Episodios de una guerra (19 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Histórico

Ante sus ojos, enmarcadas por la blanca estela, aparecían escenas de su pasado inmediato, a veces borrosas y sin algunos detalles, otras tan claras como las imágenes en una cámara oscura. Vio trasladar a los prisioneros de guerra, más de cien de ellos heridos, al único bote que quedaba, un cúter de diez remos que hacía agua, y después llevarles a la fragata por el mar agitado. Vio a Bonden en el momento en que un marinero norteamericano, un antiguo compañero de tripulación suyo, le ponía las esposas y él le decía: «¡Vaya, hombre, Joe
El de Boston!»
. Vio prender fuego a la
Java
y luego cómo ésta explotaba y se formaba una inmensa cortina de humo. Vio encadenados en la abarrotada cubierta y abrasados por el sol a los tripulantes de la
Java
que no estaban heridos, tal y como habían permanecido durante el horrible viaje a Salvador, y vio cómo les golpeaban si se rebelaban contra sus captores y cómo la mayoría de éstos estaban haciendo reparaciones. La cubierta interior de la
Constitution
donde se guardaban las cadenas del ancla se había convertido en una enfermería y en ella había muchos hombres con heridas graves. Allí había conocido al señor Evans, el cirujano de la
Constitution
, al que había llegado a admirar. Era un cirujano hábil, decidido y ecuánime, un hombre que tenía como único objetivo salvarles la vida y los miembros a todos y que se esforzaba por conseguirlo, empleando para ello todos sus recursos y conocimientos. Además, no hacía distinción entre sus compañeros de tripulación y los prisioneros y, a diferencia de la mayoría de los cirujanos que él conocía, se ocupaba del hombre globalmente, no sólo de sus heridas. Evans y él creyeron que habían salvado al capitán Lambert y que no había esperanzas de salvar a Jack porque le había subido mucho la fiebre y la herida parecía gangrenosa, pero en ambos casos se equivocaron, ya que Lambert había muerto, precisamente el día en que le habían bajado a tierra, y Jack había sobrevivido, aunque había estado tan cerca de la muerte que no le habían podido mover antes de que la
Constitution
se hiciera de nuevo a la mar.

«La pena fue la causa más importante de la muerte de Lambert, no las heridas», dijo Stephen para sí. «¡Su fragata es la tercera que se ha rendido a los norteamericanos! En el delicado estado en que Jack se encuentra, también habría muerto a consecuencia de eso si hubiera tenido el mando de la fragata, pues aunque no lo tenía estuvo a las puertas de la muerte.»

Reflexionó entonces sobre los estímulos positivos y negativos. Pensó en el que había dotado a los debilitados tripulantes del
Leopard
de gran fuerza y energía durante la batalla y en el que les había provocado aquel profundo abatimiento.

«Ha sobrevivido y las funciones de sus órganos son casi normales otra vez, pero ha sufrido una terrible conmoción», siguió diciendo para sí. «A veces habla con humildad, con timidez, como si deseara ser disculpado por haber sido pretencioso, y otras, en cambio, es frío, reservado e incluso arrogante, muy diferente al hombre amable y franco que solía ser. Y no me sorprendería que su comportamiento empeorara. Ahora que puede defecar con facilidad, su principal problema es fingir constantemente que está alegre para demostrarle a los oficiales norteamericanos que no le importa lo ocurrido, que está tan preparado para perder como para ganar. Ha logrado disimular admirablemente cuando ha sido capturado por los franceses, pero ahora las cosas son distintas: estos caballeros son norteamericanos, la
Java
ha sido la tercera fragata que su pequeña Armada ha apresado y nosotros no hemos conseguido ningún triunfo para contrarrestar las derrotas. Indudablemente, son unos caballeros, a excepción de uno o dos de ellos, que, a pesar de ser expertos marinos, no me merecen muy buena opinión porque escupen el jugo del tabaco al lado de uno, pero serían más humanitarios si lograran ocultar su alegría, su satisfacción y su orgullo por haber derrotado a la primera potencia naval del mundo. No obstante, aunque los oficiales lo lograran, nada podría ocultar las risas y las groseras bromas de los carpinteros, los calafates y la tripulación en general.»

Una brigada de alegres carpinteros le hicieron moverse hacia barlovento para poder reparar un agujero de la cubierta que estaba tapado con lona alquitranada, pero le hablaron con delicadeza.

—Cuidado donde pone el pie, señor, porque aquí hay tantos agujeros que se podría llenar una carreta con ellos.

En efecto, había muchos agujeros, y desde que habían zarpado de Salvador, el ruido de los martillos llenaba la fragata, pero estaba tan acostumbrado a eso que los martillazos que empezó a oír a su lado no cortaron el hilo de sus pensamientos. Sí, eran unos caballeros. Recordaba que habían cuidado de que no se perdieran ni fueran robadas las pertenencias de los oficiales de
la Java
. Recordaba el momento en que había aparecido un corpulento guardiamarina norteamericano con su diario y algunos documentos de Jack metidos dentro de él y había preguntado que de quién era aquel cuaderno negro. No solamente conservaba su diario y su estuche de papel de cartas sino hasta el último pañuelo y el último par de calcetines que le habían regalado sus compañeros de tripulación, algunos de los cuales, desgraciadamente, habían muerto a más de tres mil millas de distancia de allí. La palabra «diario» le hizo fruncir el entrecejo, pero enseguida el perpetuo movimiento de la estela hizo que siguieran sucediéndose sus pensamientos o, mejor dicho, las imágenes que los acompañaban, y sobre aquel fondo blanco e irregular volvió a ver la ceremonia celebrada en Salvador, en la que el oficial al mando de la fragata norteamericana, el comodoro Bainbridge, se había dirigido a todos los prisioneros que estaban en condiciones de escucharle y les había prometido que si le daban su palabra de no realizar acciones contra Estados Unidos, les mandaría directamente a Inglaterra en dos barcos con bandera blanca para canjearles por prisioneros norteamericanos. Luego vio la ceremonia privada en la que el general Hislop, en su nombre y en el de los oficiales de la
Java
que habían sobrevivido, había hecho entrega al comodoro de un hermoso sable en reconocimiento a su respeto a los prisioneros. Y es que no sólo se habían respetado sus pertenencias de poco valor sino también los objetos de plata del servicio de mesa que había recibido el gobernador por mandato oficial, lo cual probablemente había contribuido a la elocuencia de Hislop.

Diario… La palabra volvió a su mente y le hizo reflexionar de nuevo. En toda su vida sólo había tenido dos vicios. Uno era el láudano, extracto de fortaleza embotellado, un nepente que le había permitido seguir adelante en los momentos más difíciles por los que Diana Villiers le había hecho pasar y que luego se había convertido en un tirano. Otro era escribir un diario, una ocupación satisfactoria e incluso conveniente para la mayoría, pero perjudicial para un espía. Naturalmente, la mayor parte del texto estaba cifrado según una clave tan complicada y personal que los criptógrafos del Almirantazgo se habían quedado perplejos cuando les había retado a descifrar un ejemplo. Sin embargo, también tenía algunas partes relacionadas exclusivamente con asuntos personales y en ellas había utilizado un sistema más simple, uno que podría entender cualquier persona ingeniosa, con facilidad para adivinar acertijos y que supiera catalán, si estaba dispuesta a hacer el necesario esfuerzo por conseguirlo. Pero el esfuerzo resultaría inútil si la finalidad era obtener información secreta, ya que esas secciones sólo tenían relación con la pasión que Stephen sentía por Diana Villiers desde hacía años. Con todo y con eso, Stephen no deseaba que otros ojos vieran su alma desnuda, que le vieran como un amante desgraciado y atormentado, un soñador que desea ansiosamente algo que no puede alcanzar. Y deseaba menos aún que leyeran sus torpes versos, un remedo de los de Catulo, aunque tal vez su pasión fuera tan ardiente como la de él…
Nescio, sed fieri sentio et excrucior.

No creía que pudiera ser descifrada ninguna de las partes importantes del diario, pero hubiera sido más sensato haberlo tirado por la borda con un peso atado a él, como Chads había hecho con el libro de tapas de plomo que contenía las señales de la
Java
yel general Hislop con sus órdenes. Y aunque lo valoraba mucho (entre otras cosas porque necesitaba con frecuencia la ayuda de una memoria artificial, de una memoria infalible), seguramente lo habría tirado si no hubiera tenido que hacer siete amputaciones. Había cometido una estúpida equivocación porque un espía no debía llevar consigo nada que no indicara claramente cuál era su utilidad, nada que hiciera sospechar que empleaba una clave. No reclamó el diario hasta que no llegaron a Salvador, y cuando lo hizo, el comodoro le preguntó si el libro tenía algo que ver con el código utilizado en la
Java
y con sus señales o con asuntos privados. El señor Bainbridge estaba sentado en la cabina grande y era obvio que la pierna herida le dolía mucho. A su lado se encontraban el señor Evans y un civil. Stephen le aseguró que el texto sólo tenía relación
con
asuntos estrictamente personales, la medicina y las ciencias naturales y, al hacerlo, le pareció que los tres norteamericanos le miraban con especial atención.

—¿Y estos documentos? —había preguntado Bainbridge mostrando un montón de papeles.

—¡Ah, esos no son míos! —había respondido Stephen muy tranquilo—. Creo que fue el despensero del capitán Aubrey quien los trajo. Uno parece su nombramiento.

Había pasado las páginas del diario y le había enseñado al señor Evans varios dibujos de órganos y extremidades: el tracto alimentario de la morsa, que abarcaba dos páginas, los oviductos del falaropo hembra, la mano desollada de un hombre con la aponeurosis palmar calcificada y el interior de algunos animales raros.

El señor Evans había expresado su admiración y el civil había preguntado:

—¿Puede decirnos por qué, aparentemente, ha tratado usted de ocultar el contenido del texto?

—Un diario personal puede considerarse un espejo donde un hombre se mira a sí mismo, señor —había respondido Stephen—, y pocos hombres que hablaran abiertamente de sus debilidades en un escrito desearían que otros lo leyeran. Un diario médico, en el que aparecen los nombres de los pacientes, sus síntomas, las enfermedades que los aquejan y los tratamientos que se les aplican, también debe ser secreto. El señor Evans estará de acuerdo conmigo en que el secreto es uno de los principales deberes que tiene un hombre de nuestra profesión.

—Eso forma parte del juramento hipocrático —había dicho Evans.

Stephen había asentido con la cabeza y había continuado:

—En cuanto a lo último, es sabido que el naturalista guarda con celo lo que descubre porque quiere tener el mérito de ser el primero en publicarlo y le gustaría tan poco compartir la gloria que alcanzaría por el descubrimiento de una nueva especie como a un oficial de la Armada compartir la que alcanzaría por la captura de un barco.

El argumento había dado en el blanco y el comodoro le había entregado el diario. Sin embargo, el civil parecía menos satisfecho. Stephen se preguntaba quién era. ¿El cónsul? No habían dicho su nombre ni se lo habían presentado. Entonces el civil le había dicho:

—Tengo entendido que pertenecía usted a la tripulación del
Leopard
, ¿no es así?

—Así es —había respondido Stephen—. Y precisamente cuando navegaba en él por las altas latitudes del sur hice la mayoría de los descubrimientos y los dibujos que figuran aquí.

Había recuperado su diario, pero, absurdamente, estaba descontento con él y ya no escribía sobre su vida privada, como había hecho durante años. Sin contar algunas notas sobre varios pájaros que había visto, lo último que aparecía en el diario hacía muchos días que lo había escrito: «Ahora sé qué aspecto tendrá Jack Aubrey cuando tenga sesenta y cinco años».

Había recuperado el diario, pero aún estaba preocupado. Le parecía extraño que los norteamericanos hubieran accedido tan fácilmente a su petición de acompañar a los pacientes que no era posible sacar de la
Constitution
porque estaban muy graves, sólo Jack y dos artilleros mayores que hacía una semana habían sido sepultados en el mar, que habían sido arrojados por la borda mientras la fragata estaba detenida y la campana tocaba a muerto. ¿Habría caído en una trampa? ¿Cuál era la verdadera identidad de los pasajeros que habían embarcado en Salvador con destino a Boston? Uno era, sin duda, un funcionario consular. Era un hombrecillo estúpido que sólo se preocupaba de su exuberante bigote, un político mediocre a quien no le importaba que el mundo fuera a la ruina con tal de que los republicanos se mantuvieran en el poder. Los otros dos eran franceses. Uno era un hombre bajo, de mediana edad, con el pelo cano y la tez amarillenta y estaba vestido con ropa muy usada, con las medias que Franklin había puesto de moda en París muchos años atrás y una chaqueta azul grisáceo. Casi nunca subía a cubierta, y cuando lo hacía, siempre se mareaba y vomitaba por la borda, generalmente por el costado de barlovento. El otro era un hombre alto, un civil con aspecto de militar apellidado Pontet-Canet. A primera vista parecía tan vanidoso como el joven funcionario consular e incluso más locuaz y estúpido, pero Stephen dudaba que fuera así. También dudaba si le había visto antes en otro lugar. ¿En París? ¿En Barcelona? ¿En Tolón? Si le había visto antes, indudablemente había sido sin ese bigote negro azabache. Pero él había visto a mucha gente y había muchos franceses altos y vanidosos que se teñían el pelo y hablaban con el fuerte acento borgoñón. Un espía necesitaba tener una excelente memoria… y también necesitaba un diario que supliera sus inevitables fallos.

Stephen había estado hojeando un ejemplar de la Biblia que una asociación religiosa de Boston había puesto en su cabina y en todas las demás cabinas de la fragata y se le habían quedado grabados dos versículos: «Los malvados huyen adonde nadie pueda perseguirles» y «La caída de un mentiroso es como la caída desde un tejado». Un espía no era necesariamente un malvado, pero gran parte de su vida era necesariamente una mentira. Una vez más Stephen sintió un profundo hastío y no le molestó en absoluto oír en ese momento la voz de Pontet-Canet dándole los buenos días.

El francés comía en la sala de oficiales y a menudo conversaba con Stephen en un inglés fluido pero con un acento raro, un acento muy fuerte. Después de hablar del tiempo y de la probable composición de la próxima comida, hablaron de América, del Nuevo Mundo, en buena parte vacío y salvaje.

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