, pero no podía quererla de la noche a la mañana, era imposible que pudiera quererla como a Ángel y a mí. Habría que confiar en que con el tiempo sintiera apego. Sin embargo, salvando estos matices, a todos nos unía un hilo de sangre y la necesidad de protegernos. También nos unía mamá, la única capaz de querer a Laura y preocuparse por ella aunque no llegara a verla.
Mientras mi padre contemplaba el mundo de Laura por fuera, yo no podía apartar los ojos de él. Creía que lo conocía porque lo llevaba viendo toda mi vida y siempre había creído que su única aspiración era ser taxista y que fuésemos felices. Había creído que el único escollo que impedía que nuestra vida fuese maravillosa era el tormento de mi madre y la hija fantasma. Si a mi madre no le hubiese pasado aquello, quizá no habría enfermado. Si no hubiese enfermado y yo no me hubiera empeñado en la búsqueda de Laura, estaría en primer curso y sería como Rosana. Si mi madre no hubiese muerto y no hubiese encontrado a Laura no estaríamos aquí ahora.
Mi padre terminó de aparcar y salimos. No habíamos planeado ni previsto nada. La vida no se podía controlar, se escapaba como el agua por agujeros microscópicos.
Me tranquilizaba que mi padre no estuviera nervioso, incluso parecía estar pensando en otra cosa. Sin mediar palabra, cruzamos la calle y situamos a Laura frente al videoportero para que Greta y Lilí sólo viesen su cara. El turno del portero se había terminado, lo que podía ser bueno, porque no habría que forcejear con él, o malo porque Lilí o Greta podrían no abrirnos. Apenas tuvo que dejarse ver para que sonara la cerradura del portal. No dio explicaciones, nada. Daban por hecho que venía sola.
Arriba nos ocultamos un segundo para que vieran por la mirilla únicamente a Laura. Abrió Greta y, por un instante, a Laura le sucedió algo incomprensible o muy comprensible, según se mire: se olvidó de todo, se alegró de ver a Greta e hizo el amago de darle un beso, pero papá reaccionó casi instintivamente y se lo impidió. Cogió por los hombros a Laura, lo que la desconcertó del todo, y entraron juntos, sin más. Greta, ante su presencia, tuvo que apartarse, yo pasé detrás. Lilí estaba en el pasillo en la silla de ruedas y nos miraba despavorida.
—¡Petre! —gritó.
Sin decir palabra, siempre sujetos los hombros por el brazo de mi padre, Laura nos dirigió al salón que yo conocía. Sorteamos varias mesas, sillas de madera muy labrada, aparadores, cuadros clásicos y sillones y nos detuvimos junto a un sofá de corte moderno y funcional.
—Sentaos —dijo Laura.
La obedecimos, y apareció el bosnio en manga corta y con mirada indiferente, como si fuese mitad orgánico, mitad goma. Se detuvo con los brazos a la espalda frente a nosotros. Mi padre apoyó los codos en las rodillas y la cara en las manos y miró a Greta, a Lilí y al bosnio como si fuesen un trámite más que debiera resolver esta noche.
—Preséntanos —le dijo casi al oído mi padre a Laura.
—Mi… —iba a decir madre, pero no lo dijo—, Greta. Y Lilí. Éste es Petre.
—¿Estáis cómodos? —preguntó Greta irónicamente y completamente vieja a pesar de sus modernos pantalones de franela gris con vuelta abajo sujetos sobre los huesos de las caderas. No se había puesto lo más usado que tenía en casa para estar cómoda como hacíamos nosotros, no bajaba la guardia. Quería exhibir el palmito de la mañana a la noche. Aún no se había desmaquillado y la línea negra alrededor de los ojos parecía que se los torcía un poco. Se había cogido el pelo rojizo de un lado con una horquilla y le caía sobre el otro hombro y pecho. Se nos quedó mirando de pie con las manos en los bolsillos del pantalón y una pierna cruzada sobre la otra, esperando que saltase el flash de alguna invisible cámara de fotos.
—Me gustaría saber quién ha entrado en mi casa sin permiso —dijo Lilí agarrada con fuerza a los brazos de la silla.
Lilí sí estaba desmaquillada, lo que dejaba al descubierto su falta de cejas y escasez de pestañas, y una cara de luna llena. Llevaba un traje blanco de pantalón y chaqueta bastante elegante, lo que hacía pensar que acababan de llegar de la calle y no les había dado tiempo de cambiarse.
—Se lo he dado yo —dijo Laura levantándose y situándose junto a la boiserie de caoba.
—Hemos estado buscándote por todas partes —dijo Lilí— y llegas ahora, de repente, como si nada. ¿Tenemos que hablar ante estos extraños?
Greta clavó su mirada torcida en mí.
—¿Tú no eres la de las cremas? ¿La que me hizo la limpieza facial?
Lilí movió afirmativamente la cabeza hacia Greta.
—Te dije que no me gustaba.
Laura se separó del mueble y habló con un tono más alto de lo habitual en ella.
—Carol me ha dicho que soy adoptada.
Fue como un puñal clavado en el traje blanco de Lilí, un puñal que le salió por los ojos y los repartió entre mi padre y yo.
—¿Cómo dices?
—Carol me lo ha contado todo —dijo Laura.
—¿Qué te dije? —le gritó Greta a su madre—. Tu adorada Carol.
—Me niego —dijo Lilí— a continuar esta conversación delante de esta gente.
—Pues no vas a tener más remedio —dijo Laura— que hablar delante de mi padre y de mi hermana.
—Ya me olí algo en cuanto apareció ésta —dijo refiriéndose a mí—. No te creas nada. Te han engañado. Ven aquí, cariño.
Laura dio un paso e inmediatamente se detuvo. Nosotros no cambiábamos de posición, no despegábamos los labios, no había llegado el momento. Petre nos vigilaba. Greta sacó las manos de los bolsillos y se acercó a Laura.
—Cariño —repitió colocándole el pelo detrás de las orejas—. Para mí siempre has sido mi única y verdadera hija. Todo lo que he hecho en esta vida ha sido por ti.
—¿Por mí? —dijo Laura bajando todas sus defensas.
Greta la abrazó. Laura se dejó abrazar. Y en ese momento me levanté para intervenir, pero mi padre me tiró del brazo, me obligó a sentarme de nuevo. Ver, oír y callar.
—Claro, tesoro mío. Hemos vivido para ti, para que no te faltara de nada.
—¿Y por qué? —dijo Laura—, yo tenía una familia, una madre que también habría tratado de que no me faltara de nada. ¿Por qué me arrancasteis de ahí para sacrificaros por mí? Yo no os lo pedí, nadie os lo pidió.
—Te queremos —dijo Lilí—. Eso es lo que importa.
—¿Me robasteis para quererme?
—No te robamos, no digas eso —dijo Lilí con una voz quejosa, tierna y cantarina—. Es perverso pensar algo así. Greta te adoptó. Una persona nos dijo que una madre soltera, pobrecilla, no podía cargar con el niño que traía al mundo y nosotras te adoptamos.
—¿Y por qué no me dijisteis nada? ¿Por qué esas fotos de tu embarazo fingido?
—Pasaba un día y otro y otro y no encontrábamos el momento. Queríamos protegerte.
—¡Adelante! —me dijo mi padre sin poder contenerse.
Me levanté. Traté de calmarme, de ser fría como Greta y sibilina como Lilí. No quería que nos ganasen la partida por una cuestión de nervios rotos. Por eso no les miré a la cara mientras hablaba, aparté la vista de sus gestos.
—Carol nos dijo que Laura era adoptada. Lo que pasa es que no se trataba de una adopción normal, Ana nos confesó que era comprada. Os la vendió sor Rebeca por medio de Ana. Ana se enteró de que mi madre, que era también la madre de Laura, la buscaba y estaba a punto de encontrarla y por eso os marchasteis de la zona residencial El Olivar. El doctor Montalvo, de manera directa o indirecta, también está implicado. Pretendía que mamá se olvidara de su hija y luego pretendió que me olvidara yo e intentó que Laura se convirtiera en un vegetal que no sintiera ningún interés por su propia vida.
—Niña, tienes mucha imaginación —dijo Lilí.
—Y pruebas. Tenemos las confesiones de Carol y de Ana, sin las cuales no hubiésemos podido llegar a sor Rebeca. Y sin sor Rebeca no tendríamos una extraordinaria agenda donde vienen todos vuestros nombres y las relaciones entre ellos. La agenda está en lugar seguro. También hemos conseguido, y estoy segura de que ya lo sabéis, el libro de registro de la clínica Los Milagros donde nació Laura. En ese registro ocurre algo increíble, pura magia: en lugar del nacimiento de Laura figura su defunción. Estas pruebas están en lugar seguro y camino de la policía. Hay médicos implicados, seguramente enfermeras… No tenéis nada que hacer. Todo confirma que las sospechas de mi madre eran ciertas, su hija estaba y está viva.
Se miraban entre ellas. Petre no nos quitaba la vista de encima.
—Comprasteis a mi hija —dijo mi padre poniéndose en pie—, la apartasteis de nuestra vida.
Entonces la vio. Papá miraba fijamente una repisa en la que asomaba entre dos libros la vieja foto de Laura. Parecía pedir que la rescatasen. Los ojos de mi padre se encontraron con los míos. Chocaron como dos trenes.
—Su madre no la quería y nosotras la recogimos —dijo Lilí con voz chillona, ajena a todo.
—¡Eso es mentira! No se te ocurra volver a nombrar a su madre —dijo mi padre dando unos pasos entre los muebles, tomando la foto y acercándola al rostro de Lilí. Parecía que el tiempo se había parado, hasta que ella bajó la mirada. Nunca lo había visto así. A mi padre su profesión le obligaba a tener mucho temple y no dejarse llevar por los nervios, pero hoy no estaba en el taxi. Parecía otro. Hoy tenía dentro de él toda la fuerza del espíritu de Betty.
—No olvides que tenemos el registro de nacimientos y defunciones de la clínica —dije yo tomando con suavidad la foto de manos de mi padre, que apretó la mía con tanta fuerza que casi me alarmó.
Sabíamos que ese registro ni siquiera se podría aportar como prueba puesto que lo sacamos de la maternidad de forma fraudulenta. Pero nos daba la razón.
—¿Cuánto pagasteis por mí? ¿Lo habéis recuperado ya con lo que he trabajado en la tienda? —dijo Laura con rabia y con dolor, fuera de sí—. Voy a mi cuarto por mis cosas.
La escuchamos en silencio, la seguimos con la mirada encaminarse al pasillo, hasta que Lilí, apoyándose en los brazos de la silla, se levantó como una montaña nevada y le cortó el paso.
—De aquí no sale nada —dijo.
Su voz, aunque seguía teniendo ese tono entrañable, también era temible.
Laura se volvió para mirarnos con desesperación. Greta se había situado junto a mí, y Petre, cerca de mi padre, sin saber si atacarle o no, le pedía ayuda a Lilí con los ojos, pero ella tampoco sabía qué hacer.
—Te ayudaré a recogerlo todo —le dije a Laura yendo hacia ella.
Greta me cogió del brazo con una fuerza sorprendente. Laura no se atrevía a tocar a la que hasta ahora había sido su abuela.
Entonces mi padre se volvió de improviso a Petre y le soltó un puñetazo en la cara. La nariz empezó a sangrarle. Antes de que reaccionara le dio otro también en la cara y Petre se cayó sobre la mesita del teléfono y la rompió. A doña Lilí le sobresaltó el ruido y la furia del momento. No parecía que le agradasen los escándalos.
Laura y yo nos quedamos sin habla y temíamos que Petre se levantara. Pero mi padre no tenía miedo porque, aunque el bosnio era muy fuerte, a él no le habían dejado ser feliz.
—Laura, recoge tus cosas —dijo con toda calma, limpiándose el puño en los pantalones.
Doña Lilí se apartó. Greta me soltó. Se sentaron en el sofá a esperar que todo terminara. Petre se fue a la cocina dejando un reguero de gotas rojas.
• • •
Laura sacó una maleta grande de un altillo y empezó a llenarla llorando y, según la llenaba, lloraba más.
—El maletero del coche es grande. No te prives de nada —dije, deseando que nos largáramos de allí. Tanto tiempo incubando ira y ahora no me gustaba.
—De la mesa. No podemos llevárnosla —dijo.
—¿Cómo que no? Papá la desmonta y la baja.
Como no tenía bastante, fue a buscar otra maleta más. Entretanto yo empecé a vaciar el cajón del escritorio.
—¿Has cogido la documentación?
—Sí —dijo—, y la libreta del banco con algo de dinero que tenía guardado.
En el salón el silencio era absoluto. Hasta que se oyó la voz de mi padre.
—Tendréis que llevarlo a un hospital para que le pongan puntos. Lo siento —dijo.
—No era necesaria semejante salvajada-dijo Greta—. Estáis locos.
—Si no hubiese sido necesario no lo habríamos hecho —dijo mi padre y entró en la habitación de Laura.
Mientras él desmontaba el escritorio, sacamos las maletas al descansillo, y Laura recogió la mesa rota y la puso en un rincón del salón. Lo contempló disimulada pero intensamente porque quizá sería el último recuerdo que se llevaría de allí y a pesar de todo no quería perderlo.
Lilí y Greta la veían hacer desde el sofá. Parecía que iban envejeciendo por segundos y que se quedarían así, sentadas y con la ropa que llevaban, para la eternidad.
—Ya soy mayor de edad —les dijo Laura en un susurro con la voz emocionada.
Ellas no contestaron. La miraban con pena por ella o por ellas mismas. Yo no quise que me dieran pena, porque la pena no deja pensar ni sentir.
Petre salió con una toalla contra la nariz y al vernos volvió a meterse en la cocina.
Fuimos bajándolo todo al coche. Las dos maletas, una mochila, dos abrigos y una caja grande, el tablero, las patas y el cajón del escritorio y la caja de papel maché, que me habían entregado en El Olivar para ella. Aun así, Laura dijo que se dejaba muchas cosas que le harían falta, pero ya se nos había esfumado la furia y la fuerza y uno no podía llevárselo todo, absolutamente todo, de una vida a otra.