Jack cortó el hilo y le devolvió la chaqueta arreglada a Stephen. Miró por la ventana y vio las gavias de la
Shannon
brillando a la luz del atardecer.
—¡Dios! ¡Cuánto daría por sacarte de este espantoso embrollo! —exclamó—. ¡Cuánto daría por salir a alta mar!
El domingo no amaneció, sino que simplemente la niebla acumulada durante la noche se hizo menos espesa y más visible. Se desprendieron de ella algunas bandas que empezaron a moverse despacio por los muelles y cuando se encontraban con las corrientes de aire en las esquinas de las calles formaban silenciosos remolinos. Pero el ligero aumento de claridad no fue suficiente para despertar al doctor Maturin y las dos enfermeras con quienes se había comprometido a ir a misa temprano tuvieron que dar golpes en la puerta para conseguir que se levantara.
Se vistió rápidamente, pero, a pesar de eso, ya el sacerdote estaba en el altar cuando llegaron a la oscura capilla situada en una callejuela y la atravesaron entre el evocador olor a incienso. Siguió un intervalo en el cual le parecía estar en otro plano, pues siempre que oía aquellas palabras latinas tan bien conocidas, que eran las mismas fuera cual fuera el país donde se encontrara (aunque ahora pronunciadas con acento de Munster), tenía la sensación de estar fuera del tiempo y del espacio. Ahora podía ser aquel niño que salía de una iglesia de Barcelona y atravesaba las calles iluminadas por un sol radiante o el que salía de una iglesia de Dublín y caminaba bajo la fina lluvia. Rezó por Diana, como lo hacía desde hacía tiempo, pero el contenido de su plegaria era diferente y eso le hizo volver al presente y a Boston, y si él hubiera sido un hombre llorón, ahora las lágrimas hubieran rodado por sus mejillas.
A la verdad, tenía los ojos resecos, y también la garganta, mientras esperaba a que el sacerdote saliera de la sacristía. Le dijo al padre Costello que era un prisionero de guerra, que era probable que le canjearan dentro de pocos días y que quería que le casara antes de irse. Añadió que tan pronto como pudiera acordaría con él el día y la hora de la ceremonia, pero que había que fijarlos con muy poca antelación.
Luego salió de la brumosa capilla iluminada por las velas y en el exterior le envolvió la fría niebla. Reflexionó durante unos momentos. Sería inútil visitar a Diana ahora, ya que solía quedarse en la cama hasta mediodía. Quizá lo que debía hacer primero era visitar al delegado británico para el canje de prisioneros de guerra. Sabía donde vivía, de modo que se orientó por una borrosa torre con un reloj y se encaminó a su casa. Conocía bastante bien la ciudad y estaba seguro de que dentro de poco llegaría a la calle donde estaba el hotel Franchón. La casa del delegado no quedaba lejos de allí, estaba por detrás del hotel, a una distancia de doscientas yardas más o menos. Pero la ancha calle no apareció, en su lugar apareció el ancho mar, casi sin rizos y cubierto por la niebla gris, ya que Stephen había ido a parar al puerto. Los húmedos muelles estaban vacíos y de las vergas y las velas aferradas de los barcos caían gotas de agua. Sólo se oía el ruido de los cascos de los caballos y el de los remos de los botes al chocar con el agua. En esos botes se iban a pescar algunos bostonianos que celebraban el
sabbath
y muchos otros que no lo celebraban. En los días de trabajo había muchos botes pescando en aquella zona y no sólo la
Shannon
no los molestaba sino que les compraba cestas llenas de langostas, merluzas e hipoglosos.
Encontró a un negro en el muelle, pero el negro tampoco era de aquel lugar, y los dos juntos caminaron de un lado a otro tratando de encontrar la calle que cruzaba la ciudad y desembocaba en el puerto. No encontraron la calle sino callejuelas de adoquines rotos llenas de charcos y oscuros almacenes rodeados por la niebla y Stephen ya pensaba que les faltaba poco para llegar al campo cuando apareció una luz. Y enseguida apareció una fila de ventanas iluminadas.
—Llamemos a la puerta y preguntemos cuál es el camino —dijo—. Probablemente estemos fuera de la ciudad.
Pero cuando iba a llamar se dio cuenta de que conocía el lugar, aunque la niebla lo separaba de su entorno y alteraba su aspecto: era la taberna donde se había reunido con Herapath y su amigo. Estaba abierta y Stephen empujó la puerta para entrar, y al hacerlo, una luz anaranjada iluminó la niebla.
—Venga a tomar una taza de café, amigo —le dijo a su acompañante.
—Pero soy un negro, señor, un negro.
—Eso no es un crimen.
—Amigo, se nota que no es usted de aquí —dijo el negro riéndose y desapareció entre la niebla riéndose todavía.
Cuando Stephen salió, secándose la boca, la niebla era un poco menos espesa y a veces el sol, como una bola roja, asomaba por detrás de ella. Ahora las calles se veían bien y dobló por una a la que interiormente dio el nombre de rambla y, andando con paso ligero, subió por ella hasta el hotel. En el hotel había movimiento, pero todas las ventanas de Diana estaban cerradas con postigo, no había ninguna luz tras el balcón del primer piso. Pasó el hotel y dobló por la primera calle que encontró, donde cantaba un gallo desorientado, y luego dobló por otra llena de perros vagabundos. Pero no sólo había perros, también había dos hombres recostados en las columnas de un portal y una familia interminable con devocionarios en las manos. Cuando ya estaba cerca de la casa del señor Andrews, vio una borrosa mancha oscura que enseguida tomó la forma de un coche. Y enganchados al coche había cuatro caballos que de vez en cuando daban resoplidos. Era un coche negro, era el coche de Pontet-Canet. No había luz en el montante de la casa de Andrews ni en las demás ventanas.
Había empezado a cruzar la calle cuando una cabeza asomó por la ventanilla del coche y se oyó el grito: «
Le voilá!»
. Entonces se abrieron las portezuelas y salieron varios hombres. Stephen se dio la vuelta y echó a correr. Un perro se atravesó en su camino y casi le hizo perder el equilibrio, y cuando estaba enderezándose, oyó sonar un silbato detrás de él y vio a los dos hombres apartarse del portal. Los hombres corrieron hasta el final de la calle y, con las pistolas desenfundadas, se colocaron a ambos lados de ella cerrando el paso a la calle que la cruzaba. La familia numerosa se encontraba entre los hombres y él. ¿Le servirían de protección como una multitud, eran un grupo lo suficientemente grande para ello? No, pero se metió en el grupo. La mujer le miró con rabia porque había empujado a su hijo mayor y en ese momento, el hombre situado a la izquierda apuntó hacia ellos, disparó y le dio a un niño que estaba a su lado. Después de un infinitesimal momento de estupor, el padre de familia, con su bastón en alto, se abalanzó como un tigre sobre el hombre. Stephen corrió hacia la izquierda, pasó junto a los dos hombres que peleaban y se alejó. Los perros corrían de un lado para otro y los niños lloraban. Eso retrasó al hombre que estaba a la derecha y a los que habían salido del coche y Stephen consiguió tener una gran ventaja, pero empezó a sentir un dolor en un lado del abdomen. Miraba a un lado y a otro tratando de encontrar alguna casa iluminada, alguna iglesia o alguna taberna, pero su esfuerzo era en vano, pues aquel era un barrio comercial y sólo había tiendas y oficinas cerradas y almacenes abandonados en los cuales las grúas sobresalían del piso superior, y mientras tanto oía cada vez más fuertes los pasos de los hombres que corrían tras él. Por fin vio un solar vacío cubierto de mala hierba donde había una improvisada pocilga. Se deslizó entre las tablas de la cerca y se agachó junto a una cerda preñada casi a punto de parir que estaba echada en una cama de paja recién preparada para el parto. Se dobló aún más para que se le calmara un poco el dolor y miró en torno suyo para ver si divisaba la vivienda del hombre que había traído la paja, pero no había ninguna casa ni ningún otro tipo de vivienda, sólo había tres paredes desnudas y extraordinariamente altas a su alrededor. Dentro de pocos momentos, cuando se dieran cuenta de que él ya no estaba delante de ellos, ese refugio se convertiría en una trampa mortal. Y ahora soplaba un viento inestable y se formaban cada vez más claros en la niebla.
El dolor se le había pasado. Se aproximó a la cerca, pero ya dos hombres regresaban corriendo. Se agachó entre las ortigas con la pistola en la mano y una expresión furiosa. Los hombres pasaron de largo. Salió y echó a correr detrás de ellos y les siguió manteniendo una gran velocidad. Pasó junto a un niño descalzo que le miraba con asombro y supuso que la esquina de la calle ya estaba cerca. Pero oyó detrás de él los pasos de un hombre corriendo y empezó a correr lo más rápido que podía, a riesgo de alcanzar a los que iban delante. No obstante, los pasos se oían cada vez más cerca. Más cerca, más cerca… Stephen ya podía oír el jadeo del hombre y casi podía sentir cómo le apuntaba con la pistola. Mucho más cerca… Ahora el hombre estaba a su lado. Era un indio, un mestizo, y volvió su oscuro rostro hacia él y le miró inquisitivamente. En ese momento pudo ver entre la niebla la esquina de la calle.
—
Vite, vite
! —gritó Stephen, jadeando—.
A gauche! Tu l'attraperas
!
El hombre asintió con la cabeza, empezó a avanzar con más rapidez, luego dobló la esquina corriendo a una velocidad increíble y fue engullido por la niebla. Stephen dobló a la derecha y luego a la izquierda y volvió a encontrarse con el coche. Aún no había luces en la casa de Andrews y oía gritos delante y detrás de él, ya que uno de los dos grupos había dado la vuelta a la redonda. Las portezuelas del coche estaban abiertas todavía y el cochero estaba en el pescante, pero no había nadie dentro.
Stephen corrió hasta el coche gritando:
—
Allez, allez
!
Subió, cerró la puerta, se precipitó hacia el pescante y, poniéndole la pistola en la cabeza al cochero, ordenó:
—
Fouette
!
El cochero cambió de color, tomó las riendas y, haciendo restallar el látigo, gritó:
—
Arre
!
Los caballos echaron a correr. El coche avanzaba rápido, más rápido, cada vez más rápido.
—
Fouette! Fouette
! —gritaba Stephen y el cochero hacía restallar el látigo.
El primer grupo de hombres, en el que iba Pontet-Canet, apareció delante de ellos. Los hombres formaron una fila de un lado a otro de la calle en cuanto se dieron cuenta de cuál era la situación.
—
Fouette toujours
! —gritó Stephen, clavándole la pistola en el cuello al cochero.
Atravesaron la fila y enseguida vieron la callejuela que desembocaba en la calle mayor.
—A
gauche! A gauche, je te dis
!
El cochero refrenó los caballos para doblar y los hombres que les perseguían se acercaron más. El coche dobló dando grandes saltos sobre sus propios muelles. La calle mayor ya estaba muy cerca.
—
A droite
! —gritó Stephen, pensando que si doblaban a la derecha podrían tomar la calle que descendía hasta el puerto y alejarse con rapidez.
El cochero se levantó del pescante para tirar de las riendas y hacer girar a los caballos. Cuando doblaban, Stephen trató de agarrarse y se le movió la pistola y entonces el cochero le dio un fuerte empujón con la cadera y le tiró del coche.
Estaba aún a gatas cuando el cochero detuvo los caballos. Pontet-Canet y sus hombres no eran más que una mancha oscura y borrosa que iba acercándose. Corrió calle abajo alejándose del coche. Pero no podría correr mucho más, pues se había dado un golpe en la cabeza con el bordillo y le flaqueaban las piernas. Ya oía gritos delante de él entre la niebla. Allí estaba el hotel Franchón y allí había algo mejor que una puerta para protegerle de aquellos franceses sedientos de sangre, había una cuerda colgando del balcón. Subió por ella colocando una mano sobre la otra, no como un gaviero que subía a la jarcia sino como un animal salvaje que empleaba la última estratagema, una peligrosa estratagema, para evitar caer en manos de sus enemigos, igualmente peligrosos y muy numerosos. Llegó a la barandilla, saltó por encima de ella y se quedó allí agachado, jadeando. Tenía la vista nublada y el corazón le latía con fuerza. Oyó las voces de los franceses abajo, discutiendo hacia dónde debían ir. No tardarían en ver la cuerda.
—Debe de haber entrado ahí…
Ahora podía respirar mejor y veía bien. Avanzó a gatas por el balcón tan rápido como podía y contó las ventanas para identificar la de la habitación de Diana. El postigo de la ventana estaba cerrado. Lo golpeó con los nudillos, pero no obtuvo respuesta. Sacó el escalpelo, deslizó la hoja por la ranura, movió hacia arriba la barra y abrió el postigo y luego dio golpecitos en el cristal.
Oyó una voz abajo.
—Voy a subir.
—Diana —dijo y vio que ella se sentaba en la cama—. ¡Rápido, por el amor de Dios!
La cuerda crujía ahora.
—¿Quién me llama?
—No seas tonta, mujer —dijo en voz baja, pero con énfasis junto a la pequeña abertura que había hecho entre el cristal y el marco, ya que hubiera sido desastroso romper el cristal—. ¡Abre rápido, por Dios!
Ella saltó de la cama y abrió la alta ventana. Él entró, volvió a cerrar el postigo sin hacer ruido, cerró la ventana de cristal y corrió la cortina. Luego se metió en la cama, una inmensa cama, y se tumbó en los pies de ésta.
—Acuéstate encima de mí —murmuró entre las sábanas—. Arruga el edredón en los pies de la cama.
Ella se sentó en la cama muy rígida, con los dedos de los pies apoyados en el cuello de Stephen. Oyeron pisadas en el balcón y luego voces.
—No, esa es la habitación de la mujer de Johnson. Examina las otras dos ventanas.
Una larga pausa y por fin llamaron a la puerta. Era
madame
Franchón. Dijo que sentía mucho molestar a la señora Villiers, pero que parecía que un ladrón se había refugiado en el hotel. Preguntó si la señora Villiers había visto u oído algo. Diana respondió que no, que no había visto ni oído nada en absoluto. La señora Franchón preguntó si podía echar un vistazo a las habitaciones interiores y señaló que la señora Villiers tenía las llaves.
—Por supuesto —dijo Diana—. Espere un momento. —Se levantó, tiró sobre la cama algunas prendas interiores, abrió la puerta y volvió a meterse en aquel nido de innumerables cojines y a taparse con el arrugado edredón—. Las llaves están encima de la mesa.
Madame
Franchón no tardó más que unos minutos en comprobar que las puertas de las habitaciones interiores no habían sido forzadas y las ventanas estaban cerradas y que no había dentro ningún ladrón, pero ese tiempo bastó para que Stephen llegara a creer que moriría asfixiado. Lo peor vino después, con las interminables excusas, pero se sintió aliviado cuando oyó que Diana cortó a
madame
Franchón y luego cerró la puerta y pasó el cerrojo.