Epidemia (46 page)

Read Epidemia Online

Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

Se preguntó si oiría sus aviones antes de que cayesen las bombas. ¿Cuánto tiempo quedaba? Jia estaba tan cerca del edificio que el napalm o los altos explosivos le incinerarían también, aunque continuó hacia delante, atrapado entre la necesidad de silencio y la necesidad de correr. «Ya casi estoy», pensó.

Una figura que corría atravesó el campo, saliendo a toda velocidad de los edificios. Jia no dudó. Se levantó sobre los escombros y abrió fuego.

La pistola ladró delante de Cam, pero el tiro no iba dirigido a él, sino que apuntaba por encima de su cabeza. «¿Adónde?» Alguien había salido corriendo del campus. «¿Deborah?» La figura era demasiado escuálida. Demasiado baja. Demasiado perturbada. Con toda la densa lucidez de una pesadilla, Cam sabía que Deborah no sería tan insensata como para correr al descubierto.

Era Kendra. ¿Qué estaba haciendo? Por un segundo logró ver su expresión gracias a la luz de los fuegos, sus dientes y sus inmensos ojos blancos, sus negras mejillas empapadas de sudor o de lágrimas. Los disparos la derribaron.

—¡No! —gritó Cam.

Jia se tambaleó hacia atrás cuando una AK-47 tartamudeó en las ruinas por debajo de él, sorprendentemente cerca. Atravesó la farola, y después los disparos pasaron a pocos centímetros por encima de su cabeza. Jia tuvo suerte de que el copiloto estuviese a su izquierda. Oyó el traqueteo de su ametralladora. Las dos armas se batían en duelo, intercambiando estallidos. En un repentino descanso, Jia se irguió y disparó también, descargando su pistola.

Su recompensa fue un cuerpo que se retorcía en la noche. El soldado enemigo había caído.

Deborah vio cómo el nuevo tiroteo empezaba en el perímetro, y con la misma velocidad fue testigo de cómo el rifle de su bando se quedaba en silencio. ¿Era Cam o Alekseev? Deborah se dispuso a ayudar, abandonando su rincón. Las armas enemigas giraron hacia ella. La vieron contra la fachada abierta del edificio y atrajo el fuego de al menos dos chinos.

Corrió hacia el aparcamiento, buscando la seguridad tras un coche volcado. El hombro le ardía como un horno, una caja caliente de carne y hueso. El vehículo resonó con el impacto de las balas. El cristal y la pintura llovieron sobre su pelo, pero eso evitó que se asomara por el hueco de la rueda para buscar a sus amigos. Lo que encontró fue una sorpresa mayor. A seis metros de distancia, Kendra estaba en el suelo, tanteándose el pecho desgarrado. «No.» La bruja loca parecía estar haciéndole gestos al aire, estirando las manos hacia el cielo o el infierno o lo que fuera que veía. «¿¡De dónde ha salido!?», pensó Deborah.

Y después: «¡No debería haber confiado en ella! Pero me dijo que estaba bien. Los hombres me necesitaban. —El debate de Deborah entre el orgullo y la indignación iba dirigido tanto a sí misma como a aquella mujer—. Sabíamos que era inestable. Cam me dijo que...»

Un hilo de luz lo cambió todo en Deborah. Mientras las llamas danzaban, un pequeño cuadrado brilló en la mano de Kendra. Un sustrato. El escaso grado de formación de Deborah fue suficiente para darse cuenta de lo que había pasado.

Quería celebrarlo. Necesitaba llorar.

«Esa maldita bruja estúpida», pensó. ¡Habían ganado! Kendra había creado su contravacuna... pero la nanotecnología tenía que ser absorbida por un huésped para poder replicarse. No podría haber escapado si Kendra la inhalaba en el laboratorio. La plaga mental le arrebataría los sentidos. ¿Y si se quedaba atrapada en la tienda o si los chinos la encerraban en el edificio? Necesitaba a otras personas para que la nueva epidemia se expandiera de manera incontrolada. Tal vez la bruja loca quisiera morir. De alguna manera debía de haberse dado cuenta de lo mucho que se había acercado el enemigo. ¿Por qué no había corrido hacia Deborah? ¿La habría estado buscando en la oscuridad de la noche? Las dos se podían haber infectado la una a la otra, escondidas junto al edificio o incluso allí, entre los coches.

Kendra estaba intentando ingerir el sustrato, pero no podía llevarse la mano a la boca. La sangre chorreaba desde su codo mientras temblaba con débiles e inútiles espasmos. «Llegó el momento —pensó Deborah—. Lo único que tenemos que hacer es lograr que los nanos entren en su cuerpo. O en el mío.»

Deborah corrió al descubierto.

Jia disparó también al tercer estadounidense, haciendo una mueca de placer al ver que el soldado de pelo rubio daba sacudidas y caía. Después su pistola quedó vacía de nuevo. No tenía más cartuchos, sólo su ametralladora. Empezó a avanzar de nuevo. Se detuvo cuando se dio cuenta de que el americano tumbado en el aparcamiento todavía se movía. Su cabello rubio brillaba con la parpadeante luz del fuego. Jia se apoyó la ametralladora contra el hombro. El arma estaba diseñada para liberar una fuerza bruta, no para lanzar disparos certeros, pero era vital detener a los estadounidenses de lo que fuera que estuviesen haciendo. ¿Liberar nanotecnología? ¿Preparar más explosivos? Ninguna otra cosa tenía sentido. No habrían abandonado sus trincheras de no ser por una buena razón, de modo que dispararía al herido.

—¡Mátalos! —gritó Jia al copiloto.

Deborah cerró los ojos con fuerza a causa del dolor, después los abrió de nuevo llenos de lágrimas y de ceniza cáustica. Su mundo se había reducido a unos pocos centímetros. Se agarró a él con su brazo bueno y arrastró su cuerpo, pero el asfalto nivelado parecía una pared. Estaba demasiado empinado. «Llega hasta Kendra —pensó—. Nada más. Llega hasta ella. Muchas personas cuentan contigo.»

Cada respiración era una lucha. Podía sentir cómo su energía abandonaba su cuerpo con la sangre que brotaba de su estómago destrozado. Apenas sentía la parte inferior de su cuerpo. Sus nervios se habían cortado en alguna parte por debajo de su abdomen, excepto por un único y tembloroso calambre que ascendía desde su muslo izquierdo en el que se le habían montado los músculos.

Kendra estaba a un metro de ella. Un metro. Pero incluso esa distancia era ahora demasiada para cualquiera de las dos. Los puños sueltos de Kendra estaban inmóviles, levantados por sobre su pecho. Sus ojos abiertos de par en par miraban hacia arriba. Estaba muerta. Muerta, pero todavía caliente. Las dos bastarían para gestar la nanotecnología si Deborah conseguía tragársela.

«Debes de ser la última que queda —pensó—. Cam, Medrano... están todos muertos.» Se arrastró con todas sus fuerzas, pero no logró acercarse. Se estiró, y se estiró... Sabía que podría olvidar. Podría escapar de aquel sufrimiento si lo conseguía. La contravacuna le borraría la mente, y ansiaba cualquier paz que la nanotecnología pudiera ofrecerle. Era su deber y su venganza. Con un solo movimiento podría honrar a sus amigos e infectar a los chinos, y con eso bastaba. Tenía que bastar.

«Llega hasta Kendra.»

El polvo se levantó del suelo. Al principio no entendió la lluvia horizontal. Las pistolas estaban más allá del alcance de su vista. Deborah sintió dos o tres tirones en sus piernas muertas y estiradas, pero se olvidó de ellos.

«Kendra.»

Entonces una bala le atravesó el antebrazo. El dolor era acuchillante. No lo conseguiría.

Jia dejó de disparar, rodó por encima de lo más alto de la duna y se preparó para correr hacia los laboratorios. Aquél era su momento. No había más estadounidenses delante de él y no tenía ni la munición ni el tiempo necesarios como para permitir que la lucha continuara.

—¡Vamos! ¡Vamos! —le gritó al copiloto.

Alguien se levantó de entre los escombros junto a él, una figura ensangrentada tan sucia como la noche. Jia apuntó con su ametralladora. Por desgracia, el hombre sostenía un sistema de disparo entre ambos, un artefacto parecido a un pequeño ordenador portátil. La débil luz del fuego reveló una barba y una vieja escocedura en su rostro oscuro. Era hispano.

Se miraron el uno al otro. Quizá fuese como verse reflejado en un espejo. Jia nunca le había puesto cara al enemigo. Siempre habían sido «los estadounidenses». Compasión no era lo que Jia esperaba sentir; siempre había sentido empatía por los demás hombres. Aquel soldado no era menos humano que sus propios hombres. Tal vez Jia fuese el único que realmente se daba cuenta de que los soldados de ambos bandos eran iguales, nobles y valientes.

Jia habría hablado con el otro hombre si compartiesen el mismo idioma. Aun así, intentó comunicarse:


¡Bié dòng! ¡Tíng!
—gritó. «¡No se mueva! ¡Deténgase!»

Las pisadas del copiloto sonaban sobre los escombros cerca de allí. Su presencia añadía una segunda arma a Jia. Pensó que el estadounidense podría intentar negociar, pero el hombre no dijo ni una palabra. Parecía que sonreía. Una expresión salvaje dividía su rostro, aunque su odio y su resentimiento no eclipsaban la tristeza que reflejaban sus ojos.

Bajó la mano sobre su dispositivo. Las ruinas se sacudieron. Las explosiones estallaron, formando un anillo irregular alrededor de los laboratorios. Diez cegadores fogonazos en la noche. La metralla caía sobre las dunas, pero las detonaciones más cercanas fueron detrás de Jia. Estaba dentro de su perímetro. Las bombas lanzaron la mayor parte de los escombros lejos de él.

Era una última diversión.

Jia disparó al estadounidense mientras esquivaban los estallidos juntos. Ambos hombres se agacharon sin pensar. Sólo Jia permaneció agachado. El estadounidense volvió a levantarse cuando el chino le atravesó el pecho con su ametralladora, pero había conseguido darles más tiempo a sus camaradas, aunque sólo fueran unos instantes.

Mientras las explosiones se elevaban a través de las cenizas, el americano rubio tumbado en el aparcamiento se retorció una vez más, intentando llegar hasta el cadáver cercano. Jia apuntó de nuevo. A su lado, el copiloto apuntó con su ametralladora de Tipo 85. Los chinos acribillaron ambos cuerpos con sus armas, pero en ese mismo instante a Jia Yuanjun le pareció ver que éstos llegaban a alcanzarse. El brazo del cadáver cayó a un lado de su cuerpo, mecido por las bombas o por las propias balas de Jia.

Los dos americanos se estaban tocando.

Entonces la figura rubia se llevó una temblorosa mano a la boca.

28

Le dolían los dientes. Tenía dos incisivos sueltos. Estaba segura de que se había roto un viejo empaste, pero parecía ser incapaz de dejar de rechinar las mandíbulas. Cuando dormía, aquella manía se agravaba aún más. Necesitaba una especie de protector nocturno, si es que podía fabricarse. De lo contrario se iba a quedar sin dientes.

Los médicos del ejército dijeron que era un trastorno de estrés postraumático. Habían sufrido mucho estrés y pasado mucho miedo. Ruth estaba convencida de que sus vías nerviosas estaban alteradas de manera crónica, porque sus tics no se limitaban sólo a rechinar los dientes. Tendía a formar un puño con la mano izquierda y a apretarlo como si fuera un corazón. Miraba constantemente hacia ese lado. La plaga mental la había cambiado, y había percibido los mismos síntomas nerviosos en la mayoría de los supervivientes. Los médicos querían hacerlo pasar por un reflejo traumático normal porque lo único que podían ofrecer eran unas cuantas palabras de tranquilidad. Pero Ruth podía crear algo para combatirlo.

Los peores casos se estaban tratando con hierba, con alcohol o con ataduras. La mayor parte de la gente parecía estar bien. De hecho, Ruth no podía creer que aún no hubiesen pasado ni dos días desde que se despertó. Los mejores efectivos del ejército de Estados Unidos no tardaron en recomponerse y de prepararse para una batalla que nunca llegó.

La guerra había terminado.

Dieciséis horas antes habían aterrizado en Sylvan Mountain, a ciento cuarenta y cinco kilómetros al suroeste de Grand Lake. Este último emplazamiento había sido abandonado por ahora, ya que sus complejos estaban demasiado dañados a causa del ataque chino. Sylvan Mountain era principalmente una base de tierra, una simple plaza de armas repleta de blindados, artillería y helipuertos, de modo que no había sufrido ataques aéreos. La plaga mental había bastado para incapacitar aquel lugar.

La lluvia radiactiva también había llegado hasta aquellas montañas, pero el cielo se estaba despejando, dejando sólo una leve capa de hollín. Algunas motas seguían arremolinándose en el viento, juntándose, separándose y juntándose de nuevo, como su mano.

Ruth observaba el horizonte, intentando olvidarse de sí misma. Una pequeña parte de ella se deleitó en el calor del sol amarillo de las últimas horas de la tarde. Pronto oscurecería, y ella agradecía la luz. También agradecía el ajetreo de los soldados alrededor del único helicóptero que había en aquel amplio suelo de hormigón. Estaban cargando el Black Hawk con alambre extraído de sus propias alambradas y gritando en el frío mientras luchaban contra el acero con alicates y guantes. Nada de aquello bastaba para entretenerla. Sólo podía observar y esperar, pasear y sufrir sus tics.

Un capitán con un M4 la interceptó.

—No debería estar aquí fuera —dijo—. ¿Doctora Goldman? No debería estar aquí.

—Beymer —dijo ella, tirando de la blanca insignia de su uniforme. «Vaya a preguntarle al coronel Beymer.» El agobiado coronel de la Marina ejercía de oficial al mando y no había sabido qué hacer con ella, aparte de proporcionarle todo lo que necesitase: atención médica, alimento, reposo y un espacio tranquilo para el microscopio que habían recuperado con ella. Nadie había tenido tiempo para hacer de niñera.

Supuestamente, aquella insignia la autorizaba a acceder donde quisiera, y Ruth lo agradeció. Hablar suponía un esfuerzo. Además de dolerle los dientes, se había mordido la lengua y la parte interna de las mejillas mientras había estado infectada, posiblemente porque había estado atada y su cuerpo no había encontrado otro modo de responder a las órdenes de moverse de la plaga mental.

—Esto no es buena idea —dijo el capitán—. No sin trajes de contención.

Ruth no contestó.

—Sé lo que siente —dijo—, pero no sabemos lo que podrían tener. ¿Y si había otras cepas de nanos?

Sólo unas cuantas de las palabras del capitán se repitieron en medio de su ansiedad. «No sabe lo que siento —pensó—. Yo debería haber estado allí.» Pero el capitán tenía razón, aunque no fuese por los motivos que había mencionado. La pista de aterrizaje se convertía en un zoológico cada vez que llegaba un nuevo helicóptero. Después de todo lo que había sucedido, sería muy idiota por su parte morir aplastada por una de las aeronaves o atropellada por sus equipos terrestres.

Other books

A Sword For the Baron by John Creasey
Kia and Gio by Daniel José Older
Shadows of Self by Brandon Sanderson
Nothing to Report by Abbruzzi, Patrick
Ask the Right Question by Michael Z. Lewin
The Drowning Of A Goldfish by Sováková, Lidmila;
Flesh and Blood by Jonathan Kellerman
The Typhoon Lover by Sujata Massey