Epidemia

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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

 

Tras la plaga de nanorobots y el fin de la guerra desencadenada entre las grandes potencias para controlar el remedio contra la misma, Ruth Goldman y Cam Najarro parecen haber encontrado algo de paz en un aislado pueblo de las montañas Rocosas.

Pero los intentos por hacer de la nanotecnología un arma han continuado y pronto América se ve sacudida por una nueva epidemia. Con el apoyo de los pocos supervivientes, Ruth y Cam deberán descubrir el origen de la nueva plaga si no quieren que la raza humana desaparezca para siempre.

Jeff Carlson

Epidemia

La Plaga - 3

ePUB v1.0

OZN
29.06.12

Título original:
Plague Zone

Jeff Carlson, enero de 2011.

Traducción: Traducciones Imposibles

Ilustraciones: Desconocido

Diseño/retoque portada: OZN

Editor original: OZN (v1.0)

ePub base v2.0

Le dedico este libro a mi padre,

Gus Carlson,

que me enseñó a leer

1

Cam Najarro entró en el invernadero apartando las láminas de plástico con un brazo. Con la otra mano sujetaba el lanzallamas que tenía apoyado en la pierna, cuya llama azulada ardía con una luz parpadeante muy cerca de su rodilla. No quería iniciar una deflagración si podía evitarlo, por lo que usaba el cuerpo a modo de escudo para esconder el arma mientras se adentraba en la maraña de plástico y escombros.

Los tanques de combustible que llevaba a la espalda se engancharon en el plástico. Acto seguido, se topó con un tablón de madera partido por la mitad, por lo que tuvo que agacharse mientras intentaba proteger la boca del arma, acercándosela torpemente al estómago.

El plástico estaba dispuesto en láminas, así que cuando el invernadero se derrumbó, las paredes y el techo quedaron retorcidos hasta convertirse en una especie de nudos enormes. Y lo que era aún peor, la luz del atardecer comenzaba a perder intensidad. Cam llevaba una linterna en el cinturón, pero en seguida comprobó que la luz se reflejaba en el plástico y le cegaba. Veía mejor envuelto entre las sombras.

Aquel invernadero olía a tierra mojada mezclada con un aroma frío y húmedo. Por todas partes, el suelo de cemento estaba salpicado de hormigas y langostas. Algunas estaban muertas. Otras se revolvían y correteaban atrapadas entre los pliegues de plástico que había a su alrededor.

Los auriculares chisporrotearon en sus oídos.

—¿Cómo está todo por ahí? —preguntó Allison.

—Todo está muy tranquilo.

—Esto me da mala espina, Cam.

—Vaya novedad —dijo, sonriendo.

—Sal de ahí, por favor.

—No. Puede que Eric aún siga con vida. ¿Y si sólo está inconsciente?

Cam se topó con otra cortina de plástico, pero apenas pudo moverla. Tuvo que arrodillarse para poder deslizarse por debajo. Hacia la derecha, el paso estaba bloqueado por un enorme macetero de madera, la tierra había quedado esparcida por todo el suelo. Cam se movió hacia la izquierda, avanzando a gatas con ayuda de una mano y de las rodillas.

De pronto se detuvo. En el suelo había un abultamiento rojizo donde las hormigas se aglomeraban formando una masa particularmente densa. Cam sostuvo el arma con fuerza mientras continuaba avanzando con la intención de asegurarse de que aquellas hormigas fueran bajas, no una nueva invasión. Había reinas poco desarrolladas y machos alados, todos ellos mezclados con numerosas obreras. Por pura necesidad, todo hombre y mujer que quedaba en el planeta se había convertido en un experto entomólogo, y Cam sentía un miedo sano hacia aquellos insectos. Las hormigas eran tan delicadas como poderosas. Sus frágiles patas y sus mandíbulas eran capaces de desplegar una fuerza increíble, tal y como podía comprobarse por la destrucción que le rodeaba.

Dio un pisotón con la bota, aplastando los cuerpos rojizos.

—Creo que sé por dónde han entrado —dijo. El eco de cada palabra resonó en el silencio. Podía oír el viento y los gritos fuera del invernadero. Comenzó a escuchar mejor aquellas voces cuando Allison respondió a través de la radio.

—Déjalo —contestó ella—. Ya no importa.

Pero para él sí que importaba. Había construido el invernadero número tres con sus propias manos, y ahora uno de sus amigos había desaparecido en el interior.

Cam examinó las hormigas con el guante, tratando de averiguar la dirección de la colonia. Encontró la pista que buscaba en otro macetero resquebrajado. Había una fisura muy fina en el suelo, justo en el punto en el que el recipiente había sido fijado al cemento, que sólo tenía unos pocos centímetros de grosor. No había sido suficiente. En un extremo de la grieta había aparecido un orificio más grande. La colonia de hormigas había conseguido abrirlo con una paciencia y una fuerza inhumanas.

Hacía menos de una hora, diez mil hormigas de fuego se habían adentrado en el invernadero, asolando la zona protegida como un ciclón. El peso de la gente aterrada que había en el interior fue suficiente como para derribar una de las paredes. Alguien chocó contra una viga maestra. Las hormigas estaban más interesadas en las plantas de tomate y de maíz, pero aun así picaban y mordían. Tres personas consiguieron salir. Eric Goodrich fue el único que no pudo llegar a las dos puertas que funcionaban como esclusa de aire, aislando las húmedas plantas del interior del mundo invadido por la plaga de máquinas.

Las langostas aparecieron una vez que el plástico se hubo rasgado. Al igual que las hormigas de fuego, las langostas del desierto salpicadas de motas negras no eran nativas de Colorado, pero se adaptaban con rapidez y eran oportunistas, por lo que como muchas otras especies, habían llenado los huecos vacíos del ecosistema. También eran tremendamente voraces, y gastaban como mínimo la misma energía que obtenían. Sufrían enormes pérdidas sólo para atacar las cosechas y a los insectos rivales, permitiendo que sus tropas quedaran diezmadas y que sus bajas fueran una fuente de alimento para las hormigas supervivientes.

Cam las habría incinerado a todas si hubiera podido.

—Las hormigas han entrado por debajo —dijo.

—¡Eso no importa! —Allison estaba impaciente hasta el punto de sonar grosera. Podía ser muy combativa cuando se sentía preocupada—. Sal de ahí y punto —dijo—. Recuperaremos lo que sea posible por la mañana.

«Puede que Eric aún siga con vida», pensó Cam, pero no quería discutir. Cuando encontró un espacio abierto, se limitó a erguirse y siguió caminando por aquel laberinto sombrío de madera y plástico.

Avanzaba cojeando. También le dolían las manos, que se aferraban con fuerza al cañón del arma. Eran viejas heridas. Había muy poca gente que no tuviera alguna marca de la plaga de máquinas o de las guerras que estallaron después, pero Cam Najarro había tenido que hacer frente a un sinfín de decisiones difíciles. En ocasiones se maravillaba de seguir con vida. Lo único que quería era compartir su buena suerte.

—¿Eric? —dijo. Se había olvidado de desconectar la radio.

—¡Maldita sea! —gritó Allison—. Está muerto. De lo contrario, ya habríamos oído algo.

—¿Y si se tratara de mí, Ally? Entonces vendrías a buscarme.

—Sal de ahí, idiota.

Cam sonrió una vez más. Allison se había tranquilizado ligeramente ahora que estaba embarazada de cuatro meses, aunque habría negado tajantemente cualquier cambio en su actitud. Se había vuelto más egoísta, más protectora, lo cual la convertía en mejor esposa, pero no en una buena líder. Ya no daba prioridad a los demás. «Y probablemente tenga razón», pensó Cam mientras escudriñaba las sombras. Había una silueta en el suelo, como dos sacos de fertilizante... ¿o se trataba de un hombre?

Se golpeó la mejilla con la mano, aplastando a una hormiga antes de que pudiera morderle. En aquel momento se percató de que había muchos más insectos rojizos que le subían por el brazo. Cam tuvo que contener un escalofrío, rascándose con el guante la capucha y las mangas. Las hormigas también comenzaban a agruparse en su cintura. Los insectos rezagados y heridos habían comenzado a prestarle atención como sólo la mente de un enjambre que se comunicaba por el movimiento y por el olor que podía hacer.

—De acuerdo, tienes razón —admitió, mientras buscaba el modo de salir de allí. Por desgracia, la pared más cercana se había derrumbado, convirtiéndose en una barrera infranqueable—. Estoy en la cara norte —dijo—. ¿Podréis abrir una salida?

—Enciende la linterna para que podamos verte. —La voz de Allison sonó aliviada. Pronto se escucharon voces en el exterior del invernadero—. ¡Por aquí!

Las hormigas eran impredecibles. Ahora ya no paraban de reproducirse, y se volvían cada vez más salvajes con cada nueva generación. La semana anterior, Cam y Eric habían liderado un equipo de fumigación que envenenó cuatro colonias. Era obvio que no había sido suficiente. Quizá toda la zona quedara infestada de forma permanente, por muy cuidadosos que fueran con la basura y los residuos; pero el metabolismo de las hormigas dependía del calor del sol. En las noches frías de las Montañas Rocosas, especialmente a principios de septiembre, las hormigas se refugiaban bajo tierra hasta la salida del sol. Cam sabía que sería más seguro buscar el cuerpo de Eric en otro momento, pero tendría que convencerse a sí mismo para abandonar a su amigo.

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