Episodios de una guerra (20 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Histórico

—Ya ha visitado usted Estados Unidos, ¿verdad, señor? —preguntó Stephen—. Seguro que conoce bien el país y su gente.

—Perfectamente —respondió Pontet-Canet—. Y fui muy bien acogido porque en cuanto llegué empecé a hablar como ellos y a vestirme como ellos y trataba de no decir más agudezas que ellos y me parecía bien todo lo que hacían. ¡Ja, ja, ja!

—A veces pienso que tal vez me vaya allí cuando me jubile.

—¿Ah, sí? —dijo Pontet-Canet escrutando su rostro—. ¿No se opone usted a su régimen? ¿No se opone por motivos patrióticos?

—En absoluto —contestó Stephen—. Europa es tan vieja, tan débil, tan tediosa, que anhelo tener una vida simple entre…

Hubiera añadido «los admirables iroqueses y las numerosas especies de aves, mamíferos, reptiles y plantas que nos son desconocidas», pero rara vez podía terminar una frase cuando hablaba con Pontet-Canet. Esta vez el francés le había interrumpido para recomendarle que fuera. Decía que en Estados Unidos se vivía una nueva edad de oro.

—Yo estuve en Connecticut, en el interior del estado, cazando pavos salvajes con un auténtico granjero norteamericano y me dijo: «Estimado amigo, tiene ante usted a un hombre feliz, si es que puede encontrarse uno fuera del Paraíso. Todo lo que ve usted a su alrededor me lo ha proporcionado mi propia tierra. Estas medias me las ha tejido mi hija. Mis zapatos y mi ropa los he obtenido de mis rebaños. Y esos rebaños, mis aves de corral y mi huerto me proporcionan alimentos simples en abundancia. Aquí casi no se pagan impuestos y una vez que se han pagado uno puede dormir tranquilo». Una vida arcádica,
¿hein?

—Sin duda —dijo Stephen—. Y dígame, señor, ¿cazó algún pavo?

—¡Oh, sí! —exclamó Pontet-Canet—. Y también algunas ardillas grises. Fui yo el que maté a todos los animales que cazamos, ¡ja, ja, ja! Era el mejor tirador del grupo y, lo digo sin presunción, el mejor cocinero.

—¿Cómo los preparó?

—¿Qué?

—¿Cómo los cocinó?

—Las ardillas guisadas con vino de Madeira y el pavo asado. Y todos los que estaban en la mesa decían: «¡Muy bueno! ¡Muy bueno! ¡Oh, querido amigo, qué plato tan delicioso!».

—Quisiera que me describiera cómo volaba el pavo.

Pontet-Canet extendió los brazos, pero antes de que empezara a agitarlos en el aire, apareció el señor Evans y le dijo que el otro
monsieur
estaba hablando con el comodoro y necesitaba un intérprete.

—Espero que el señor Bainbridge esté bien —dijo Stephen.

—¡Oh, sí, sí! —exclamó el señor Evans—. Aunque la herida tiene un poco de pus, se está curando muy bien. Siente dolor, desde luego, y algunas molestias, pero tenemos que aprender a soportar esas cosas sin volvernos irritables y descorteses.

Hizo una pausa y luego continuó:

—Dicen que estamos casi al borde de la corriente y que dentro de poco veremos ya las aguas verdes a babor y también el cabo Fear.

—¡Ah, las aguas verdes! —exclamó Stephen—. ¡Entonces estamos cerca de tierra! ¡Cuánto me gustaría ver también un rayador!

—¿Qué es un rayador?

—Una de las aves que viven en estos mares. Tiene un pico muy peculiar: la mandíbula inferior es más larga que la superior. Vuela rozando la superficie del mar y va dejando un surco sobre ella. Siempre he deseado ver uno.

—Es usted un ornitólogo, ¿verdad, doctor Maturin? Recuerdo que en su diario había excelentes dibujos de las aves antárticas.

En las páginas que Stephen le había enseñado no había dibujos de pájaros, así que era obvio que su diario había sido examinado durante un tiempo. El señor Evans, que no parecía haberse dado cuenta de su desliz, propuso entonces que terminaran su partida de ajedrez, una partida que había llegado a una fase muy difícil, ya que casi todas las piezas estaban en el tablero y ninguna podía moverse sin graves consecuencias.

—¡Por supuesto! —dijo Stephen—. Pero, ¿cree usted que sería posible jugar en cubierta? De ese modo, mientras usted trata de retrasar la inevitable derrota, yo puedo mirar hacia el mar de vez en cuando. Lamentaría no ver un rayador.

El señor Evans dudaba que fuera posible, pero dijo que hablaría con el oficial de guardia.

—Todo arreglado —dijo al regresar—. El señor Heath respeta su deseo y dice que si quiere usted ver un rayador puede jugar al ajedrez en cualquier parte de la fragata y que dará orden de que le avisen si aparece uno. Cree que hay muchas probabilidades de que veamos alguno cuando nos aproximemos un poco más al cabo y salgamos de las aguas azules.

Unos minutos después trajo el tablero y dijo:

—Me gusta este juego, sobre todo porque está acorde con mis ideas, las ideas de un ciudadano de una república, pues siempre termina con la derrota del rey.

—También yo fui republicano en mi agitada juventud —dijo Stephen, analizando la situación en tanto que extendían un toldo para protegerles del sol—. Y me habría unido a usted en Bunker Hill y Valley Forge y en esos otros lugares importantes si no hubiera pertenecido a la Armada entonces. Incluso aplaudí la toma de la Bastilla. Pero con el tiempo me he convencido de que una monarquía es lo mejor.

—Si usted mirara a su alrededor y viera los monarcas que hay ahora en el mundo… y no me refiero al suyo, por supuesto… ¿mantendría que un monarca, que accede al poder por herencia, es una figura admirable?

—No. En este caso, la persona, a menos que sea muy buena o muy mala, no tiene importancia. Lo importante es que es un símbolo vivo, conmovedor, procreador y a veces sumamente claro.

—Pero tener derecho a gobernar por nacimiento, sin tener ningún mérito, es ilógico.

—Por supuesto. En eso consiste precisamente el valor de la monarquía. El hombre es un ser ilógico y debe ser gobernado de manera ilógica. Diga lo que diga ese pedante de Bentham, el hombre tiene innumerables móviles que no tienen nada que ver con la utilidad. Si el hombre fuera utilitarista, no vendería sus bienes para hacer una cruzada ni construiría catedrales ni, por supuesto, escribiría versos. Hay un sinnúmero de sentimientos piadosos sin nombre para los cuales la Corona es el objeto al que deben dirigirse. Y le aseguro que es mejor que haya estado en manos de la misma familia desde tiempos inmemoriales. Esas nuevas creaciones no son buenas, no tienen ni comparación con el rey, cuyos méritos son irrelevantes y cuya posición no se le puede disputar ni hacer depender de votaciones recurrentes.

Sonaron seis campanadas. Recogieron el toldo. Y en ese momento el señor Evans dijo:

—Estimado doctor Maturin, espero que no se enfade si le digo que tiene colocado el rey en la casilla equivocada.

—¡Ah sí! —dijo Stephen y después de colocarlo en la casilla correcta, volvió a analizar la situación.

Mientras la analizaba, apareció una sombra sobre el tablero. Entonces hizo una jugada y levantó la vista. Allí estaba Pontet-Canet mirando la partida con los labios fruncidos y los ojos entrecerrados. Los rayos del sol caían oblicuamente sobre su negro bigote y podía verse que los pelos tenían un color rojizo debajo del tinte. O tal vez lo tenían a causa del propio tinte. Pero… ¿dónde había visto a ese hombre anteriormente?

Apartó la vista del bigote y miró hacia Evans, que tenía la cabeza agachada en ademán pensativo, luego hacia el mar, por si podía ver algún rayador, y después volvió a mirar a cubierta y vio a Jack Aubrey. Jack se mantenía alejado de sus captores tanto tiempo como se lo permitían las normas de cortesía, pues la alegría forzosa era una pesada carga para él, mucho más pesada que el espantoso dolor que sentía en su brazo destrozado, pero ahora que su estado era lo suficientemente bueno para subir a cubierta no estaba bien que se quedara en su cabina entregado a la melancolía. Se había detenido en lo alto de la escala y Stephen observó cómo recorría con la vista el horizonte por si veía algún barco de guerra británico, si era posible, uno tan potente como la
Constitution
o,mejor aún, su propia
Acasta
(aunque llevaba cañones de tan sólo dieciocho libras). Después de haberlo buscado un rato, aunque en vano, miró mecánicamente hacia las velas, luego hacia el cielo, por el costado de barlovento, y después fue hasta la popa para ver la partida.

—Ya he jugado, señor —dijo el señor Evans, tratando de ocultar su alegría por el triunfo con un falso tono benevolente.

En efecto, ya había jugado. Stephen, pensando en su propio ataque, había descuidado aquel maldito caballo. Hiciera lo que hiciera, perdería una pieza, y teniendo como adversario a un jugador tan bueno como Evans, eso significaba, sin duda alguna, perder la partida, a menos que… Entonces avanzó un peón.

—¡No, no! —gritó Pontet-Canet—. Debería…

—¡Chsss…! —dijeron Evans, Jack y Stephen.

Pontet-Canet les miró con rabia, sobre todo a Jack, inspiró y se alejó de ellos. Pero enseguida regresó, pues se moría de ganas de aconsejar a los jugadores.

Perdieron muchas piezas en una horrible masacre. El tablero estaba ya casi vacío y Evans, que tenía una pieza y dos peones más, cayó en una trampa.

—¡Ah! —exclamó, dándose una palmada en la frente—. ¡Hemos hecho tablas!

—Moralmente usted ha ganado —dijo Stephen—. Pero al menos esta vez mi rey no ha sido derrotado.

—Lo que debería haber hecho era capturar esta pieza —dijo Pontet-Canet.

Evans y Stephen se explicaban el uno al otro por qué habían perdido a pesar de que ambos tenían una posición inatacable y un plan de ataque infalible. Estaban demasiado ocupados para prestar atención a los demás, pero pronto se vieron forzados a hacerlo. Oyeron palabras en un tono más fuerte que el empleado en un simple desacuerdo, en un tono áspero y en un volumen tan alto que los oficiales norteamericanos que estaban en el alcázar volvieron la cabeza sorprendidos.

—Insisto en que ha colocado mal las piezas —dijo Jack con su vozarrón, alterado por el hecho de que hacía años que nadie le llevaba la contraria excepto los almirantes y su esposa—. La torre de dama estaba aquí.

Le arrebató la pieza de las manos al francés, se inclinó cuanto pudo para esquivarle y la colocó en el tablero con un gesto enfático.

—¿Cree que puede intimidarme, maldito granuja? —preguntó Pontet-Canet—. Le aseguro que no es así… Le tiraré por la borda como un fardo, y si me resulta demasiado pesado, usaré las manos, las piernas, las uñas, todo… Arriesgaría mi vida por mandar un cerdo como usted al infierno. Ahora, ahora mismo…

Afortunadamente, hablaba tan rápido y con un acento tan extraño que Jack no entendió mucho de lo que dijo. Y afortunadamente, cuando Stephen y el señor Evans se interpusieron entre ellos, el alcázar se llenó porque se iba a medir la altura del sol a mediodía —un acto tan solemne allí como en los barcos de la Armada real— y poco después, cuando el comodoro Bainbridge dijo con gravedad que eran las doce, el grito «¡Todos los marineros a comer!» interrumpió la discusión. Stephen y Evans llevaron a Jack abajo para cambiarle la venda del brazo y le ordenaron tumbarse y descansar antes de ir a comer con el comodoro.

—¿Cree que podremos salvárselo? —inquirió Evans cuando volvían a salir al aire libre.

—Lo dudo —respondió Stephen—, y a veces he estado tentado de cortarlo. Es este calor pegajoso el que le perjudica, además de la agitación, por supuesto. Pero él aceptará las amables invitaciones del señor Bainbridge aunque eso le cueste la vida.

—Por lo que respecta al calor —dijo el señor Evans—, se acabará en cuanto doblemos el cabo Hatteras y empecemos a costear. Y por lo que respecta a la agitación, ¿qué le parece si añadimos el insípido jugo de lechuga al actual tratamiento? Tiene el pulso irregular, a veces débil y otras rápido, y está muy excitado e irascible a pesar de su aparente estoicismo. Otra escena como la de hoy tendría graves consecuencias para él. ¡Qué tipo más desagradable! Siempre con su «lo que debería haber hecho…». Perder una partida de ajedrez jugando con ese hombre sería lo peor del mundo. A mí, que no tenía fiebre ni dolor ni estaba débil, me resultó difícil contenerme la lengua. Si estuviéramos en época de paz, le habría dado una patada… La guerra nos une con extraños compañeros.

—Fue una absurda fanfarronería —dijo Stephen—. Tal vez demasiado absurda. Posiblemente se haya debido a la impulsividad y el apasionamiento de los franceses, a quienes no hay que tomar en serio.

Cuando llegó al peldaño más alto de la escala, Stephen recordó dónde le había visto antes: en una posada cerca de Tolón frecuentada por los oficiales más glotones de la Armada francesa. Un oficial francés, el capitán Christie-Pallière, había llevado a Jack y a Stephen a cenar allí poco después de firmarse la paz de Amiens, y ese hombre había pasado junto a su mesa y había hablado con Christie-Pallière. Stephen recordaba su fuerte acento de Dijon cuando había dicho que él iba a comer «
coooq au vin
» y el resto del grupo «
râââble de lièvre
» y recordaba que había mirado con mucha atención a Jack, que estaba hablando en inglés.

—¿Ha visto algún rayador? —preguntó el señor Evans, bloqueado por Stephen.

—No —respondió Stephen.

Dieron algunas vueltas por la cubierta. Pasaron junto a las brigadas que hacían las reparaciones y luego junto a la fila de carronadas. Formaban una fila perfecta, pero a dos de ellas se le habían roto los muñones, a una le había dado una bala en la boca y muchas tenían las cureñas llenas de muescas y roturas. Si aparecía ahora un barco de guerra inglés, se encontraría con que a la
Constitution
le faltaban algunos dientes, pero era demasiado pronto para tener fundadas esperanzas de que apareciera, pues los navíos británicos que patrullaban aquellas aguas solían encontrarse frente a las bahías Chesapeake o Sandy Hook o Massachusetts, esta última delante de Boston, que era precisamente adonde ellos se dirigían. La
Java había
, sido destruida, pero eso al menos había impedido que la
Constitution
llegara hasta el Pacífico y permaneciera en sus aguas para vigilar, como pretendía, ya que había tenido que volver a su puerto de origen para ser reparada. Boston era su puerto de origen y en Boston empezaría el futuro para ellos, a menos que la escuadra británica que hacía el bloqueo capturara la fragata. Este viaje no era más que una transición, una curiosa prolongación del presente.

—Ése es el cabo Fear —dijo el señor Evans señalándolo con el dedo—. Y ahora podrá ver usted claramente la división entre la corriente del golfo y el océano. Allí, ¿la ve? Es esa línea paralela a nuestro rumbo que está más o menos a un cuarto de milla de distancia.

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