Cam se arrodilló y dejó el lanzallamas junto a un bidón de gasolina.
—No sé qué más hacer —dijo.
—Todo irá bien —contestó Allison mientras le acercaba un embudo.
Cam se quedó mirando las siluetas oscuras de las cabañas y los invernaderos. Más allá de la aldea aún podían distinguirse las figuras piramidales de las Rocosas sobre el cielo nocturno. Mucho más cerca, las luces de las linternas se movían entre los edificios, tan inquietas como las ráfagas de viento. Las pilas eran bienes sumamente valiosos, y sólo tenían cuatro acumuladores recargables; sin embargo, en una emergencia se olvidaban todos los esfuerzos por limitar su uso a pesar de no contar con ninguna infraestructura industrial. Aquel asentamiento no era más que un montón de chozas, al igual que todos los demás. La mayoría de ellos tenían nombres patrióticos como Libertad, Rebeldía o Washington, en honor a una herencia perdida. Probablemente, sólo en Colorado habría más de diez asentamientos llamados Independencia. Al menos la gente de Cam fue original y bautizó su hogar como Jefferson, en honor a uno de los padres fundadores menos populares.
—El invierno ya iba a ser bastante duro aunque tuviéramos todo ese maíz —dijo—. Es imposible reducir más las raciones.
Allison negó con la cabeza.
—Si fuera necesario, podríamos comerciar con Morristown. Los demás invernaderos están bien, ¿verdad? De todos modos revisaremos los suelos, y podemos reconstruir el número tres. Esta vez usaremos una capa de cemento más gruesa.
Cam abrió los depósitos de combustible del lanzallamas, pero entonces se detuvo, se puso en pie y la besó. Allison se apoyó sobre su pecho. Cam le rodeó la cintura con las manos. Bajo la ropa, era una mujer fuerte y delgada, excepto por su vientre redondeado. Olía como a sopa, era un aroma saludable y femenino.
Mientras Cam estaba en el invernadero, ambos habían invertido sus papeles habituales (optimista él y pesimista ella), cuando habitualmente era Allison la más positiva, incluso atrevida. Afrontaban el peligro de manera diferente. Ante una amenaza, Cam solía mantener la cabeza fría, y en ocasiones no era hasta después de que el riesgo hubiera pasado cuando se inventaba nuevos problemas, como si en lo más profundo de su ser hubiera comenzado a sentirse más cómodo con la tensión que con la tranquilidad.
Sabía que su voz jamás llegaría a ser respetada en Jefferson sin el respaldo de Allison. Era en ella en quien se apoyaba. Allison tenía una sonrisa enorme que podía resultar agresiva, pero también sabía usarla como un faro que atraía a la gente hacia ella. A eso se sumaba el hecho de que su compromiso con el trabajo era total, incluso ahora que ya había entrado en el segundo trimestre del embarazo. Allison siempre se abría paso de forma natural hasta llegar al frente de cualquier grupo. No tenía ningún problema en dirigir un asentamiento de cuarenta y cuatro almas, mientras que Cam prefería trabajar en grupos pequeños y en misiones breves, como incinerar a las hormigas.
Le faltaba paciencia; siempre se había sentido orgulloso de ella. Posó una mano sobre su estómago.
—Sabes que no puedes construir una ciudad tú sola —dijo con cierto tono de burla.
Los dientes de Allison refulgieron en la oscuridad; era evidente que le había gustado aquella broma.
—No necesitamos una ciudad —contestó. Acto seguido, apretó con fuerza la mano de Cam y se dio la vuelta para volver al trabajo.
Cam intentó contagiarse de su optimismo. No le gustaba estar siempre enfadado. Aquel asentamiento era más de lo que jamás habrían esperado llegar a construir, y se aferró con fuerza a ese sentido de gratitud. Sin embargo, sabía que echaría de menos a Eric. Y lo que era aún peor, ya ni siquiera podían confiar en el suelo sobre el que caminaban.
Al igual que los invernaderos, las cabañas estaban construidas sobre plataformas de cemento, y tenían muy pocas ventanas, porque había que rescatar cada clavo y cada tablón de madera de las antiguas ciudades, donde las plagas de insectos resultaban una gran amenaza. Todas las misiones de saqueo entrañaban muchos riesgos, pero fabricar objetos como cristal, bisagras o picaportes era algo que estaba muy por encima de sus posibilidades. La prosperidad del asentamiento estaba limitada a aquello que conseguían encontrar, y siempre necesitaban con urgencia materiales como cemento, pintura o masilla. Cada abertura debía estar completamente sellada. Hormigas, termitas, arañas y escarabajos se movían por una u otra clase de apetito. Todo constituía un objetivo, incluso líneas eléctricas o bienes sencillos como aceite de motor, té o ropa.
Cierto era que la plaga de máquinas también había sido en cierto modo positiva. Seres como los mosquitos o las garrapatas se habían extinguido casi por completo. Incluso el resfriado común parecía haber desaparecido, ya que quedaba demasiada poca población como para que el virus consiguiera sobrevivir.
Otra ventaja de aquello era que algunos de los supervivientes se habían hecho inmunes a las fiebres tifoideas, al desarrollar defensas contra la fiebre moteada, los herpes o una infección de las uñas a la que llamaban «dedo podrido». Algunos de ellos también habían sido portadores de piojos o pulgas durante todo ese tiempo, y ahora parecía que comenzaban a reproducirse de nuevo. Cuando la población se mezcló de nuevo, volvieron los contagios. Cam había oído hablar de un brote de sarampión en Wyoming, y la gente comentaba que gran parte de la población de Idaho estaba en cuarentena por culpa de algún tipo de disentería que estaba acabando con todos los bebés.
Hasta ahora, el único problema de Jefferson habían sido los insectos. Las hormigas de fuego habían llegado desde Texas el año anterior, y se creía que las langostas del desierto se habían extendido por el Medio Oeste con la invasión rusa.
Prácticamente vivían como astronautas, al tener que sellar todos los alimentos en compartimientos herméticos como cajas de munición o fiambreras. Había que envasar la orina, los excrementos y toda clase de basura orgánica antes de introducirse en los invernaderos, donde el sol convertiría los residuos en un fertilizante nutritivo y seguro. Era una vida dura. Quizá también sin sentido. A Cam le preocupaba el hecho de que las hormigas consiguieran entrar en la casa de alguien y enterrar su cuerpo bajo una masa de seres rojizos y diminutos; de pronto las imágenes que le venían a la cabeza se volvieron más personales. ¿Y si una colonia atacaba a Allison y al recién nacido?
Cuando hubo terminado de recargar el lanzallamas, se colocó los depósitos a la espalda y miró a su mujer, que se acercaba hacia él con dos bidones de veinte litros. Aquélla era toda la gasolina que había, a excepción del poco combustible que quedaba en los depósitos de los todoterrenos y camionetas. «Con un poco de suerte serán algo más de cien litros», pensó mientras le tendía la mano a Allison.
—Deja que te eche una mano.
—No hace falta.
—No creo que nos seas de mucha ayuda con el problema de las hormigas.
—Voy a deciros cuánta gasolina podéis usar —respondió Allison—. Y vais a tener que escucharme.
—Debemos asegurarnos de quemarlas a todas.
—Mañana iremos a la autopista e intentaremos encontrar más combustible, pero antes tendremos que llegar hasta allí, Cam. Así que tenemos que guardar tanta como podamos.
«Si permitimos que una parte de la colonia siga con vida, conseguirán abrir algún otro túnel», pensó. Vio la imagen de Allison desapareciendo bajo la masa de hormigas... «Eso no puede ocurrir», dijo para sus adentros. Sentía ansiedad y desconsuelo, pero esas mismas emociones se entremezclaban con la ternura que experimentaba hacia Allison y hacia el bebé. Estaba dispuesto a morir para protegerlos a ambos. Por esa razón comenzó a gritar.
—¡Dame esos bidones, Ally! Aún queda mucho combustible en los vehículos. Probablemente también tendremos que usarlo.
—Maldita sea —dijo Allison.
Varias personas se aproximaron hacia ellos en medio de la oscuridad. Además de linternas, también portaban gafas protectoras, máscaras y cantimploras. Greg Estey estaba armado con otro lanzallamas, mientras que el resto del grupo portaba palancas y palas. Estaban dispuestos a remover hasta el último centímetro de tierra del campamento para dejar al descubierto la colonia. Ruth también se encontraba entre ellos.
Cam y Allison titubearon por un momento, tratando de olvidar su discusión privada y asumir el mando del grupo.
—¿Estáis preparados? —preguntó Cam, mirando a Ruth.
—No deberías estar aquí —dijo Allison.
—Siento mucho lo de Eric —respondió Ruth.
Ella se había cuidado mucho de mantener las distancias, pero Cam habría reconocido aquella silueta incluso aunque no hubiera escuchado su voz. Su pelo castaño y rizado había crecido mucho desde que escaparon de California, y conocía demasiado bien el perfil de su nariz afilada y la silueta esbelta de sus hombros. Fueron amantes durante un breve periodo de tiempo. Y Ruth también desempeñó un papel decisivo en la conspiración para poner fin a la guerra, usando la amenaza de una nueva plaga tanto contra Estados Unidos como contra los invasores.
Ruth Goldman era la última investigadora experta en nanotecnología que quedaba en Norteamérica. Ella era la razón por la que Cam y Allison se habían quedado en Jefferson, convirtiendo así un pueblo fantasma en un asentamiento permanente.
—No deberías estar aquí —repitió Allison—. No puedes formar parte del equipo de incineración.
—Eric también era mi amigo —dijo Ruth.
—No podemos permitir que te arriesgues tanto —respondió Allison.
La desconfianza subyacente que existía entre ambas mujeres se hizo patente de forma dolorosa. Allison protegía a Ruth, y aceptaba la amistad que unía a ésta y a Cam por sus propios motivos, pero el carácter incómodo de aquel triángulo nunca había llegado a desaparecer por completo. Y por si fuera poco, el embarazo de Allison no había hecho más que aumentar esa tensión, introduciendo una nueva clase de envidia en la dinámica.
Ruth tenía trece años más que Cam. Él pensaba que la diferencia de edad era una de las razones por las que su relación no había funcionado. Pero también era parte de su atractivo. Ruth nunca se había mostrado comedida ni con su propio cuerpo ni con el de Cam.
Ambas mujeres eran muy similares en muchos sentidos, no físicamente, pero sí en cuanto a carácter. Al igual que todos los supervivientes, eran activas, duras e inteligentes, pero aun así la madurez de Ruth la hacía prevalecer entre las mujeres más jóvenes. Con frecuencia podía predecir lo que Allison haría o diría. Por otro lado, ese autocontrol también perjudicó a la propia Ruth. Decidió alejarse de Cam en busca de tiempo para aclarar sus sentimientos, mientras que Allison no lo dudó ni un instante.
Cam y Ruth jamás habían llegado a consumar su interés mutuo. Allison pensaba lo contrario porque Cam le mintió al decirle que todo había terminado. Lo cierto era que Ruth y él aún tenían asuntos pendientes.
—Ally tiene razón —dijo Cam, poniendo un énfasis especial en el apodo de su esposa mientras le indicaba a Ruth que se marchara—. No puedes ayudarnos.
—Yo conocía a Eric mejor que tú. —Había un tono muy peligroso en la voz de Ruth, que reforzó al acercarse un poco más a ellos.
—Simplemente no quiero que te pase nada —dijo Cam, que inmediatamente se arrepintió de tanta honestidad. «Probablemente no haya sido la frase más acertada», pensó—. Márchate, no estás en el equipo.
—Que te jodan —respondió Ruth—. Yo me quedo aquí.
—No tenemos tiempo para esto —intervino Allison.
Greg Estey asintió, mostrándose aliviado.
—Sí, será mejor que empecemos. —Greg levantó el lanzallamas y añadió—: Éste está lleno, Cam. Quizá quieras sacar algo de combustible.
—Claro. Tenemos que abrasar el terreno tanto como podamos.
—¿Qué tamaño tiene la colonia? —preguntó otro hombre.
—Unos seis metros de largo, puede que más —respondió Cam.
Ruth frunció el ceño, apretando con fuerza el mango de la pala. Por un instante Cam pensó que iba a arrojarla al suelo, pero Ruth no era muy dada a los melodramas.
—Está bien —dijo finalmente mientras le entregaba la pala a otra mujer con un gesto abrupto.
Cam observó cómo se alejaba.
En la oscuridad, el invernadero número tres continuaba ardiendo con una luz tenue. Aún podía verse parte de la estructura retorciéndose entre el plástico humeante. Cam sabía que sería una locura arrojar gasolina al fuego, pero cuanto más tiempo esperaran, más se adentrarían las hormigas en la tierra para huir del calor. «De acuerdo, tú también estás fuera del equipo», dijo para sí mismo mientras pensaba en Allison. Comenzaba a prepararse para otra discusión.
Pero en aquella ocasión tuvo suerte. Uno de los guardas se acercó corriendo en medio de la oscuridad. Era un chico de dieciséis años que portaba un rifle de asalto.
—¡Esperad! —dijo—. ¡Un momento!
Aparte de los tres niños, Tony Domínguez era la persona más joven del asentamiento. También era uno de los seguidores más fervientes de Allison. El chico estaba locamente enamorado de ella, algo que Cam le había perdonado. Al menos Tony tenía buen gusto para las mujeres. El pobre chico no tenía a nadie de su edad hacia quien sentirse atraído, y su madre nunca le permitía unirse a las expediciones a Morristown, probablemente porque tenía miedo de que decidiera quedarse allí. Con una población de mil doscientas personas, Morristown era prácticamente una ciudad. También era un enclave religioso que actuaba a modo de escudo para Jefferson, atrayendo a la mayor parte de los viajeros a pesar del hecho de que el pequeño asentamiento era una de las fuentes de alimento más prósperas de la zona.
—¡Se acerca alguien! —anunció Tony—. He escuchado ruidos cerca de las vallas.
—¿Estás en el punto de control número cinco? —preguntó Allison.
—Sí, señora.
Cam miró hacia el perímetro sur, impresionado por el hecho de que Tony no hubiera abandonado su puesto a pesar del ataque de las hormigas. Sabía de otros vigías que sí lo habían hecho. Y lo sabía porque él era uno de ellos.
El asentamiento mantenía a tres personas de guardia durante el día y a seis durante la noche. El mejor momento para viajar eran las horas nocturnas, cuando los insectos se aletargaban por el frío. Eso hacía más difícil detectar a la gente que se aproximaba, aunque habían rodeado el perímetro con una serie de anillos repletos de alambradas. En algunos puntos incluso había alambre de espino. La mayoría de aquellas «vallas» no eran más que quitamiedos, capós y tapacubos rescatados de los coches ruinosos de la autopista número 14, y que habían diseminado por el terreno para que hicieran de alarmas sonoras. En ocasiones eran atacados por bandidos, y vivían con la amenaza constante de que el ejército consiguiera averiguar dónde se escondía Ruth.