Epidemia (21 page)

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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

Justo al lado de ellos, uno de los traductores se levantó de pronto.

—¡Señor! ¡General Caruso! —gritó—. ¡Tengo a un general ruso solicitando ayuda de todas las fuerzas estadounidenses por todas las frecuencias! Asegura que hay infecciones generalizadas por toda California y dice que han perdido las comunicaciones con Rusia.

—Santo cielo —murmuró el oficial de la Armada.

Caruso se giró hacia un oficial del ejército.

—Ponte con ello, John. —Se giró hacia otro hombre y le hizo un gesto—. ¿Dónde están nuestros satélites?

«¿Una traición? —pensó Deborah—.¿Es que los chinos también están atacando a sus aliados? ¿Por qué?»

—¡Creo que está diciendo la verdad, señor! —gritó el traductor mientras el coronel se abría paso hacia él sin dejar de dar órdenes al resto del equipo.

—Sigan presionando a los europeos —dijo el coronel—. ¿Qué es lo que saben ellos?

Caruso se giró hacia Deborah.

—¿Podrá ayudarnos si conseguimos sacar algo de material de los laboratorios? —le preguntó.

—¿Señor?

—Si no conseguimos descontaminar el material, le daremos un traje de aislamiento y lo llevaremos todo a una cámara segura. Estoy dispuesto a enviar a mis hombres ahora mismo si cree que tiene alguna oportunidad de obtener información sobre esos nanos. Lo que sea.

Deborah tartamudeó.

—Yo... Señor... —No quería fallarle, pero tampoco podía mentir—. Yo soy médico. Mi conocimiento de los nanos era muy superficial.

—Sabe usted más que cualquier otra persona a mi cargo —respondió Caruso.

—¡General, tengo a la Trigésimo Quinta de nuevo al teléfono! —dijo el oficial de la Armada mientras le daba los auriculares.

Caruso miró a Deborah.

—Usted sabe cómo usar sus microscopios.

—Sí, señor.

—Entonces enviaré a un equipo para que rescate todo lo que pueda. —Caruso hizo una señal a dos oficiales que tenía cerca. Ambos asintieron. Uno de ellos descolgó un teléfono. Sin perder ni un instante, Caruso se colocó los auriculares.

—Aquí A6. —Escuchó un instante antes de deformar la boca—. Cada minuto que pasa tenemos cada vez más pruebas que indican dónde se han originado esos nanos —dijo—. Goldman estaba en lo cierto.

«¿Ruth? —pensó Deborah—.¡Está viva!»

Y no sólo eso. Parecía que Ruth había vuelto a ponerse de su lado, lo que hizo que Deborah se alegrara más de lo que habría esperado.

—¿Dónde está el secretario? —preguntó Caruso—. Si no puede confirmar personalmente su situación, entonces yo estoy al mando. —Esperó un instante—. Yo estoy al mando. —Después se dirigió hacia un oficial que había sentado ante un ordenador—: Mensaje de acción de emergencia. Autentifique nuestro estatus como Caleidoscopio.

—Aquí Fuego Salvaje, MAE para todas las unidades —dijo el hombre a través del micrófono—. Repito, aquí Fuego Salvaje, MAE para todas las unidades. Prepárense para recibir el mensaje.

Caruso señaló hacia otro puesto de control.

—Intente ponerme en línea directa con el primer ministro chino, o con alguien del gobierno civil en California —dijo—. Haremos un último esfuerzo para intentar que den marcha atrás.

—Juliet Victor Bravo Golf Whiskey Golf November Delta. Repito: Juliet Victor Bravo Golf Whiskey Golf November Delta —dijo el otro hombre.

Deborah sintió cómo la piel se le erizaba de nuevo porque sabía lo que estaba haciendo Caruso.

Tras la guerra, las jerarquías civiles y militares se separaron tanto como fue posible. Podían haber regresado a Washington D.C., por ejemplo, pero estaba a más de tres mil kilómetros de las Rocosas. Los problemas logísticos habrían sido insuperables. Incluso aunque se hubieran reforzado las defensas locales, Washington D.C. estaría casi completamente aislada, por lo que la gran mayoría de las fuerzas estadounidenses y canadienses permanecieron cerca de la divisoria continental, no sólo para conservar su capacidad operativa sino también para permanecer concentrados frente al enemigo de California.

Por suerte, las Rocosas se extendían a lo largo de ocho estados y de una provincia canadiense. Únicamente el presidente, algunos altos mandos militares y unos pocos congresistas electos permanecían en Missoula. El resto de los altos cargos de Estados Unidos estaban diseminados por toda la divisoria continental para evitar que un único ataque pudiera acabar con todos ellos. Sus sistemas de mando eran igual de redundantes.

La base aérea de Peterson, al oeste de las Rocosas, se había restablecido como una de las bases más importantes. Varios años atrás, Peterson fue la sede del nuevo centro del NORAD después de que se cerraran los túneles excavados bajo Cheyenne Mountain, y a pesar de haber recibido importantes dosis de lluvia radiactiva, sus infraestructuras eran demasiado valiosas como para abandonarlas. Por desgracia, dado que Peterson acogía a varios escuadrones de las Fuerzas Aéreas, se trataba principalmente de una base de superficie. Algunos de los edificios podrían sellarse para protegerlos de amenazas químicas y nanotecnológicas, pero ahora Deborah dudaba de que Peterson fuera mejor que las cimas montañosas que rodeaban Grand Lake.

Si el secretario de Defensa estaba en Peterson, era probable que ya hubiera caído o estuviera herido, al igual que el presidente y el vicepresidente. Por lo que había podido escuchar, la Secretaría de Defensa debía de haber ordenado a Caruso que no actuara hasta que no estuvieran seguros de quién había creado la nueva plaga, pero parecía que Caruso estaba usurpando la posición de la Secretaría de Defensa en la cadena de mando que controlaba el arsenal nuclear estadounidense.

«De modo que la situación es así de grave», pensó Deborah.

Un profundo sentimiento de realidad se apoderó de ella. Sintió cómo el uniforme le quedaba demasiado grande y respiró el aroma tenso y ácido de los hombres y mujeres que ocupaban aquella caja. Cada nueva decisión que tomaban resultaba crucial para el mundo.

—Discúlpeme, señor —dijo, tratando de no interrumpir.

Había un nuevo miedo que le oprimía el pecho. Conocía al general Caruso desde la guerra. El bando estadounidense nunca tuvo muchas ventajas, y él no esperaba demasiado, salvo una posible derrota. Siempre abogó por aprovechar las habilidades de Ruth para cometer un genocidio contra rusos y chinos, y Deborah se preguntó si finalmente Caruso habría visto sus posibilidades.

—Señor, ¿está usted en contacto con Ruth Goldman? —le preguntó—. Es a ella a quien necesitan, no a mí. Ella puede explicarnos lo que está ocurriendo.

—Usted es todo lo que tenemos, Mayor.

—¿Y qué pasa con Ruth?

—Señor, tengo al ayudante del secretario de Defensa a otro lado del teléfono —dijo el oficial de la Armada.

—Desconecte esa línea —respondió Caruso. Cerró los labios con tanta fuerza que parecían las hojas de un cuchillo. Acto seguido, se giró hacia una mujer que había en otra mesa—. Quiero una comunicación abierta con todas las tropas chinas. Les obligaremos a detener la ofensiva inmediatamente o atacaremos Los Ángeles.

«¿Y si Ruth está muerta? —se preguntó Deborah—.¿O infectada?» Deborah sabía que ella sola no podría proporcionar ninguna información valiosa sobre la plaga. Quizá la elección de Caruso fuera la única posible. Durante el año de la plaga, Estados Unidos perdieron el control de muchos de sus silos porque, aunque aquellos agujeros estaban muy bien sellados, sólo tenían reservas de aire para unos pocos días. Muy poco personal consiguió sobrevivir hasta que la plaga hubo terminado, y fue sólo después de recibir los suministros y los compresores de aire que les permitieron generar la atmósfera de baja densidad necesaria para acabar con los nanos.

Tras el antídoto, sin embargo, las Fuerzas Aéreas decidieron recuperar la mayoría de aquellos silos, y ahora contenían miles de misiles Titan y Minuteman; suficientes como para hacer saltar toda China por los aires si Caruso daba la orden.

«Debes confiar en que tiene razón», se dijo Deborah a sí misma, tal y como siempre había hecho. Pero, esta vez, la duda era mucho más fuerte. Miró una vez más hacia los mapas, tratando de encontrar un hilo de esperanza. En lugar de eso, los puntos que poblaban la California ocupada por los rusos comenzaban a convertirse en fantasmas estáticos y apagados. Únicamente estaban intactos los territorios chinos al sur del estado, como si fueran una zona segura o un epicentro.

Norteamérica estaba al borde de una guerra nuclear.

13

El jeep se adentró más de cuarenta kilómetros en la oscuridad de la noche antes de quedarse sin gasolina. «Lo que nos faltaba —pensó Ruth mientras Bobbi hundía de nuevo la bota en el pedal del acelerador y giraba la llave de contacto—. Esto es lo último.»

—¡Maldita sea! —exclamó Bobbi.

Ruth se agachó empuñando el M4, preparada para saltar hacia cualquiera de los dos lados del vehículo. Ingrid estaba de pie con el M16. El viento era frío, como el aliento de la muerte. Entonces oyó grillos, algo que le sorprendió.

Criii, criii, criii.

Al principio fue un sonido irregular, pero pronto llenó la oscuridad de la noche. Parecía que los grillos se habían silenciado brevemente por la intrusión del jeep.

Al girar la cabeza para tratar de vislumbrar la colina que se extendía más allá de las luces de las linternas, Ruth vio a Cam con el brazo derecho pegado a las costillas, empuñando una pistola con la mano izquierda. Deseaba tanto protegerle que tuvo que girar la cara antes de que Cam pudiera ver la ansiedad en sus ojos. Hacía ya un buen rato que Ruth se había quitado las gafas para ayudar a Bobbi a orientarse en la oscuridad. Recorrer aquellos cuarenta kilómetros campo a través les había llevado varias horas. Y en varias ocasiones tuvieron que detenerse para que Ruth o Ingrid inspeccionaran a pie un arroyo o el tronco de algún árbol caído.

—Apagad las luces —ordenó Cam.

Bobbi obedeció. En la oscuridad únicamente podía verse la luz de las estrellas. La noche se insinuaba sobre ellos como una larga cadena montañosa que discurría en dirección sureste.

Abajo, mirando hacia el norte, lo único que manchaba la oscuridad del valle era un grupo de brasas anaranjadas. No se trataba de Jefferson. Su hogar no podía verse desde aquellas colinas. Aquel fuego estaba más al norte, y era demasiado grande como para tratarse simplemente de una veintena de construcciones ardiendo.

Morristown también estaba en llamas.

—Tenemos que efectuar un reconocimiento —dijo Ruth.

El plan del grupo era quedarse junto al vehículo durante un tiempo. Faltaban pocas horas para el amanecer. Nadie quería romperse una pierna caminando a oscuras, y Cam necesitaba que le dieran unos puntos. Todos ellos necesitaban comer y descansar. Además, el calor del motor llamaría la atención de los sensores térmicos si algún helicóptero les sobrevolaba o si algún satélite fotografiaba la zona. También podrían usar los faros del jeep para hacer señales, al menos hasta que saliera el sol.

Ruth también quería comprobar la información que había grabado en el portátil. Antes de que estallara la refriega en Jefferson, había conseguido escanear la superficie de los nanos. No esperaba obtener ningún resultado relevante, pero estaba ansiosa por comprobar si el ordenador aún funcionaba. Aún le quedaba batería para unas seis horas más, pero tendría que guardar todos los datos del programa antes de apagarlo.

En una ocasión escucharon aviones que volaban en mitad de la noche. También oyeron disparos en las colinas que había en dirección norte. Probablemente serían supervivientes de Morristown, pero incluso aunque aquellas personas no hubieran sucumbido a la plaga, los disparos atraerían a los infectados. El grupo de Ruth debía hacer frente al mismo problema, por la atracción que podían provocar las luces y el sonido del motor del jeep. Debían asegurarse de estar solos.

Ingrid levantó el rifle.

—Iré yo.

—Espera, ayúdame con Cam.

—Estoy bien —dijo Cam.

—¡Aún estás sangrando! —Ruth se colocó justo delante de él, posando la mano sobre el brazo bueno. Cam se inclinó para intentar bajar del jeep.

—Deja que te ayude —dijo ella.

—De acuerdo.

—Que te ayudemos —repitió, corrigiéndose a sí misma. «Yo, vosotros.» Aquellas palabras no suponían una gran diferencia ahora que casi todas las personas que conocía habían muerto, pero Ruth era muy consciente de que estaba tratando de aplacar sus sentimientos. La lealtad que sentía hacia él era ciega y total. Ruth no dudaría en matar por Bobbi o por Ingrid, porque ellas eran lo único que le quedaba de su hogar, pero estaba dispuesta a morir por Cam.

—Aquí —dijo Ruth, señalando hacia el lateral del jeep que estaba a favor de la dirección del viento. El vehículo podría protegerles del frío. Resultaría inútil si el aire estuviera infestado de nanos, pero la alternativa sería quedar completamente expuestos, y eso era algo que ella no podía permitir.

Las tres mujeres consiguieron sacar a Cam del jeep sin que cayeran al suelo los fragmentos de tela que Ruth le había colocado bajo el brazo. Dejaron que apoyara la espalda sobre la rueda delantera, donde Ruth pudo percibir el olor a aceite y a metal caliente mezclado con el aroma de la hierba fresca.

Acto seguido agarró su mochila. Aparte del portátil, aquella mochila era prácticamente lo único que tenían; ni tienda de campaña ni sacos de dormir; únicamente tenían unas pocas cantimploras que Ruth había conseguido guardar en la bolsa junto con un poco de harina de maíz, fécula de patata y unos cuantos tomates secos. Tenía hambre, pero hizo caso omiso de aquella sensación. Abrió el ordenador portátil y asintió, iluminada por la luz azulada de la pantalla. El proceso de análisis de la superficie de los nanos aún no había concluido. La barra de estado indicaba que se había procesado un cuarenta y seis por ciento. Le habría gustado poder usar el monitor como fuente de iluminación, pero era más sensato ahorrar energía.

La pantalla se oscureció al cerrar el aparato. Ruth se quitó la máscara y trató de hacer lo mismo con los guantes manchados de sangre; de pronto sintió una tremenda claustrofobia. Le llevó un rato quitarse la cinta aislante que sellaba los puños de las mangas de su chaqueta. Entonces se arrodilló frente a Cam. Él también se había quitado la máscara y las gafas protectoras, mientras que Bobbi se las había puesto de nuevo. Sin el rostro cubierto, Ruth y Cam eran diferentes de los demás.

—De acuerdo, yo me ocuparé de él —dijo Ruth—. Vosotras deberíais... —Se detuvo y trató de suavizar el tono—. ¿Podríais establecer un PE?

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