Episodios de una guerra (32 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Histórico

—Me temo que la opinión de un simple cirujano naval no le será muy útil, señor.

—Usted no es un simple cirujano naval —dijo Johnson, sonriendo.

Y después de una pausa, continuó:

—Conozco algunos de los estudios que ha publicado y he oído hablar de su trabajo, de su trabajo como científico, y sé que tiene muy buena reputación. Además, Louisa me ha dicho que la idea de que hubiera una guerra entre Estados Unidos e Inglaterra le afligía y que la conducta del Gobierno inglés en Irlanda le producía, por decirlo así, desazón. Pero aunque fuera usted un simple cirujano naval, es usted europeo, y un europeo que ha viajado mucho, por lo que su opinión me sería muy útil. Después de todo, tenemos los mismos fines: restablecer la paz y lograr que sea duradera.

—Le comprendo, señor, y estoy de acuerdo con lo que dice —replicó Stephen—, pero le ruego que me disculpe por no dársela. Le tengo en gran estima, señor, pero debo señalar que estamos en guerra y que si mi opinión fuera útil para usted, yo estaría ayudando al enemigo, lo cual, como convendrá usted conmigo, no suena muy bien. Discúlpeme.

—Un hombre de su inteligencia no será nunca prisionero de las palabras ni las usará en vano. Por favor, piense en lo que he dicho. Sólo quiero consultarle sobre asuntos que no están relacionados con la Armada real.

—Dijo un sabio que un hombre no puede servir a dos amos —dijo Stephen, sonriendo.

—No, pero puede servir a un ideal que trasciende a ambos —dijo Johnson, sonriendo también—. Estimado doctor, no acepto su negativa.

Tocó la campanilla y luego, dirigiéndose al sirviente, dijo:

—Dígale a los caballeros franceses que pasen.

Y después, volviéndose hacia Stephen, dijo:

—Discúlpeme un momento. Tengo que entregarle una carta a estos señores.

Entonces entró Dubreuil seguido de Pontet-Canet. Stephen reconoció a Dubreuil enseguida. Cuando vigilaba la embajada francesa en Lisboa le había visto entrar y salir muchas veces. Y también le había visto en París, cuando vigilaba el Ministerio del Interior desde la ventana de la habitación de una sirvienta que quedaba enfrente. Sin embargo, estaba casi seguro de que Dubreuil no le conocía, de que sólo tenía la descripción suya. Dubreuil le saludó con una inclinación de cabeza y él le respondió con otra, pero no fueron presentados. Pontet-Canet le preguntó cómo estaba. Y después que les fue entregado el sobre, los dos franceses se retiraron.

—¿Se ha fijado en ese hombre, en ese hombre bajito de aspecto vulgar? —preguntó Johnson—. Aunque a usted le cueste creerlo, es un hombre diabólico. Los franceses tenían un agente secreto en la frontera con Canadá que pensó que era más provechoso recibir dinero de ambos bandos y lo trajeron aquí y le hicieron cosas que prefiero no describirle, aunque es usted médico. Durante semanas estuve atormentado por la imagen de su cadáver, se lo aseguro. Ellos usan procedimientos que me es imposible aprobar, aunque sean eficaces. Además, cometieron una grave violación de nuestra soberanía, pero éste es un momento crítico y no podemos ser tan estrictos como quisiéramos con nuestros colegas franceses. Bueno, nos veremos mañana. Hay que cumplimentar una serie de formalidades para el canje del capitán Aubrey y usted y yo podemos ocuparnos de hacerlo, pues Aubrey se encuentra en un estado lamentable y no debería ser molestado. Y espero que mañana, después de haberlo consultado con la almohada, no se niegue a ser mi consultor en cuestiones relacionadas exclusivamente con la política europea.

CAPÍTULO 7

Stephen sabía cuáles eran los motivos de la petición de Johnson. Habían sido ocultados con bastante torpeza y resultaban obvios. Johnson no era ningún artista, aunque el hecho de no haber hablado de una recompensa material era una buena jugada y la mención de Cataluña otra mejor. Lo que Stephen no sabía era cuánta información poseían Johnson y Dubreuil. Tal vez la mención de Cataluña había sido un acierto casual, pues después de la comida había hecho comentarios similares con referencia a otros lugares muy alejados de su terreno, como Moscú, Prusia y Viena. Muchas cosas dependían de lo que Jack le había contado a Johnson.

Mientras hablaba con Diana esa tarde, siempre había tenido presente la entrevista. A veces había absorbido toda su atención, otras había ocupado un rincón de su mente y asomaba por detrás de las palabras de ella y era mucho menos preocupante. Ahora, mientras se dirigía a la Asclepia, daba vueltas en la cabeza al relato de Johnson. El relato era verdadero, estaba seguro, pues nadie habría inventado detalles como el del becerro de oro y el almirante fantasma. Y al pensar en las implicaciones de esa comparación con el almirante Crichton, sintió un escalofrío y apretó el paso.

—¡Ah, ya has llegado Stephen! —dijo Jack—. Me alegro de verte. ¿Te dieron una comida decente? A nosotros nos dieron una comida de cuaresma: bacalao y alubias.

—Me pareció excelente. Sí, fue excelente, y con un extraordinario vino Hermitage. Diana te manda un abrazo cariñoso.

—¡Oh! Ha sido muy amable… Bueno, al fin y al cabo, somos primos. Y ahora que sé dónde está, le mandaré una carta para agradecerle como es debido lo buena que ha sido al escribirle a Sophie. Su… es decir, el señor Johnson vino a verme esta tarde. Parece que es un importante representante del Gobierno de este país. Choate se impresionó.

—¿Cómo te fue en la entrevista?

—Muy bien. Al principio yo estaba muy serio y reservado, pero él me explicó que el asunto había caído en manos de las personas inadecuadas y que respecto al bergantín
Alice B. Sawyer
, había comprobado que su posición y la del
Leopard
no coincidían y, por tanto, creía que carecía de sentido decir que el
Leopard
lo había hecho detenerse. Dijo que en el Departamento de Marina habían cometido un estúpido error y que él conocía a la persona que podía enmendarlo.

—¿Habló de nuestro canje?

—No mucho. Parece que da por sentado que en cuanto se enmiende el error el procedimiento seguirá su curso normal y no quise insistir en que hablara de ello. Me pareció que era un hombre demasiado importante para ocuparse de los detalles. Después de hablar del bergantín, pasamos la mayor parte del tiempo hablando de lord Nelson, a quien admira mucho, de la goleta que tiene en la bahía Chesapeake, al parecer una de esas goletas norteamericanas que son tan rápidas y navegan tan bien contra el viento, y de ti. Tiene en gran estima al doctor Maturin.

—¿Ah, sí?

—Sí y te alabó mucho por lo que has escrito de las aves, por tu sabiduría y porque sabes latín y griego. Y para no quedarme atrás, dije que también sabías francés, español y catalán además de algunas lenguas raras que habías aprendido en Oriente.

Stephen dijo para sí: «Amigo mío, tal vez me hayas hundido con tu amabilidad».

—Se lamentó de no haber logrado aprender el francés —continuó Jack—, y yo también. Y estuvimos un rato tratando de descifrar una carta que le habían mandado de Louisiana. No lo digo por presumir, pero yo entendí más cosas que él. Por cierto, ¿qué quiere decir la palabra
pong
?

Escribió la palabra en un pedazo de papel.

—Creo que quiere decir pavo real.

—¿No quiere decir puente?

Stephen negó con la cabeza.

—Bueno, no importa. Ya nos ocuparemos del pavo real cuando haga falta. Johnson tenía curiosidad por saber cómo habías aprendido el catalán, que es una lengua tan poco conocida, pero como sé que hay cosas que te gusta mantener en secreto, me dije: «Jack Aubrey,
tace
es la palabra latina de más valor». Así que se quedó sin enterarse. Puedo ser diplomático cuando quiero, ¿sabes?

Sólo hacía falta la diplomacia de Jack para acabar de completar el cuadro. Nada habría sido más apropiado para que Johnson centrara su atención en el punto que podría servir a Dubreuil para identificarle. Sin embargo, los únicos dos franceses que sabían de sus actividades en Cataluña y que le conocían de vista y posiblemente sabían su nombre, no podían, como Jack diría, contar cuentos. No todo estaba perdido. Todavía podía seguir siendo el doctor S. Anón, un ornitólogo.

—Jack —dijo—, me complace que me tengas en gran estima, pero en un país extranjero, no deberías ponderar delante de extraños esa cualidad mía que has sido tan amable de llamar talento porque eso les induciría a pensar que soy muy inteligente o incluso un superdotado. En cambio, en la Armada puedes decir todas las cosas que quieras y cuantas más, mejor.

—¿He hecho mal, Stephen? —inquirió Jack—. Fui diplomático, como te dije. Me quedé callado como… bueno, como cualquier cosa que te parezca bien.

—No, no. Hablaba en general. Dime, ¿qué noticias tienes de la mar?

—La
Shannon
echó un vistazo al puerto esta mañana antes del desayuno, como te decía cuando te fuiste corriendo, y al ver que la
President
y la
Congress
se habían ido, le hizo señales a su compañera, probablemente la
Tenedos
, que estaba en alta mar. Entonces vino Evans y trajo a un oficial, Lawrence, que estaba al mando de la
Hornet
cuando hundió la
Peacock
. Ahora es el capitán de la
Chesapeake
.

—¿Cómo es? ¿Se parece a Bainbridge?

—No, es muy diferente. Es más abierto, más conversador y también más joven. A la verdad, me resultó mucho más simpático que Johnson, porque Johnson tuvo un comportamiento caballeroso y habló muy bien de ti, pero hay algo en él que no acaba de gustarme. No es la clase de hombre que me gustaría tener como compañero de tripulación ni como superior, y en cambio, me gustaría navegar con Lawrence. Me trajo un mensaje del joven Mowett, que fue apresado en la
Peacock
. Resultó herido, pero se está recuperando en Nueva York.

Hablaron de Mowett, un agradable joven con vena poética, y Stephen recitó unos versos suyos:

Mientras el valeroso contramaestre por el barco corre,

rugiendo entre la tormenta como un feroz mastín,

ayuda con buena voluntad a los torpes

y alaba al experto y anima al temeroso.

Y en mis pulsos siento el fuego

cuando los rayos tocan los cables de metal.

—¡Qué memoria tienes! —exclamó Jack—. Memoria de…

—Elefante.

—Exactamente. Luego vino a visitarme el señor Herapath. Estuvo un rato conmigo después de haber visto a su hermana. Me dijo que los republicanos eran unos tipos horribles y no mucho mejores que los demócratas y me contó que había estado al servicio del Rey y había luchado a las órdenes del general Burgoyne. Es un tipo estupendo. Me prometió que vendría mañana a traerme… ¡Mira la
Shannon
!

Entonces alargó el brazo para coger el telescopio.

—Está pasando frente a la isla alargada. Ahora virará un poco el timón para evitar el banco de arena. Hay un peligroso banco de arena justo frente al cabo, me lo dijo Herapath. Pero ya Broke conoce ese canalizo como la palma de su mano. Ahora sube las amuras y las escotas… Todos estarán preparados para recibir la orden… ¡Muy bien hecho! Ha virado con la agilidad de un cúter. Está sola porque nada más tiene que vigilar a la
Chesapeake
, pues a la
Constitution
la están reparando, así que no izará banderas de señales.

—¿Por qué sola? Sin duda, dos lograrán con mayor facilidad que una que la
Chesapeake
se quede dentro.

—Precisamente eso es lo importante —dijo Jack—. Broke no quiere que se quede dentro, de eso estoy seguro, quiere que salga. Y ella no saldrá si tiene que luchar con dos fragatas. Por eso mandó a la
Tenedos
alejarse en cuanto vio que la
President
y la
Congress
se habían ido. ¡Mira! Ha arrizado el velacho y ha izado la cangreja. Ahora empieza a virar, sus velas vuelven a hincharse, ya terminó de virar. ¡Muy bien hecho…!

Jack siguió contando detalladamente cómo la
Shannon
avanzaba por el laberíntico canalizo y, mientras tanto, Stephen se preguntaba: «¿Qué voy a decirle?». Jack ya estaba bastante bien, pero Stephen no quería que su recuperación fuera interrumpida por una innecesaria preocupación. Por otra parte, como era su costumbre, deseaba mantener las cosas en secreto. Y además, no estaba seguro de lo que pensaba Dubreuil. ¿Era Dubreuil en este asunto algo más que un actor que Johnson había hecho salir al escenario por su propia conveniencia? En cuanto a Johnson, confiaba en que sabría cómo tratar con él, a pesar de que era peligroso; sin embargo, tratar con Dubreuil era harina de otro costal, sobre todo porque las actividades de Stephen le habían perjudicado enormemente.

Aún no se había decidido cuando la fragata llegó a un punto en el cual estaba al alcance de los cañones norteamericanos.

—Ahora se pondrá en facha —dijo Jack—. Exactamente. Y ahí está Philip Broke, en el tope, mirando la
Chesapeake
por el telescopio. Esta mañana estaba casi seguro de que era él y ahora, con el sol allí al oeste, estoy completamente seguro. ¿Quieres echar un vistazo?

Stephen enfocó el telescopio y, al ver la distante figura, dijo:

—No puedo distinguir su cara. Quizá le conozcas muy bien y por eso has podido reconocerle a gran distancia.

—Naturalmente que sí —dijo Jack—. Conozco a Philip Broke desde niño, desde hace más de veinte años. Seguro que te he hablado de él montones de veces.

—No, nunca —replicó Stephen—. Ni he visto nunca a ese caballero. Supongo que será un experto marino.

—¡Oh, sí! ¡Es un excelente marino! Me sorprende que no te haya hablado de él durante todos estos años. ¡Dios mío!

—Por favor, háblame de él ahora. Todavía falta una hora para la cena.

Stephen no tenía mucho interés por saber cómo era el capitán Broke, pero deseaba oír la profunda voz de Jack como sonido de fondo mientras esperaba que se le ocurriera una idea que le hiciera decidir cómo actuar.

—Philip Broke y yo somos primos lejanos y cuando mi madre murió, me mandaron a pasar una temporada en la casa solariega de los Broke, situada en un hermoso lugar en Suffolk. Sus tierras se extienden hasta el estuario del Orwell por la parte cercana a Harwich y Philip y yo pasábamos horas allí en las marismas mirando los barcos que pasaban en dirección a Ipswich o se detenían porque cambiaba la marea. Muchas eran embarcaciones típicas de la costa este, ¿sabes?, esa clase de embarcaciones que navegan sin dificultad por aguas poco profundas e intrincados canalizos, aunque también había barcos carboneros, barcazas que venían del Támesis, y queches, buzos y balandros holandeses que llevaban orzas de deriva y avanzaban pesadamente. Los dos estábamos locos por escaparnos en un barco y lo intentamos una vez, pero el señor Broke nos fue a buscar en un coche y nos llevó para la casa y cuando llegamos, nos azotó hasta que aullamos como cachorros… Era un hombre imparcial. Pero nos hicimos una balsa con una vela al tercio que apenas podíamos izar y aunque era la embarcación más horrible que se haya visto sobre el mar y, además, tremendamente pesada, era mejor que ninguna. Le salvaba la vida a Philip tres o cuatro veces al día y le dije un día que debería darme medio penique cada vez que lo rescataba, pero dijo que no, que si yo sabía nadar y él no, mi deber como cristiano y como primo era sacarle del agua, y que, después de todo, yo ya estaba mojado. No obstante, prometió que rezaría por mí. ¡Aquellos eran tiempos felices! A ti te hubiera encantado estar allí, Stephen, porque había aves de patas largas de todas clases, que llamábamos zancudas, caminando por el cieno y avetoros corriendo entre los juncos. También había esas aves blancas muy grandes con un pico de una forma rara… ¿Cómo se llaman…? ¡Cucharetas! Y había otras que tenían el pico doblado hacia arriba y palomas moñudas que solían agruparse en la parte seca de un banco de arena y se peleaban entre sí, o, al menos, lo parecía, y abrían las plumas del cuello de tal modo que parecían velas desplegadas. Y recogíamos tantos huevos de chorlito que llenábamos los cubos hasta el tope. Dios sabe el tiempo que duró, pero a nosotros nos pareció la eternidad, un verano interminable. Pero por fin él se fue al colegio y yo me hice a la mar.

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