Epidemia (18 page)

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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

La máscara aún seguía allí. Al igual que el resto del equipo, que aguardaba en la entrada trasera de la sala, algo que no debería haber sorprendido a Deborah, a pesar de tratarse más de un grupo improvisado sin una cadena de mando definida que de una escuadra. La mayoría de aquellos once hombres y mujeres eran militares, y por lo tanto subordinados suyos, aunque también había un mayor de las Fuerzas Aéreas y tres oficiales de la Armada, y sus órdenes eran más importantes que cualquier vida individual.

«Hay que sellar las salidas cueste lo que cueste.»

Aquella tarea debería haber sido más fácil por el hecho de que ninguno de ellos se conocía. Pero en lugar de eso, Deborah había salvado la vida gracias a aquello que ella más valoraba en sí misma: la lealtad hacia el uniforme. Podían haber cerrado la puerta y dejarla aislada al otro lado. Pero en lugar de eso habían hecho una barricada para que pudiera pasar entre los cañones de los rifles y de las pistolas.

Distraída por la visión de las armas, Deborah no pudo mantener el equilibro. Tropezó y cayó sobre el suelo de cemento.

—¡Mayor! —gritó una soldado que estaba bajo su mando. Era Emma Kincaid, una oficial médica como Deborah.

—¡Les dije que abandonaran ese acceso! —gritó Mendelson. Él era el mayor de las Fuerzas Aéreas, un hombre de cabeza cuadrada de unos cincuenta años. Aquellas palabras no iban dirigidas a Deborah, sino a los soldados que habían desobedecido sus órdenes.

Aquella pequeña estancia de cemento estaba rodeada de despachos. Varios hombres y mujeres tenían montañas de papeles entre las manos y había muchos más documentos desperdigados por el suelo. Al igual que la mayoría del complejo, esas oficinas eran para el personal de inteligencia de las cinco secciones del ejército, pero aquellos cubículos no sólo habían sido saqueados en busca de documentos de extrema importancia, sino también para aprovechar material de oficina como los rollos de cinta adhesiva. No había otra manera de sellar las puertas. Deborah, Emma y dos enfermeras habían abierto todos los kits médicos que habían podido encontrar, pero las vendas adhesivas ya casi se habían agotado.

Detrás de ella, un soldado cerró la puerta de acero. Otros tres hombres cubrían la cerradura y las bisagras con hojas de papel. Media docena de manos sostenían los documentos mientras otras tantas colocaban sobre ellos cinta aislante, vendajes adhesivos e incluso un bote de pasta de dientes, cualquier cosa que sirviera para sellar los orificios.

—¡Puede que también tengamos que abandonar esta puerta! —gritó Mendelson—. ¡Tenemos que ir un paso por delante de los nanos! ¿Es que no lo veis? Se están adentrando cada vez más en el complejo para ir a por nosotros. ¡Necesitan gente!

Dos hombres habían perdido la vida por su culpa. Era cierto. Aun así Deborah se negó.

—No.

Era ella quien debería haberse presentado voluntaria, pero un oficial no podía permitirse ese lujo. De haber ocupado el lugar de los marines, ahora ella también estaría muerta y Mendelson habría quedado al mando, y desconocía si a aquel hombre le faltaba valor o simplemente no comprendía nada. Los sistemas de ventilación habían sido desconectados, de modo que cualquier estancia vacía serviría a modo de barrera; quizá habría sido mejor cerrar varias puertas y esperar que el espacio vacío que quedara entre ellos y los soldados infectados fuera suficiente; pero ya no les quedaba más espacio que ceder. Desde aquel pasillo apenas quedaban cuarenta metros antes de llegar al centro de mando. Resultaba de extrema importancia mantener segura la sala de operaciones. De lo contrario, quedarían ciegos y sordos respecto a todo lo que ocurriera en el exterior, aunque encontraran otro lugar seguro entre los muchos pasadizos del complejo; ¿y entonces qué?

Sin aquella base la guerra estaría perdida. Habían perdido las comunicaciones con casi todas las instalaciones principales de Norteamérica. Spokane. Calgary. Salt Lake. Flagstaff. Hacía dos horas que habían recibido confirmación de que el presidente estaba a salvo en Missoula y de que aún había supervivientes en Yellowstone y en Albuquerque, aunque más del ochenta por ciento de las tropas estadounidenses y canadienses habían sido aniquiladas. El resto eran focos aislados sumidos en el caos.

—¡Yo me quedo aquí! —dijo Deborah.

—Y nosotros con usted —dijo un soldado.

—¡Esto no funciona! —gritó otro—. ¡Tenemos que intentar otra cosa! —Tenía las manos manchadas de pasta de dientes de color azul, que había utilizado para sellar el quicio de la puerta.

—Estaban tratando de sellar el Sector Cuatro —dijo uno de los oficiales de la Armada—. ¿Y si...

—El Sector Cuatro ha caído —respondió el soldado.

—¡Los demás, seguid trabajando! —dijo Deborah—. ¡Moveos! —Se giró hacia los soldados que había en la puerta—. Pondremos bolas de papel en los orificios que aún no están sellados. Quizá consigamos humedecerlos para crear una especie de pasta.

—Podemos masticarlos si fuera necesario —propuso el oficial de la Armada.

Detrás de ellos podía escucharse el ruido de las botas al caminar sobre el suelo. Mendelson estaba entre los que se estaban marchando.

—¡Maldita sea, abandonen esa puerta! —gritó.

Pero las órdenes de Deborah venían directamente del general Caruso. Además, era posible que no consiguiera olvidar a los dos hombres a los que había disparado en la otra habitación. Aún podía ver el rostro del capitán y sentía en las manos el retroceso del disparo.

¿Cuál era el efecto de aquella plaga? Cualquier cosa que hiciera aumentar la presión en el interior de cráneo haría que el cerebro se comprimiera sobre el foramen magno, el orificio a través del cual se une con la médula espinal. Los nervios craneales que controlaban el movimiento de las pupilas estaban en el tronco encefálico y dejaban de funcionar si se comprimían. ¿Acaso los infectados estaban sufriendo hemorragias internas? Tal vez el efecto de los nanos fuera similar al de una conmoción cerebral. Deborah se preguntó si los antiinflamatorios podrían ralentizar o detener el proceso.

Su amiga Emma le agarró del brazo. Sus ojos estaban llenos de vida. Deborah le habló apresuradamente.

—Necesitamos que alguien nos cubra —dijo.

—Yo... No —respondió Emma.

—¡No puedo hacerlo de nuevo!

—Yo tampoco estoy dispuesta a hacerlo.

—¡Es una orden directa, teniente! —insistió Deborah, apretando con fuerza la muñeca de su amiga cuando en realidad debería haberla empujado.

Emma era una mujer guapa y esbelta. Se parecía a Deborah, aunque no era tan alta. Siendo la clásica mujer rubia, Deborah sabía que era hermosa, aunque Emma no le andaba muy a la zaga. Era la típica pelirroja (con el pelo y las pecas anaranjadas), y con una sonrisa tímida pero decidida. Se complementaban bastante bien entre sí, y a Deborah le gustaba el grado de confianza que habían alcanzado.

—Sé que puedo confiar en ti —dijo Deborah.

Emma asintió y negó con la cabeza con el mismo movimiento inseguro. Agitado por la abnegación, su cuerpo se movía a izquierda y derecha como un zorro atrapado en una jaula.

—Desenfunda el arma —dijo Deborah con un tono frío, como si estuviera repasando un procedimiento automatizado—. Aléjate tanto como puedas. Si ves que comenzamos a temblar, detente antes de que lleguemos hasta ti y dispáranos sin perder ni un instante.

—Deborah, por favor...

Se escucharon gritos provenientes del otro extremo del corredor. Un sonido metálico reverberó por las paredes. Deborah empujó a Emma hacia un lado y levantó el arma para proteger a su amiga.

La otra puerta había sido abierta antes de que Mendelson llegara hasta ella. Gritó para que los hombres y mujeres que estaban a sus órdenes se echaran a un lado. Uno de ellos se puso de rodillas, dejando caer el portátil y los documentos que tenía en las manos.

Durante un instante, Deborah pensó que los nanos habían conseguido extenderse por todo el complejo tras acceder por el otro lado. Entonces una nueva escuadra apareció, abriéndose paso entre sus subordinados. Todos aquellos hombres parecían idénticos bajo los trajes de aislamiento; la capucha les ocultaba la cabeza y el visor de la máscara les daba la apariencia de enormes insectos. Los tanques de aire hacían que se prolongara la línea de los hombros. Los dos que avanzaban al frente estaban armados con fusiles y portaban una linterna, que refulgía en aquel sótano a pesar de que las luces seguían encendidas. La principal fuente de energía de Grand Lake era la estación hidroeléctrica que había río abajo, pero no resultaría muy difícil destruirla. También había generadores diésel dentro del complejo, aunque las reservas de combustible eran escasas y estaban pensadas únicamente para el centro de mando.

«Dios mío —pensó Deborah—. ¿Qué haremos si se apagan las luces?»

—¡Abrid un agujero! ¡Abrid un agujero! —gritó alguien.

No tenían ningún sitio a donde ir. Deborah trató de pegarse a la pared tanto como pudo, chocando con Emma. Mientras tanto el primer hombre ya había llegado hasta ellas. La culata del M4 golpeó el hombro de Deborah (accidentalmente, pensó ella), y la fuerza del soldado hizo que la mujer cayera de lado.

De algún modo, Emma y otro soldado consiguieron sujetarla, agarrándola por el cuello del uniforme. Deborah miró al hombre, llorando de dolor.

Sintió cómo los ojos le escocían de nuevo, esta vez por una nueva sensación. Aquellos hombres eran zapadores, enviados para hacer saltar la puerta por los aires. Uno de ellos llevaba un soldador entre las manos. Tras él, otros dos soldados portaban sendos tanques de combustible y una soldadora de acetileno. Un cuarto hombre portaba un casco enorme con un visor oscuro.

Los esfuerzos de Deborah podrían haber retrasado el avance de la plaga lo suficiente como para preservar aquel corredor y a la mayoría de los hombres y mujeres que tenía bajo su mando. Pero cuando consiguió ponerse en pie, apartó la mirada de los ojos abatidos de Emma y contempló la superficie lisa de la puerta. Estaban a salvo.

Estaban a salvo y era una sensación dolorosa.

—¿Deborah? —preguntó su amiga.

«¿Por qué no había nadie al otro lado del comunicador? —se preguntó—. ¿Y si hubiera hecho caso a Mendelson?», pensó entonces llena de ira.

Su equipo había perdido contacto con el centro de mando cuando empezaron a avanzar por el corredor. ¿Habría habido alguna diferencia si ella hubiera esperado cinco minutos? El equipo podría haber abandonado la otra estancia en lugar de intentar defender la entrada, y entonces los ingenieros habrían llegado hasta ellos antes de que se produjeran más muertes.

Deborah consiguió por fin recuperar el aliento. Su pecho se relajó mientras jadeaba bajo la máscara protectora, corriendo para alejarse de los soldados. Las soldadoras parecieron cobrar vida. Todos los ojos se entornaron ante la luz azulada e incandescente. Todos excepto los de Deborah, que avanzó decidida por el corredor para presentarse ante el general Caruso.

—¡Vamos! ¡Tenemos que movernos! —dijo.

Algunos de sus hombres habían salido por la otra puerta, pero los demás estaban recogiendo papeles del suelo o parecían estar en estado de
shock
. Un oficial de la Armada se giró hacia ella.

—Éstos son los informes de situación de las tropas rusas...

—¡Muévase! —gritó Deborah al pasar junto a él.

Odiaba llorar, pero cada nueva bocanada de aire le hacía experimentar una sensación de catarsis a pesar de tener los ojos llenos de lágrimas, algo que intentaba ocultar cubriéndose el rostro con el brazo. Como miembro de la última tripulación que habitó la Estación Espacial Internacional, como médico y como oficial de infantería, Deborah Reece había contemplado más muertes de las que era capaz de asimilar, pero nunca antes había quitado una vida.

Deborah había pasado el año de la plaga en la órbita baja de la Tierra, contemplando cómo las ciudades del mundo se apagaban para siempre desde la Estación Espacial Internacional. La EEI dibujaba una órbita completa alrededor del planeta cada noventa minutos, y toda la parte del globo en la que no brillaba el sol estaba cubierta por una oscuridad prehistórica, excepto los pocos baluartes que brillaban tímidamente como estrellas agonizantes. Leadville, Fuji, Katmandú...

Su trabajo era controlar el estado de salud de la tripulación. El hecho de convertirse en rival de Ruth Goldman fue algo accidental. Ellas eran las únicas dos mujeres que había a bordo, y Deborah fue la primera en buscar consuelo entre los brazos del piloto, Derek Mills, mientras que Ruth nunca resolvió su atracción hacia el coronel Ulinov.

El principal desafío consistía en que mientras que Deborah era inteligente, como todos los miembros de la NASA, el genio de Ruth hacía casi imposible poder llegar hasta ella. Probablemente su coeficiente intelectual estaría cuarenta puntos por encima del de todos los demás, pero en su afán por detener la plaga, el agotamiento hacía que se dejara llevar por su estado anímico durante días y días. Sus bromas eran tan certeras como la hoja de un bisturí. Podía herir a todo el mundo sin proponérselo.

Deborah también se diferenciaba de ella en otro sentido. Carecía de la imaginación de Ruth, lo cual le parecía una ventaja. Pensaba que la gente que era demasiado inteligente corría el riesgo de perder el contacto con lo que significaba ser normal y no llegar nunca a comprender los mecanismos básicos del comportamiento social. Desde el momento en que la conoció, Ruth había sido una figura polarizadora, o bien atraía a la gente o bien la repelía. Al igual que Deborah, había personas que experimentaban ambas sensaciones al mismo tiempo, sintiéndose atraídas hacia ella pero incapaces de identificarse personalmente con la intensidad que irradiaba.

Deborah quiso que fueran amigas, y en un principio caminaron en esa dirección. Pero fue entonces cuando Ruth la traicionó. Cuando la tripulación de la EEI regresaba a la Tierra, la pista de aterrizaje resultó ser demasiado estrecha para el transbordador espacial. La
Endeavour
se salió de la pista, matando a Derek e hiriendo a casi todos los demás. Necesitaban tener a Ruth trabajando en los laboratorios de los nanos; pero ocho días después desapareció para unirse a la conspiración para interceptar la expedición a Sacramento, California, donde esperaban recuperar los diseños originales de la plaga de máquinas.

Deborah jamás pensó que volvería a verla de nuevo. Y cuando lo hizo, se sintió aliviada por el mero hecho de poder ver un rostro familiar. Habían tenido que producirse nada menos que dos milagros para que pudieran volver a reunirse. A Deborah no le sorprendió que Ruth tuviera la tenacidad necesaria para caminar desde Sacramento hasta los límites del desierto de Nevada, ni que hubiera conseguido no ser detectada por los aviones enemigos que sobrevolaban California. Lo más sorprendente fue que Deborah recibió órdenes para abandonar Leadville pocos días antes del bombardeo. El que había sido aspirante a amante de Ruth, Nikola Ulinov, era también un importante diplomático ruso y amigo personal de Deborah. Aprovechando la autoridad que había ejercido en la EEI, Ulinov instó a Deborah a que actuara por sí misma.

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