—Señor —dijo Dongmei—, aún tengo un caza sobrevolando Idaho en dirección sur, con dos bombas biológicas a bordo. ¿Debería enviarlo a Colorado?
—Aún no —respondió Jia.
Habían tenido que desplegar aquel ataque a conciencia, ya que únicamente poseían noventa y tres cápsulas con nanos para cubrir toda la extensión de Norteamérica. Jia quería mantener las reservas el máximo tiempo posible. Lo cierto era que el sector de Huojin no parecía menos saturado que los demás, sobre todo teniendo en cuenta la infinidad de valles y cuencas que se escondían entre los picos de las Rocosas.
Además, Huojin debía operar con otra dificultad añadida. Las instalaciones militares de Utah habían evitado que las patrullas fronterizas utilizadas para desplegar la plaga mental pudieran adentrarse más hacia el este. Alcanzar Montana y Wyoming había resultado igual de problemático, de modo que hacía varias horas que habían decidido detonar treinta y cuatro cápsulas en la atmósfera, dejando que los nanos cayeran sobre las zonas donde los estadounidenses aún mantenían el grueso de las Fuerzas Aéreas y del gobierno.
Jia volvió a mirar hacia las pantallas como si quisiera ver aquellas corrientes invisibles. Se encontraban en un búnker a las afueras de Los Ángeles, pero Jia casi se había olvidado de ello. Aquel sótano podía trascender la distancia. La quietud que envolvía a aquellos jóvenes soldados bajo la luz azulada era como un lugar en sí mismo, y Jia se deleitó contemplándola. Juntos parecían alzarse sobre Estados Unidos entre una nube distante de aviones y constelaciones de satélites, contemplando cómo la zona infectada crecía y devoraba al enemigo.
Resultaba un lugar muy humilde desde el que conquistar toda una superpotencia. Sólo disponían de unas pocas piezas de un equipamiento muy sofisticado dispuestas sobre los escritorios. De hecho, había tan pocas sillas que Huojin y Yi habían tenido que sentarse sobre unas cajas, perdidos en medio de unos muros de cemento desnudo construidos apresuradamente. Una única rejilla de ventilación traqueteaba sobre sus cabezas. Los cables de los aparatos electrónicos cubrían el suelo casi por completo, retorciéndose y extendiéndose hacia la fuente de energía situada en el muro en el que estaba la única puerta. Hacía frío. El único olor que percibían era el hedor húmedo del cemento.
Jia no podía pensar en ningún otro lugar en el que quisiera estar. Ni siquiera en el apartamento de sus padres en Changsha (ni aunque hubieran resucitado por arte de magia).
—Ahí —dijo, señalando una de las pantallas que había frente a Gui. VANCOUVER. La costa abrupta de la Columbia Británica aún estaba poco poblada, lo que hacía que los nanos tuvieran pocas posibilidades de prosperar, pero Jia se había mostrado reacio a enviar a los cazas tierra adentro. Tanto los rusos como los chinos patrullaban la costa de forma regular y nunca perdían la más mínima oportunidad de enviar sus cazas hacia el este de Oregón para disputar las nuevas fronteras con los estadounidenses, pero habían decidido no hacer nada fuera de lugar hasta después del primer ataque. Los aviones que Jia ordenó despegar desde Los Ángeles no eran diferentes de los que componían las demás patrullas, excepto por el hecho de que aquellos cazas habían lanzado unos pequeños artefactos no explosivos tras las líneas enemigas.
El viento de Vancouver no soplaba como debería; iba en dirección sur, no este.
—Que comience la segunda oleada —ordenó Jia—. Concentraos todos en los objetivos secundarios.
Los miembros del equipo comenzaron a murmurar órdenes a los pilotos, sus dedos comenzaron a presionar teclas y a introducir comandos preestablecidos. Jia se detuvo de nuevo para contemplar la elegancia de Dongmei, no sólo su perfección física sino más bien la claridad de su voz. Aunque a su manera, los hombres eran incluso más elegantes, como bailarinas. Jia tuvo cuidado de posar los ojos sobre Dongmei en lugar de mirarlos a ellos, reproduciendo el mismo hábito que tenían todos los demás. Por una vez no se sintió contrariado por ello. La primera oleada de cazas se había convertido en una serie de puntos negros sobre la pantalla, pero entonces se alinearon de nuevo, convirtiéndose en un triángulo rojizo que avanzaba en dirección este. Más cazas comenzaron a adentrarse en el continente, volando desde la costa. En cuestión de minutos, Jia esperaba ver cómo lanzaban su ataque sobre la Columbia Británica, Montana y Wyoming.
—Señor, hemos establecido contacto sobre Arizona —informó Yi.
—También hay cazas estadounidenses despegando desde Cheyenne —dijo Huojin.
—Avisad a vuestras tripulaciones —dijo Jia con tono tranquilo.
El enemigo sabía que algo iba mal. Seguramente darían orden de poner más cazas en el aire, pero sus opciones eran muy limitadas. Cuando los aviones estadounidenses se quedaran sin combustible o sin munición, o si alguno era derribado, ¿adónde irían? Tal vez alguno consiguiera aterrizar en la tierra de nadie que se extendía al oeste de la zona infectada, donde se convertirían en aparatos inútiles sin ninguna posibilidad de hacer nada; o quizá probaran suerte en las depresiones que había al este de las Rocosas.
De cualquier modo, unos pocos aviones no constituirían ninguna diferencia. Jia contaba con la ventaja del elemento sorpresa.
Se permitió una nueva satisfacción al mirar a su equipo una vez más; observó cómo estudiaban los monitores, escuchó sus voces y contempló sus rostros jóvenes y absortos. Todo el oeste norteamericano refulgía ante ellos como si fueran las piezas de un puzle. Cada una de las tres pantallas que Dongmei tenía delante mostraba una parte de Idaho o del norte de Utah, con las fronteras dibujadas digitalmente junto con las indicaciones de las ciudades y accidentes geográficos más importantes, como Boise o el Gran Lago Salado.
Casi todo el terreno había sido capturado con imágenes de satélites de baja resolución. Una mayor calidad habría resultado inútil, dado que los monitores eran prácticamente en blanco y negro. Aun así, aquellos mapas eran suficientes. Las autopistas y las antiguas ciudades manchaban la tierra como si fueran ampollas y venas oscuras, y en algunos casos esos lugares estaban muy relacionados con los datos que más le interesaban a Jia.
La República Popular de China no tenía la misma presencia en el espacio que Estados Unidos, ni siquiera después de las numerosas pérdidas sufridas por los estadounidenses durante la guerra civil. De hecho, la generación de satélites Zi Yaun también se conocía como SVTCB, Satélites de Vigilancia Terrestre Chino-Brasileños. La Agencia Espacial Brasileña había proporcionado gran parte de la tecnología y también había sufragado los gastos de los lanzamientos, compartiendo con China el tiempo operativo de los satélites hasta que los asiáticos se hicieron con el control total durante el año de la plaga.
Oficialmente, los Zi Yuan eran satélites meteorológicos que también podían llevar a cabo estudios geológicos. Pero por supuesto también contenían equipamiento óptico militar y sistemas de comunicaciones. Lanzados por primera vez en 1999, aquellos satélites fueron el resultado de una alianza bastante comprensible entre dos potencias emergentes que querían reducir la distancia que las separaba de Estados Unidos. Orientar aquellos ojos para que observaran el oeste americano había sido la parte más fácil de los preparativos que Jia había tenido que llevar a cabo, puesto que hacía ya tiempo que China había reorientado su flota orbital. Después de la destrucción casi total de muchos de sus enemigos tradicionales, como Japón, Vietnam o Corea del Sur, todos los satélites Zi Yuan de China pasaron a vigilar exclusivamente la India y Estados Unidos. Y aunque fueran menos precisos, lo mismo ocurrió con los demás satélites meteorológicos chinos. Jia no tuvo más que abrir una serie de ojos que ya estaban perfectamente alineados sobre su objetivo, ampliando aún más las coordenadas del terreno que podían controlar con la ayuda de los vehículos de vigilancia aérea no tripulados ASN-104. La mayor parte de los vehículos no tripulados eran capaces de transmitir imágenes de vídeo de gran calidad, aunque debían centrarse en áreas inferiores a los dos kilómetros cuadrados, mientras que los satélites podían verlo todo.
No había forma de controlar la plaga en sí. En muchos lugares, sus efectos eran claramente visibles, pero en la mayoría de los casos, el equipo de Jia no podía más que calcular la dispersión de los nanos mediante proyecciones informatizadas. Los ordenadores eran capaces de combinar modelos de dispersión de viento y de condiciones atmosféricas, combinándolos después con datos sobre los centros de población recopilados por la agencia de inteligencia y con información confidencial sobre los parámetros y la replicación de los nanos.
Por lo general, las proyecciones solían ser bastante conservadoras. Aun así, Jia temía dejar sin infectar bolsas de población en territorio enemigo. Los nanos aparecían en los monitores como remolinos o nubes de un azul más oscuro. La plaga mental comenzaría a desarrollarse en cuanto entrara en contacto con la población estadounidense, sobre todo en las bases militares que habían prosperado en los alrededores de las viejas ciudades. En algunos lugares estaban produciéndose patéticos intentos de evacuación. Vehículos y peatones se agolpaban formando estampidas en las autopistas, que eran las rutas más directas hacia las montañas.
Casi toda la población buscaba puntos elevados. Ese instinto se manifestaba con fuerza incluso para Jia. Los supervivientes siempre veían las cimas de las montañas como los puntos más seguros, pero por el momento el enemigo no había conseguido llegar tan lejos. En las pantallas, los grupos de gente y de camiones se volvían de color azul oscuro de manera inexorable. Después, el viento continuaba extendiendo la plaga y adentrándola en las líneas norteamericanas y canadienses.
«Unidos venceremos.» Jia comprendió la veracidad de ese pensamiento. Era la única idea de la que no dudaba.
Se produjo un sonido ensordecedor detrás de él. La puerta no era más que un montón de tablones de madera reforzada, el punto más débil del búnker. Se abrió de par en par y un soldado de asalto vestido de negro cayó al suelo movido por la inercia del ariete de metal. La luz inundó toda la estancia, un resplandor amarillento y cegador. Aquella explosión de luz fue casi tan desconcertante como el propio asalto, aunque no cesaba de parpadear conforme los demás soldados accedían al búnker.
Se trataba de soldados del Segundo Departamento. Una docena de ellos irrumpió en la estancia apuntando a los miembros del equipo de Jia con subfusiles Tipo 5.
—¡Abajo! —gritaban—. ¡Al suelo!
Dongmei se levantó empuñando la pistola, conectada aún a su equipo mediante los auriculares.
—¡No! —gritó Jia—. ¡No os resistáis!
Los gritos de los soldados continuaban llenando la estancia.
—¡Al suelo! ¡De rodillas!
Dongmei acató la orden de Jia. La mujer se echó al suelo y lanzó el arma tan lejos como le fue posible. Sus compañeros hicieron lo mismo, poniéndose de rodillas con las manos levantadas. Huojin y Gui se estremecieron bajo la luz parpadeante. Jia también pudo ver cómo Yi reaccionaba al escuchar una voz a través de los auriculares; deseaba responder, pero tuvo que contenerse.
¿Habría algún problema con los aviones de Yi? ¿Estarían recibiendo los pilotos nuevas órdenes a través de la misma frecuencia? Los pensamientos de Jia se vieron dominados por la frustración, pero el coronel se sintió aún más desconcertado cuando vio al sargento Bu Xiaowen entre las tropas del Segundo Departamento. Los hombres del uniforme negro se habían dispersado para rodear a los miembros de su equipo. Bu estaba a la derecha de Jia. Debía de haber sido uno de los primeros soldados que irrumpieron en la habitación. Los ojos de ambos se encontraron durante un breve instante antes de que Jia apartara la mirada.
—¡He dicho que al suelo! —gritó otro sargento.
Jia permaneció en pie, mirando a su superior. El Segundo Departamento era la división de contrainteligencia electrónica del Ministerio de Seguridad Estatal del Partido Comunista, y Jia conocía bien a los oficiales del MSE en Los Ángeles. Obviamente, alguien le había seguido hasta el búnker. Pero ¿quién había dado la orden de intervenir?
Dos soldados se acercaron a Jia y le dieron una patada.
—No te muevas —ordenó el primero, mientras le quitaba la pistola y el cuchillo reglamentario. Acto seguido, hicieron lo mismo con las armas del resto del equipo.
Jia escuchó una vez más el zumbido de los auriculares de Yi, y fue la disciplina lo único que impidió que se girara para mirar el equipo electrónico. ¿Qué estaba pasando sobre Colorado y Wyoming? ¿Acaso necesitarían concentrar los aviones en otros puntos?
«No tenemos tiempo para esto», pensó.
Los uniformes negros continuaron entrando en la habitación, creando un obstáculo que le resultaría muy difícil sortear antes de que su equipo pudiera retomar el trabajo. Sin embargo, Jia no pronunció ni una palabra hasta que uno de los soldados se dispuso a desconectar la fuente de alimentación que había junto a la puerta.
—No toques eso —dijo.
—Tranquilo —espetó otro hombre.
Jia se giró inmediatamente para dirigirse hacia él.
—Ésta es una operación autorizada.
Tal vez aquel oficial frunciera el ceño; Jia no podía estar seguro porque su rostro apenas era visible debido a las luces que había detrás de él.
—Está arrestado —dijo el oficial.
El gobernador entró apresuradamente a la estancia en cuanto recibió la confirmación de que el equipo de Jia había sido reducido. Entró seguido por un oficial del Ministerio de Seguridad Estatal. Jia se puso firme para saludar al general Zheng. Todos los soldados del Segundo Departamento hicieron lo mismo, excepto los dos que continuaban apuntando al equipo de Jia con los subfusiles.
—¿Está usted loco? —le preguntó el gobernador con un tono enfadado. Shao Quan era un hombre mayor que ejercía su autoridad a la manera tradicional. Con setenta y cinco años, Shao era el doble de viejo que cualquiera de los que se encontraban en aquella estancia; una capa de pelo fino y grisáceo cubría su cabeza redondeada y oscurecida por el sol de California. Llevaba un traje oscuro, chaqueta azul y corbata del mismo color.
Jia continuó mirando al frente, manteniendo el saludo al general Zheng. Sabía que no podía permitir que su agitación se hiciera visible. Sin embargo, se percató de que cuatro de los guardaespaldas personales del gobernador Shao también habían entrado en la estancia, apuntando hacia el suelo con los rifles de asalto.