Episodios de una guerra (38 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Histórico

Ambos sabían muy bien lo que eso significaba, sabían cuál era el compromiso de Johnson y disimularon cuando Michael Herapath regresó. El joven dijo que el cesto no se podía usar porque estaba lleno de ropa sucia.

—Sácala y trae el cesto —ordenó Herapath—. No, primero dile a Abednigo que necesito el coche y que lo conduciré yo mismo y luego corre al
Arcturus
y manda a Joe a Salem con algún mensaje urgente para John Quincy. Espera a que se vaya y quédate con sus llaves. Dile que permanezca a bordo del
Spica
hasta que yo mande a buscarle. ¿Qué le parece mi plan, señor? Es sencillo y fácil de llevar a cabo, ¿verdad? Es que yo soy un hombre sencillo y me gustan las cosas sencillas, creo que igual que a usted.

—Es realmente un buen plan, señor —dijo Jack—. Tiene muchas ventajas. Sí, es muy bueno. Sin embargo, quisiera que me permitiera cambiarlo sobre la marcha, en caso de que variara algún aspecto de la situación. Creo que podríamos usar el balcón, por eso sería conveniente llevar un rezón y unas diez brazas de cuerda gruesa.

—Por supuesto, aunque dudo que pueda ver usted el balcón porque la niebla es muy espesa. Fíjese, ahora no se pueden ver desde aquí las luces de la casa de mi vecino Dawson y hace media hora se veían claramente. Lo único que me preocupa es quiénes serán los negros que cargarán el cesto.

—¿Tienen que ser negros?

—No, pero eso sería lo normal y pasarían inadvertidos.

—Si yo me pintara de negro, como sugiere usted, podría ser uno de ellos.

—Pero el brazo, señor, el brazo y su estado de salud…

—Mi brazo izquierdo nunca ha estado mejor y es lo bastante fuerte para cargar la mitad del peso de Maturin. Mire…

Miró a su alrededor buscando un objeto pesado y vio un velador de mármol y lo levantó hasta una considerable altura.

—No obstante, señor —continuó—, creo que primero deberíamos reconocer el lugar. Lanzar un ataque contra un lugar de la costa sin conocer el puerto ni las mareas suele tener como consecuencia la pérdida de vidas humanas. Ordene al hombre que vigila el barco que se vaya y, mientras su hijo regresa, revisemos todos los puntos del plan, contrastemos ideas, reflexionemos…

—Muy bien —dijo Herapath—. Michael, coge la potranca.

El intervalo no fue muy largo y Herapath lo empleó en hacer un plano más completo del hotel, buscar el cesto, corchos, cuerda y unas llares que podrían usarse como rezón, cargar un trabuco naranjero y tres pistolas y preparar cartuchos y balas. Estaba entusiasmado como un niño y se notaba que quería actuar enseguida, que no le gustaba la idea de hacer un simple reconocimiento y que deseaba que éste y el
coup de main
formaran parte de una misma operación. Estaba preocupado por encontrar al otro negro que necesitaba y Jack pensó en que podrían llamar al portero indio, pero no sabía hasta qué punto podía confiar en él. Habría preguntas, y muchas, cuando encontraran los cadáveres de los franceses, y Jack no deseaba que a ellos tres les descubrieran en el escondite del
Arcturus
. Tampoco deseaba ver al señor Herapath con el dogal al cuello.

—Hay otro punto que considerar —dijo—. Hace falta que alguien se quede cuidando los caballos, a menos que usted se quede en el pescante.

—Bueno, eso puede hacerlo cualquier niño vagabundo. Siempre hay muchos niños vagabundos alrededor del hotel para sujetar las riendas de los caballos.

—Sí, pero es posible que los niños vagabundos reconozcan al señor Herapath —dijo Jack.

—Sí, es cierto —dijo Herapath—. Es mejor que me quede en el pescante con el cuello del abrigo subido.

Jack notó que su expresión había cambiado y pensó que no debía seguir hablando de ese punto.

—Si no es una molestia —dijo—, ¿podría proporcionarme una chaqueta que no fuera de uniforme? Las charreteras llaman mucho la atención, incluso en una noche con niebla. Tal vez lo mejor sería una chaqueta de un sirviente o una levita. Y también quisiera un sombrero corriente, un sombrero hongo, si tiene alguno a mano.

Verdaderamente, Jack llamaba mucho la atención, pues llevaba el uniforme de capitán de navío completo, a excepción del sable, que había entregado al rendirse.

—Piensa usted en todo —dijo Herapath y salió apresuradamente.

Había perdido el entusiasmo momentáneamente y volvió a recuperarlo cuando ayudó a Jack a probarse diferentes chaquetas y abrigos. Finalmente Jack escogió una gabardina muy vieja y descolorida.

—Pero tendremos que cortarle el pelo antes de transformarle en un negro.

Jack tenía el pelo largo y rubio y lo llevaba atado con una cinta negra a la altura de los hombros.

—Voy a buscar la tijera —añadió—. Pero ahora que lo pienso, el extracto de nueces es mucho mejor que el corcho quemado. No le importa embadurnarse con extracto de nueces, ¿verdad, capitán Aubrey?

—En absoluto —dijo Jack—. Después que hayamos examinado de cerca el lugar y trazado con exactitud el plan a seguir, puede usted teñirme de pies a cabeza y, si lo desea, cortarme el pelo también.

Entonces guardaron silencio para poder oír a Michael regresar. Herapath recolocó el cesto, el trabuco naranjero y la cuerda y trajo tres faroles, uno de ellos con una portezuela corrediza, y una cesta con provisiones para el escondite y entretanto Jack estuvo estudiando el plan. No lamentaba haber dado aquel paso, que, por otra parte, era el único que podía dar, pero sí lamentaba que el viejo Herapath quisiera actuar con prontitud. No estaba seguro de cuál sería el comportamiento del viejo caballero cuando la expedición que ahora consideraba una ficción se convirtiera en un suceso real, tal vez un suceso sangriento. Además, no le gustaba la idea de realizarla tan temprano porque pensaba que mientras más tarde se llevara a cabo una operación de ese tipo y mientras menos personas la presenciaran, mejor, pero le iba a ser difícil conseguir que Herapath se tranquilizara. Tampoco le parecían necesarios los negros, pues lo normal era que los propios empleados del hotel cargaran las cosas.

—¡Ahí está! —exclamó Herapath.

Unos momentos después su hijo entró en la habitación.

—¿Está todo arreglado, Michael? —inquirió.

—Sí, señor. Joe ya está camino de Salem en el coche de Gooch. Nuestro coche ya está preparado en el patio y he dicho a Abednigo que se vaya a dormir.

—Buen chico. Ahora hay que llevar al coche estas cosas. Todas caben en el cesto. Cuidado con el trabuco naranjero. Deprisa, deprisa. Venga por aquí, señor, por favor.

—Quisiera que primero me llevara a ver el barco —dijo Jack—. Uno de los principios fundamentales de la táctica es comprobar la vía de retirada.

Su tono era autoritario y Herapath no hizo ninguna objeción, pero se notaba que estaba descontento.

Herapath subió al pescante y el coche se puso en movimiento. Jack se dio cuenta enseguida de que no era un conductor muy hábil, pues al doblar la esquina una rueda rozó el bordillo produciendo un fuerte chirrido. Además, Herapath le contagió su nerviosismo a los caballos y muy pronto, a pesar de la niebla, el coche alcanzó tal velocidad que empezó a dar botes y los que iban dentro tuvieron que agarrarse con fuerza. Y mientras tanto repetía:

—¡Tranquilo,
Roger
! ¡Tranquila,
Bess
! ¡Tranquilo,
Rob
!

Estuvieron a punto de atropellar a dos soldados borrachos e hicieron subirse a la acera a una calesa, pero, afortunadamente, apenas había tráfico en las calles y los caballos fueron calmándose a medida que se acercaban al puerto. Herapath los condujo a la taberna que frecuentaba, mejor dicho, ellos le condujeron a él. Luego los tres, con un farol y la cesta de provisiones, fueron andando por el muelle hasta llegar al
Arcturus.

* * *

—Ahora, señor, le mostraré algo que seguramente le sorprenderá —dijo Herapath mientras bajaban al fondo del barco.

Al llegar abajo avanzaron hacia la popa entre el olor de los cabos, de la brea y del agua de la sentina y se detuvieron frente al pañol del pan. El pañol, ahora vacío, estaba recubierto de láminas de hojalata para evitar que entraran las ratas y todavía tenía olor a galletas. El señor Herapath empujó varias tablillas recubiertas de hojalata y las tocó con los nudillos y todas sonaban a hueco.

—¿Donde está? —murmuraba—. ¡Maldita sea! Hubiera jurado… La he visto cien veces…

—Creo que es ésta, señor —dijo su hijo, haciendo pivotar una tablilla.

Por la abertura que dejó la tablilla, pudo verse un espacio donde podían esconderse cuatro o cinco marineros mientras el barco era registrado.

—¡Mire! ¡Mire eso! —exclamó el señor Herapath—. Ya le dije que le sorprendería.

Tanto el padre como el hijo estaban tan contentos que Jack no tuvo valor para decirles que había visto por lo menos media docena de escondites como aquel durante la época en que era guardiamarina y teniente y debía registrar mercantes para reclutar por la fuerza a todos los marineros que fuera posible. Estaba esperanzado porque pensaba que el escondite pasaría inadvertido para quienes no eran marinos y que si bien los oficiales de la Armada real lo encontrarían fácilmente, los de la Armada norteamericana no, ya que no tenían práctica en detectarlos porque su tripulación estaba formada por voluntarios, no por marineros reclutados a la fuerza. Sin embargo, muchos marineros norteamericanos se habían escondido para evitar ser reclutados, tanto en barriles en la bodega como en escondites como ese, y muchos oficiales de la Armada norteamericana habían sido capitanes de barcos mercantes…

El señor Herapath le enseñó dónde estaba el pestillo interior que abría la portezuela, metió la cesta en el escondite y le dio las llaves a Jack.

—Ahora debemos ir a hacer el reconocimiento —dijo, mirando el reloj a la luz del farol—. Se está haciendo tarde.

Era ya muy tarde cuando el coche llegó al hotel, pues cuando se alejaba del puerto, debido a la torpeza de Herapath, los caballos habían tropezado con una carretilla estacionada en la calle y uno de los tirantes de los arneses, que estaba medio roto a consecuencia del tropezón que el coche había dado al principio del viaje, se partió en dos.

La cuerda que tenían les sirvió para unirlo, pero tardaron mucho en lograrlo porque los faroles normales se apagaban y había que encenderlos de nuevo dentro del coche y el farol con la portezuela corrediza daba muy poca luz y, además, porque los caballos estaban intranquilos y dificultaban el trabajo. El accidente había ocurrido en la esquina de la calle Washington y, a pesar de que la mayoría de los bostonianos dormían ya, se reunió alrededor de ellos un pequeño grupo para darles consejos y dos personas llamaron al señor Herapath por su nombre.

Al comienzo de la reparación, Herapath hablaba mucho, hacía muchas sugerencias y se mostraba deseoso de terminar y emprender de nuevo la marcha, pero cuando Jack terminó de unir el tirante a los arneses con la cuerda, hablaba menos, parecía encontrar defectos a todo y se ofendía por cualquier cosa, y cuando se dirigieron al hotel por fin, estaba silencioso.

Jack conocía bien aquellos síntomas, pues los había advertido frecuentemente cuando se acercaba con sus hombres a la costa de un país enemigo, momentos antes de que las baterías hicieran fuego. En cambio, el joven Herapath estaba sereno y demostraba tener una admirable paciencia porque permanecía imperturbable ante los reproches de su padre.

Era tarde, demasiado tarde para encontrar a niños vagabundos que sujetaran las riendas. Era tan tarde que apenas había signos de vida en el hotel, aparte de algunas luces en el vestíbulo y las voces que se oían en el bar cantando:
Malbrouk s'en va-t—en guerre, miroton, miroton, mirotaine…

Jack bajó el cristal de la ventanilla y observó la fachada. Cuando estaban reparando el arnés, el viento del noroeste había empezado a soplar, y ahora, aunque la niebla era todavía muy espesa, había algunos claros y Jack pudo ver los balcones del frente del hotel. El coche se detuvo, pero no justamente frente a la entrada sino a cierta distancia de ella. Jack descendió y, volviéndose hacia Michael Herapath, dijo:

—Entre, examine el terreno, dígales que estamos aquí y luego venga a informarme. ¿Se encuentra bien, Herapath?

—Sí, señor —respondió el joven.

Entonces avanzó por la acera hasta llegar al hotel. La puerta se abrió y un haz de luz iluminó la niebla y se oyeron las voces cantar mucho más alto:
Malbrouk ne reviens plus
. Jack se quedó al lado de los caballos. Todos parecían asustados e inquietos y uno de los que iban al frente parecía más nervioso que los demás. Incluso hicieron cabriolas al ver una gata con un gatito en la boca cruzar la calle. Desde allí Jack observó el hotel. Enseguida vio la polea que utilizaban los trabajadores y la cuerda que colgaba de ella y pensó que era muy conveniente que estuvieran allí. Dos hombres se acercaron por la acera y cuando miraron hacia el coche él fingió que comprobaba el tirante y el señor Herapath se subió el cuello del abrigo y se caló el sombrero. Luego se acercó otro caminando apresuradamente y murmurando algo para sí y después pasaron el señor Evans, de la
Constitution
, y un compañero conversando. Por último pasó una negra con un cesto en la cabeza.

Al señor Herapath le dieron ganas de hablar otra vez y durante un buen rato, dirigiéndose unas veces a Jack, que estaba cerca del pescante, y otras a sí mismo, no paró de hablar:

—¡Cuánto tarda! Yo podría haberlo hecho en la mitad de tiempo… Siempre la misma pérdida de tiempo… Deberíamos haber venido antes, como yo dije… ¡Silencio! Un hombre está cruzando la calle… Ya no soy tan joven, capitán Aubrey… Estas cosas son para los jóvenes… ¡Cuánto tarda ese condenado muchacho! ¿No le parece que hace mucho frío? Tengo los pies como témpanos de hielo… Soy un prominente ciudadano, capitán Aubrey, y miembro de organizaciones civiles de la ciudad y cualquiera podría reconocerme… Ese era el reverendo Chorley… Sería más prudente que me sentara dentro del coche… Si usted se sentara en el pescante…

—Por supuesto que sí, pero antes quisiera ir hasta la esquina y ver lo que hay allí.

Tenía la mente lúcida. El hecho de que en el hotel estuvieran cantando indicaba que nadie estaba al acecho. El balcón era un don del cielo y podría subir a él aunque su brazo herido no tenía mucha fuerza y estaba muy hinchado. Tenía la sensación de que iba a tomar parte en una batalla, sentía que el corazón le latía con fuerza, pero podía controlar su emoción. Y esa sensación aún perduraba cuando alzó la vista y observó las ventanas de Diana, que tenían los postigos cerrados, y el viento helado le azotó las mejillas. Pero mantenía los dedos cruzados…

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