Epidemia (39 page)

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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

Después de haber decidido arriesgar la vida de todos los hombres bajo su mando con las inoculaciones de Cam, Alekseev había buscado ropa de sobra y había vestido a los tres estadounidenses con uniformes rusos. Medrano hizo todo lo que podía para diferenciarse de ellos. Insistió en retirar las etiquetas de los nombres de su uniforme y del de Deborah, además de su insignia del ejército y su propio parche de las Fuerzas Aéreas estadounidenses, y coserlo todo en su nueva vestimenta, pero sólo había cuatro identificadores para los tres. REECE. MEDRANO. EJÉRCITO DE EE. UU. FUERZAS AÉREAS DE EE. UU. En combate, los soldados americanos no llevaban nada más, ni siquiera la bandera. Le puso la insignia del EJÉRCITO DE EE. UU. a Cam, pero el efecto era desdeñable. Todos parecían rusos.

Alekseev demostró estar rondando los cuarenta años cuando por fin se quitó la máscara bioquímica. Tenía el rostro moreno a causa del sol y del clima, excepto en una de sus mejillas, donde la piel estaba marcada con tres cicatrices blancas de pinchazos que Deborah no lograba identificar. ¿Qué podría haberle dejado esas marcas? ¿El alambre de espino?

Deborah no confiaba en él. Para convencer a Medrano de que compartieran la vacuna le había dicho que los rusos ya no eran sus enemigos. Todos querían vivir, y aquello era verdad, pero Deborah no era tan indulgente.

Alekseev era muy listo, así que Deborah pensaba vigilarlo de cerca, aunque no pareciera que tuviese nada que ganar traicionándoles y entregándoles a los chinos. ¿Cortas sentencias de cárcel para sus hombres? Sus ambiciones eran mayores que eso.

Al igual que había hecho el general Walls, Alekseev había dividido a los soldados que le quedaban en dos escuadras y les había ordenado buscar a otros supervivientes. Sus recursos eran demasiado escasos como para planear un contraataque serio. Durante todo el día, él había estado esperando y escuchando, detestando su impotencia. Para entonces, los chinos debían de haberse apoderado de las mejores instalaciones estadounidenses. Al día siguiente al amanecer, si no antes, se centrarían en limpiar cualquier foco de resistencia en la California rusa, así que Alekseev decidió apoyar a los tres estadounidenses en su apuesta a todo o nada en la búsqueda de Kendra Freedman.

En primer lugar, era el propietario del helicóptero, escondido en un viejo campo de refugiados a once kilómetros al norte de su escondite. En segundo lugar, la inteligencia rusa había estado controlando el tráfico radiofónico chino desde la ocupación con bastante suerte. Había sido necesario que los aliados coordinasen sus misiones aéreas, lo cual dio a los rusos muchas más oportunidades de las que tenía el bando estadounidense-canadiense para estudiar, piratear e infiltrarse en el sistema chino. El coronel Alekseev creía que podía burlar el control aéreo chino, en lo cual habían fracasado los estadounidenses. Por desgracia, en el helicóptero de la KTVC sólo había cuatro asientos. Alekseev había tenido más voluntarios de los que podía enviar. Ninguno de sus soldados quería quedarse atrás. Deborah sintió un reticente respeto por su valor, al tiempo que apoyaba a Cam y Medrano en su discusión con Alekseev. Ella tampoco quería quedarse atrás. ¿Qué iba a hacer? ¿Echarse una siesta?

El hecho de que Deborah, Cam y Medrano estuviesen heridos no ayudaba. El médico de Alekseev trató sus heridas, le entablilló el brazo a Medrano y les cosió los cortes, pero los tres estaban hechos un desastre. Según Alekseev, el único estadounidense que debía ocupar uno de los pocos asientos era Cam. Le habían explicado que Cam conocía a Freedman y que sabía algo de nanotecnología, pero Deborah extendió aquella verdad a medias hacia ella. «He sido ayudante de investigación —había explicado—. Y Medrano estudió en el área de Los Ángeles. Y es ingeniero. Le necesitamos si vamos a rebuscar entre lo que quede de la ciudad.»

Alekseev estaba seguro de que el helicóptero admitiría una carga de seis personas. Irían apretados, pero necesitaban a la mayor cantidad de gente posible. Los laboratorios debían de estar protegidos por una numerosa guardia china. Su mejor baza era atacarles con un bombardeo aéreo repentino. Cuando su piloto regresó con el helicóptero, los soldados de Alekseev cargaron en él el equivalente al peso de una persona en granadas autopropulsadas y demás armamento. Eso dejaba sólo cinco plazas, cuatro descontando al piloto, un hombre desafortunadamente corpulento llamado Obruch.

Se habían salvado de una decisión todavía más dura. Alekseev había enviado a tres hombres a investigar su avión siniestrado entre el humo. Esos soldados informaron que no habían encontrado ni rastro de Tanya Huff o de Lewis Bornmann. Si habían sobrevivido al accidente aéreo, lo cual parecía improbable, debían de haber muerto con el impacto del misil.

Al igual que Foshtomi, Huff había participado a la hora de salvar a Cam y a Deborah. La muerte de Huff la hacía sentirse pequeña y humilde, e indescriptiblemente orgullosa. Continuaría adelante por ellos hasta donde fuera posible.

Deborah esperaba morir con aquellos extraños. Toda su fuerza de ataque la conformaban Cam, Medrano, el coronel Alekseev, el sargento Obruch y ella misma, y los depósitos del helicóptero estaban llenos sólo al sesenta y cinco por ciento. Eso significaba que la distancia máxima que podían recorrer era de 257 kilómetros. Tendrían que encontrar un aeródromo y repostar para salir de Los Ángeles.

Deborah se alegraba de contar con un amigo. Apretujados en la parte trasera, Cam trabajaba por familiarizarse con un AK-47 ruso mientras Medrano inspeccionaba una granada autopropulsada. Deborah se limitó a descansar el hombro y observar el cielo y la tierra bajo sus pies. Por imposible que fuera, estaba en paz. Deborah Reece era una buena soldado.

Todavía estaban a unos ciento sesenta kilómetros de San Bernadino cuando su helicóptero golpeó las cenizas como si fuesen una membrana sólida. La aeronave se balanceó. Incluso el ritmo de los rotores cambió. El giro de las paletas se transformó en un sonido más corto y discordante, como si todo estuviera más cerca ahora.

Algo que a Deborah no le preocupaba era la radiación. La vacuna de refuerzo nanotecnológica les protegería de todo menos de la peor de las dosis. En cualquier caso, no esperaba vivir lo suficiente como para llegar a enfermar. Entonces miró hacia la oscuridad. El polvo golpeteaba el plexiglás. Había capas en las nubes. En ocasiones no podía ver nada más que los remolinos grises y negros. Otras veces, la neblina se abría y podía divisar el suelo, en su mayoría un desierto ennegrecido. Ocasionalmente aparecía una carretera, o alambradas, o una línea de postes telefónicos derribados.

Sabían que los chinos habían tomado las bases militares de Estados Unidos en el desierto de Mojave. Medrano pensó que aquellos objetivos debían de haber sido atacados también. La tierra estaba vacía y quemada, lo cual no facilitaba nada su trabajo. Habían perdido los mapas y los aparatos electrónicos al estrellarse. Eso significaba que también habían perdido su esporádica conexión por vía satélite. Habían memorizado las coordenadas GPS del hospital Saint Bernadine, pero el helicóptero de la KTVC le habían arrancado hacía tiempo su sistema de posicionamiento global para apoyar la campaña de guerra rusa.

En colaboración con Medrano, Alekseev pensó que había encontrado el lugar exacto en un mapa suyo. Usando el rumbo de una brújula, algunos puntos de referencia en el terreno y algunos cálculos a ojo, pensaban que podían encontrar las inmediaciones a grandes rasgos. Por suerte, San Bernadino estaba en la interestatal 40, al sur de un estrecho paso entre las montañas San Gabriel y San Bernadino, que formaban la frontera oriental de la periferia de Los Ángeles. Esos picos serían difíciles de pasar por alto. Algunos de los picos más altos se elevaban por encima de los tres kilómetros, y la interestatal debía actuar como una carpeta roja, formando una larga y distintiva banda en el terreno.

Cuatro veces vieron aeronaves chinas en la oscuridad. Las estelas de los cazas atravesaban las cenizas como balas, arrastrando el hollín en línea recta. Un avión volaba muy cerca, y a punto estuvo de volcar el helicóptero. Obruch maldijo y luchó con los mandos.

Alekseev ya había respondido a dos desafíos por radio en mandarín. Después de que fallaran su objetivo, hubo un tercer intento. Deborah esperaba el impacto de un misil (¿llegarían a sentirlo siquiera?), pero la muerte nunca llegó. Los códigos de Alekseev eran MSE, dijo, y se hacía pasar por un oficial de alto nivel, e incluso reprendió a los miembros de control del tráfico aéreo por volver a contactar con él. Quería silencio.

Finalmente empezaron a atravesar las montañas de San Gabriel. Obruch también podía seguir una carretera y el seco y destrozado canal de un acueducto. Ambos daban a la I-40, y después al paso.

La tierra se transformó. Las gasolineras y los aparcamientos para camiones aparecieron primero. Almacenes. Un concesionario de venta de vehículos. Una cantera. También había casas, y vallas publicitarias y una interminable hilera de inmensos postes de metal que sostenían el tendido eléctrico. Todo parecía haber recibido una sacudida. Los edificios estaban hundidos. Incluso la carretera estaba combada y partida. La ceniza cubría el mundo y le arrebataba todo color.

La destrucción empeoró conforme avanzaban por el paso. Había inmensas áreas residenciales: miles de viviendas siguiendo ordenados planos en damero sobre las colinas. Todas las calles se habían construido sobre unas gradas similares a unos anchos escalones que descendían por la pendiente de la montaña, salpicada de estructuras más altas como torres de apartamentos y centros comerciales. Desde el aire, incluso ahora, el orden que se había impuesto era impresionante. Aquellas carreteras y los cimientos podrían resistir durante siglos, pero los elementos más ligeros habían sido arrancados. Los tejados de las casas habían desaparecido. Gran parte de aquellos pequeños edificios cuadrados se habían derrumbado. Numerosas azoteas de los bloques de apartamentos y los centros comerciales también faltaban, y los edificios habían perdido una o más paredes. Ni siquiera el ladrillo y el cemento había sobrevivido. No había ni una sola ventana intacta. Todo ese material había sepultado las calles, al ser arrastrado por las ondas expansivas, formando montones y dunas que cubrían desastres anteriores. Mucho tiempo antes de que cayesen los misiles, San Bernadino había sido sacudido por terremotos e inundaciones. No llovía muy a menudo, pero cuando lo hizo, los jardines y las colinas devastados por los insectos desaparecieron, dejando las calles obstruidas con los restos de la erosión. Deborah todavía podía ver por dónde se habían formado ríos que habían descendido salvajemente por la ladera en algunos vecindarios.

Un pequeño porcentaje de los escombros eran huesos. Cientos de miles de personas habían muerto allí durante la primera plaga. Sus cráneos y cajas torácicas se mezclaban con los muebles y demás posesiones domésticas tiradas entre restos de ladrillo, madera seca, puertas, tablillas y material de aislamiento. Las señales estaban derribadas. Los árboles y los coches, volcados. Parecía imposible que alguien hubiese sobrevivido, pero Deborah cumplió con su labor, observando las ruinas en busca de alguna pista. Estaba a unos sesenta metros de altura. La visibilidad no alcanzaba más que unos pocos cientos de metros. Incluso las montañas se perdían en la oscuridad. Todo parecía igual. Lo único que resaltaba eran las paredes rotas, los innumerables bordes rectos de las paredes rotas.

A su lado, Medrano comparaba notas con Alekseev en la cabina de mando, intentando comprender el holocausto. Delante, los dos rusos murmuraban juntos en su propio idioma, hasta que Alekseev se giró y dijo:

—Estamos pasando nuestra marca. Tenemos que regresar hacia el norte.

—He estado contando las calles —dijo Medrano.

—Yo también —contestó Alekseev—. El hospital está detrás de nosotros.

—Mirad —dijo Cam, golpeteando con el dedo la ventanilla—. ¿Qué es eso?

Deborah se asomó por detrás de Medrano para intentar ver, lo cual resultó más fácil cuando Obruch se agachó lentamente junto a Cam.

Había gente desparramada sobre los escombros, cadáveres recientes y enteros, no esqueletos. Deborah contó al menos diez. Tenían el color de las cenizas, como todo lo demás, pero habían caído encima de los restos. Eso significaba que habían llegado allí después de los bombardeos.


He
cлuшkoм npuблuжaŭmecь —dijo Alekseev.

El helicóptero había ido descendiendo, pero Obruch ajustó la elevación, ascendiendo de nuevo, y después girando para evitar pasar por encima de la zona donde estaban los muertos. Deborah intentó ver los cuerpos a través de su ventanilla, pero apenas veía nada desde ese ángulo.

—¿Qué crees que les pasó? —preguntó Medrano, y Deborah pensó que no les habían disparado. Parecían... derretidos.

Las extremidades y las cabezas estaban alejadas de algunos de los cuerpos.

—Debe de haber sido reciente —dijo Cam—. No hay bichos. Ni hormigas. La manera en que esa gente ha sido mutilada...


¡Ta
м! —gritó Alekseev—. A vuestra derecha.

Ése era el lado de Deborah, la cual miró a través de las irregulares formas de la ciudad. Sintió esperanza e inquietud al mismo tiempo, porque sabía exactamente lo que Cam estaba pensando. Esos hombres parecen haber muerto a causa de los nanos.

—Hay más cuerpos al norte —informó Alekseev.

—Entonces tenemos un rastro —dijo Medrano—. Pero ¿en qué dirección? ¿Qué grupo murió primero?

—Hay un helicóptero en el suelo, en mi lado —señaló Cam.

—Mierda —maldijo Medrano.

Alekseev le ladró algo a Obruch en ruso.

Cam añadió:

—No, se estrelló. No supone un problema. No veo ningún movimiento ni...

Deborah lanzó un grito ahogado.

Había una bruja entre los escombros que se veían abajo, de piel oscura y cabello salvaje. Movía una mano hacia ellos como si estuviese lanzándoles un hechizo.

—¡Sube! —gritó Deborah—. ¡Sube!

Obruch obedeció al instante. El motor aulló mientras él elevaba el helicóptero dando un brusco giro hacia la izquierda. La fuerza del giro empujó a Medrano contra Deborah, presionando su hombro herido, pero ella jamás se había alegrado tanto de experimentar una sensación de movimiento.

«¿Qué nos estaba lanzando? ¿Nos hemos escapado?»

—¿Qué has visto? —preguntó Alekseev.

—Está debajo de nosotros. Estaba en mi lado. —Deborah había perdido el sentido de la dirección del helicóptero mientas ascendían hacia el cielo, pero Obruch lo estabilizó y niveló el morro. Deborah la vio de nuevo. La bruja saltaba por las negras dunas y caía y rebotaba con el abrigo ondeando bajo la corriente de aire del helicóptero.

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