Epidemia (12 page)

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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

—Ya estoy aquí —dijo a través del comunicador mientras extendía el brazo para golpear la pared de la cabaña. Entonces se percató de que no estaba protegido del viento. ¿Y si ya la estaba absorbiendo?

—¿Cam? —Amortiguada por el traje de aislamiento, la voz de Ruth sonó apagada—. ¿Dónde estás?

—Estoy junto a la pared —respondió, aunque se había alejado un poco del edificio.

El interior de la cabaña de Ruth estaba sumido en la oscuridad. Incluso de día no parecía diferente de las demás, excepto por el hecho de que tenía menos ventanas que la mayoría; sólo había una pequeña abertura en la sala de estar y otra en la habitación de Eric y Bobbi. Ruth necesitaba suministro eléctrico en todo momento, de modo que su habitación estaba equipada con más tomas de corriente de lo que era habitual, y no tenía ninguna abertura que revelara lo que había en el interior.

Aquella cabaña era el corazón del asentamiento. Ruth dormía en la estancia principal junto a la puerta, donde no había ninguna privacidad, y había convertido su habitación en un laboratorio compartimentalizado con varias cortinas de plástico. Era básico y austero; y cumplía su función. Eric había sido su guardaespaldas principal, el mismo papel que una vez desempeñó Cam. Hacía varios meses que él no entraba allí. Desde que mejoraron el suministro eléctrico, no había tenido una buena excusa para entrar, y se había prometido a sí mismo alejarse de ella por el bien de Allison. Aun así, recordaba haber compartido un vaso de té helado con Ruth y con Eric, sentado en el suelo de la sala de estar junto al pequeño saco de dormir de Ruth y frente al aparador abierto en el que solía guarda la ropa, el cepillo de dientes, un lápiz de labios y un libro. Un pequeño espacio muy ordenado y repleto de objetos personales que él no había vuelto a ver.

—¿Hay alguien contigo? —preguntó Ruth.

Cam echó un vistazo por encima de su hombro; de pronto se sintió incómodo al darse cuenta de por dónde iba Ruth.

—Estoy solo —respondió.

—¿Puedes cambiar de frecuencia? Quiero que hablemos en privado.

—¿Greg? —preguntó a través del comunicador.

—Gilipolleces. Manteneos en esta frecuencia —respondió el antiguo sargento.

La frecuencia comenzó a llenarse de voces.

—¡Tiene razón! —gritó Owen.

—Nosotros os permitimos vivir aquí. Os acogimos cuando nadie quería tener nada que ver con los nanos y ahora queréis esconderos...

Cam apagó la radio y se quitó los auriculares. Después se acercó a la pared y golpeó la madera con los nudillos.

—¿Puedes oírme, Ruth?

Un sonido llegó hasta él desde otra parte de la cabaña, un sonido seco y repetitivo como si alguien estuviera sufriendo convulsiones en el suelo.

—¡Ruth! —gritó, creyendo que Patrick o Michael habrían conseguido romper la ataduras.

Comenzó a correr alrededor de la cabaña, pero se dio cuenta de que no podría romper ninguna de las ventanas ni abrir la puerta. Si lo hacía, la nueva plaga también se apoderaría de él. Pero ¿y si los infectados atacaban a Ruth o le desgarraban el traje? Cam encendió su linterna y dirigió el haz de luz hacia el interior.

—¡Eh! —gritó.

El plástico que cubría las ventanas distorsionaba la luz que provenía del interior. No podía ver más que la silueta alargada del armario, de modo que comenzó a golpear el cristal para llamar la atención.

—¡Ruth!

La intensidad de los golpes aumentó hasta convertirse en un ritmo desigual. Sonaba como si alguien se estuviera golpeando una y otra vez. Cam también pudo escuchar un gemido femenino. ¿Sería Linda? Comenzaron a sonar voces por todo el asentamiento. Vio la luz de una linterna. Entonces se percató de que Ruth estaba gritando al otro lado de la cabaña.

—¿Cam? Cam, estoy bien. ¿Dónde estás?

Cam corrió hasta la otra pared.

—Estoy aquí. Pensaba que...

—No dejan de moverse, sobre todo Linda y Patrick. ¡Están muy inquietos! Les he inmovilizado las manos y los pies, incluso los he atado a la mesa, pero no dejan de moverse.

Cam hizo una mueca, tratando de aplacar la tormenta que se había desatado en su mente. No resultaba difícil imaginársela allí dentro. Ruth estaba atrapada. Un montón de lunáticos y de cadáveres bloqueaban el paso hacia la puerta... y a pesar de todo debía permanecer allí.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Cam.

—¡Sácame de aquí!

—No puedo... No podemos hacer eso.

La voz de Ruth pareció estallar.

—¡Sácame de aquí, Cam! Sé cómo podemos hacerlo. Estoy descontaminando esta sección del laboratorio. Vais a tener que echar abajo la pared.

«¿La pared?», pensó. Aquella cabaña era de madera, como todas las demás, pero habían reforzado el interior del edificio con ladrillos y planchas de aluminio. Cam supuso que podrían abrir un agujero con palancas y sierras, pero ¿por qué?

—Tienes que quedarte ahí.

—¡Por favor, Cam!

—¿Es que no estás trabajando ahí dentro?

Ruth se limitó a golpear la pared repitiendo el mismo ruido que estaban haciendo los infectados en la otra estancia. Lo hiciera de forma consciente o no, aquel sonido hizo que Cam se sobresaltara.

—¡No podemos construir otro laboratorio! —gritó Cam.

Las ruedas de paletas que habían instalado en el arroyo eran toda una obra de ingeniería. Habían tenido que pedir ayuda a dos tipos de Morristown para que instalaran las ruedas y la maquinaria en el punto en el que la corriente fluía con más fuerza, y tuvieron que darles varias cosechas de maíz a cambio de un generador de cinco kilovatios para transformar toda esa energía en electricidad. Una vez que aquellos tipos se hubieron marchado, Cam, Eric y otros hombres del asentamiento tuvieron que enterrar todos los cables para ocultar la verdadera fuente de energía de la red eléctrica.

Allison y los alcaldes de Libertad y de New Jackson consiguieron equipar a Ruth con un microscopio de fuerza atómica y con un equipamiento muy básico. Los militares tenían informadores en todas partes, pero Allison confió en ellos para actuar en la clandestinidad.

Cam apagó la linterna.

—Sólo ha transcurrido una hora y media, tú puedes hacerlo.

—No puedo.

—Si abandonas tu equipo...

—¡Escúchame! He hecho todo lo que he podido. Este microscopio es muy viejo, Cam. Necesitaré un equipo mucho más avanzado si quiero comprender cómo funcionan estos nanos, sobre todo si queremos encontrar el remedio.

Cam cerró los ojos en medio de la oscuridad. «Era lo mejor que pudimos encontrar, y no tienes ni idea de cuánta comida tuvo que entregar Allison a cambio de todos esos aparatos.»

—No tiene sentido esperar hasta que lleguen los helicópteros —dijo Ruth—. Creo que no tenéis idea del tiempo que me llevaría descontaminarlo todo o abrir un boquete en la pared. ¡Cuando lleguen tenemos que estar preparados!

—No creo que debamos contar con esa ayuda, Ruth.

La mujer hizo una pausa. Entonces volvió a gritar de nuevo.

—¡Dijiste que Grand Lake iba a enviarnos un helicóptero!

—Dije que les había pedido que lo hicieran.

—No puedo... Yo...

Entonces se produjo otro ruido en aquel lado de la cabaña que sonó exactamente igual que los infectados, como algo inútil y perturbado. ¿Acaso ella estaba caminando de un lado a otro?

—Podrías actualizar la vacuna —dijo Cam.

—¿Con qué? ¡Maldita sea! ¿Con qué? ¿Es que no me escuchas? ¡Casi todo el trabajo que he desarrollado aquí ha sido teórico, Cam! ¡Este equipamiento es pura chatarra!

Por un momento Cam también quiso gritar, pero el fuego que ardía en su interior pronto se apagó. Por segunda vez aquella noche supo lo que Ruth pretendía decir a continuación, aunque intentó huir de ese pensamiento con la esperanza de escuchar algo diferente. Ya había perdido a mucha gente en batallas como ésa.

—¿Y qué ocurrirá con nuestros amigos ahí dentro?

—Mi consejo es que huyamos. Puede que aún tengamos alguna oportunidad de sacarle ventaja a esta plaga si nos vamos ahora. Ahora mismo. Tenemos que alejarnos de Morristown.

Eso era exactamente lo que él había pensado. Y se odiaba a sí mismo por haberlo hecho.

—No todo el mundo querrá marcharse —dijo—. Muchos no se irán nunca, Ruth. Sabes que no lo harán. ¿Qué me dices de Susan y de Jen? Sus maridos están ahí dentro.

—No hay otra salida —respondió ella.

8

Ruth arañó la pared una vez más.

—¡Por favor! —gritó suplicante. La claustrofobia palpitaba en el interior de su pecho, golpeando y retorciéndose como los monstruos de la habitación contigua. Lo único que quería era salir de allí.

Quería estar junto a él.

—¿Cam? —preguntó desde el interior del caparazón ardiente en que se había convertido la máscara. El traje de aislamiento estaba empapado en sudor. Se estaba asando en su interior. Cada nueva bocanada de aire suponía un terrible esfuerzo, y los extremos del visor se habían empañado, lo cual había creado un punto ciego a la derecha de su campo de visión. El laboratorio era un cubículo blanco iluminado por cuatro bombillas, pero Ruth no cesaba de girar la cabeza creyendo ver la sombra de alguien que no estaba allí.

Sentía cómo el corazón se le salía del pecho cada vez que Patrick daba un golpe en el suelo, despertando los gemidos de Linda, Michael y Andrew, si es que aún seguía vivo. La agitación de Patrick había ido en aumento. Ruth podía imaginar la maraña de cuerpos vivos y muertos que inundaba la habitación contigua mientras Pat se arrastraba entre las siluetas de sus amigos. ¿Y si no lo había atado lo suficientemente fuerte?

Posó los guantes sobre la lámina de plástico que cubría la pared. ¿Qué grosor tendría el muro exterior de la cabaña? ¿Veinte centímetros? Ruth casi podía sentir los tablones de madera, los ladrillos, el aluminio, y de nuevo la madera. Pero entre ella y Cam había otra barrera más fina, aunque mucho más importante: el plástico. El laboratorio era como una pequeña tienda de campaña dentro de aquella habitación blanca, y se preguntó cuánto tiempo podría aguantar el recubrimiento de plástico si Patrick o Michael irrumpían en la estancia. Probablemente no demasiado.

—¡No nos queda mucho tiempo! —gritó—. ¿Cam?

—Lo consultaré con Greg —respondió por fin.

—¡Sácame de aquí!

—Lo discutiré con él, Ruth.

Apenas podía oírle en medio de los resuellos que inundaban la atmósfera viciada del interior de la máscara. En una situación normal se movería muy despacio, tratando de no sobrecalentar el cuerpo, con la certeza de que podría quitarse el traje si fuera necesario. Pero en lugar de eso, parecía que había corrido una maratón. Y lo que era aún peor, su lugar de trabajo estaba infestado de nanos. La pulcritud del laboratorio había sido mancillada.

La estructura de plástico que ocupaba la habitación consistía en dos compartimientos desiguales. El primero estaba protegido por tres de las cuatro paredes de la estancia, tenía una superficie de dos por dos metros y estaba ocupado por un escritorio, un ordenador portátil, la estructura achaparrada del microscopio y unos pocos aparatos electrónicos. El segundo compartimiento era mucho más pequeño, una esclusa de aire del tamaño de un armario que se extendía justo al atravesar la puerta. Hacía las veces de espacio de descontaminación, y contenía una aspiradora y unas bolsas en las que depositaba los trajes azules que normalmente vestía en el laboratorio, muy similares a los de los hospitales. También había una percha para el traje de aislamiento, que a una persona sola le resultaba prácticamente imposible ponerse sin ayuda.

En su afán por ponerse el traje antes de salir al exterior, Ruth debía de haber desgarrado uno de los sellos que aislaban la cámara de descontaminación y la separaban de la estructura principal. El laboratorio estaba equipado con un kit de emergencia para reparar fisuras en el plástico (no contenía más que un rollo de cinta aislante, un cúter, dos rollos de láminas de plástico, dos cables alargadores y un pequeño soldador), pero no estaba segura de haber podido hacer nada con aquella fisura incluso aunque la hubiera visto antes de volver a entrar en el laboratorio. Además, le habría resultado prácticamente imposible esterilizar el traje. La aspiradora sólo estaba pensada para absorber el polvo, las pelusas y el pelo de la ropa antes de acceder al interior.

También habían instalado otras medidas de seguridad: un sistema de ventilación improvisado y varias lámparas de luz ultravioleta que podían ponerle las cosas difíciles a un nano fuera de control, eso si no lo abrasaban completamente. Ruth pensaba que podía volver a sellar el laboratorio desde dentro y después descontaminar toda la estancia junto con el traje, pero ¿luego qué? Salir por la puerta principal no era una opción válida. Sin el traje, no conseguiría dar más de dos pasos en la habitación contigua, pero con él no conseguiría más que contaminarse de nuevo y se quedaría sin tiempo suficiente para quitárselo antes de que se terminara el aire. Necesitaba ayuda. Y no podía abrir un agujero en la pared ella sola...

¿Y si los de fuera se negaban?

Aquel
déjà vu
le hizo regresar a la Estación Espacial Internacional. El gobierno de Leadville se negó a traerla de vuelta a la Tierra porque era un activo que no podrían reemplazar; no les importó que les jurara que ya no había nada más que pudiera hacer estando en órbita. Ahora se enfrentaba al mismo dilema. La gente de Jefferson estaba aterrorizada, e insistiría en mantenerla dentro del laboratorio; por eso le había pedido a Cam que fuera solo. No hacía mucho, ambos estaban muy unidos, pero ahora ella no podía más que suponer lo mucho que el sufrimiento le había cambiado.

Parecía como si él hubiera estado a punto de sugerir que Ruth debía quedarse dentro para cuidar de los infectados. No había nadie más que se les pudiera acercar.

«Pero podría prestarle el traje a otro cuando esté fuera», pensó.

Tal vez alguien mejor que ella se prestaría voluntario para atender a sus amigos. Por desgracia, a su manera, Ruth estaba tan afectada como cualquier otro superviviente, no sólo por el baño de sangre del que había sido testigo, sino también por los muchos meses que había pasado en soledad dándole vueltas a todo lo que había hecho.

El equipo no estaba tan mal como le había hecho creer a Cam. No había mentido, sólo había exagerado un poco para reforzar su argumento. El microscopio de fuerza atómica era un IBM Centipede exactamente igual al que usaba en Grand Lake. En lugar de tener una única sonda, contaba con un conjunto de cien puntas que funcionaban en paralelo. Cuando consiguió colocar un nano de la nueva plaga sobre la superficie de barrido, Ruth pudo trazar una imagen del aspecto exterior en menos de diecisiete minutos; después comenzó a inspeccionar la muestra en mayor profundidad. Irónicamente, estaba repleta de arrugas y surcos, como el cerebro humano.

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