Eterna (25 page)

Read Eterna Online

Authors: Guillermo del Toro & Chuck Hogan

Tags: #Terror

Estás en un callejón sin salida, Goodweather.

Eph sacudió la cabeza con fuerza, intentando deshacerse de la voz del Amo, que irrumpía como una incitación a la locura. Los prisioneros arañaban las jaulas a su paso, y Eph se vio atrapado en un ciclón de terror y confusión.

El lugarteniente de los vampiros entró por el otro extremo del corredor. Eph intentó abrir una puerta que conducía a una especie de oficina, con una silla semejante a la de un dentista cuya cabecera, así como el suelo a sus pies, era una gran costra de sangre. Otra puerta daba al exterior, y Eph avanzó tres pasos. Fuera lo esperaban los vampiros, que habían rodeado el edificio, y Eph giró y atacó, dándose la vuelta justo a tiempo para sorprender a una vampira que saltaba hacia él desde el techo.

¿Por qué has venido aquí, Goodweather?

Eph esquivó el cadáver de la vampira. Él y Bruno retrocedieron, codo con codo, en dirección a una edificación sin luz ni ventanas situada junto a la valla perimetral. ¿Eran acaso las habitaciones de los vampiros? ¿Los nidos de los
strigoi
?

Eph y Bruno se agacharon, y descubrieron que la valla giraba bruscamente y terminaba en otra edificación completamente oscura.

Un callejón sin salida. Te lo advertí.

Eph se encaró con los vampiros que venían hacia ellos en la oscuridad.

—Sin salida para los muertos vivientes —murmuró Eph—. ¡Hijo de puta!

Bruno lo miró, atónito.

—¿Hijo de puta? ¡Eres tú el que nos ha metido en esta trampa!

Cuando te capture y te convierta, conoceré todos tus secretos.

Estas palabras le produjeron escalofríos a Eph.

—Ahí vienen —le dijo a Bruno, y se preparó para recibirlos.

N
ora había ido al despacho de Barnes en el edificio administrativo, dispuesta a aceptar cualquier cosa, incluso entregarse a él, con el fin de salvar a su madre y tenerlo a su alcance. Despreciaba a su antiguo jefe, incluso más que a los vampiros opresores. La inmoralidad de Barnes le daba asco, pero el hecho de que creyera que ella era lo suficientemente débil como para someterse a su voluntad le daba náuseas.

Matarlo le demostraría eso. Si él fantaseaba con su sumisión, su plan era clavarle el cuchillo en el corazón. Matarlo con un cuchillo de mantequilla: ¡nada más apropiado!

Lo haría mientras él estuviera acostado en la cama o en medio de una de sus cenas tan espantosamente civilizadas. Él era peor que los
strigoi
: su corrupción no nacía de una enfermedad, no era algo que le hubieran inoculado. Su corrupción era oportunista, una elección suya.

Lo peor de todo era que pudiera verla como una víctima potencial. Él la había malinterpretado fatalmente, y lo único que le quedaba a ella era mostrarle su error. Con acero.

La hizo esperar tres horas de pie en un pasillo, sin sillas ni baños. Dos veces salió de su oficina, impecable con su uniforme blanco y almidonado. Pasó junto a Nora con unos papeles en la mano, y desapareció detrás de otra puerta. Y ella lo esperó con impaciencia; incluso cuando el silbato del campamento anunció la distribución de las raciones, su mente se concentró de lleno en su madre y en el asesinato que planeaba, mientras se llevaba una mano a su estómago que rugía.

Finalmente, la asistente de Barnes, una mujer joven, de pelo castaño y limpio a la altura de los hombros, y vestida con un impecable mono gris, le abrió la puerta sin mediar palabra; se quedó allí mientras Nora entraba. Su piel estaba perfumada y su aliento olía a menta. Nora le devolvió a la asistente su mirada de desaprobación, imaginando cómo habría logrado asegurar una posición de lujo en el mundo de Barnes.

La joven se sentó detrás de su escritorio, dejando que Nora intentara abrir la otra puerta, que permanecía cerrada con llave. Nora se volvió y se sentó en una de las dos sillas plegables apoyadas contra la pared, delante de la asistente. Esta emitió algunos sonidos en un esfuerzo por desentenderse de Nora y al mismo tiempo afirmar su superioridad. Su teléfono sonó y ella levantó el auricular, respondiendo en voz baja. El lugar, a excepción de las paredes de madera a medio acabar y del ordenador portátil, se asemejaba a una oficina anticuada de los años cuarenta: un teléfono fijo, un bloc y un lápiz, una bandeja con papel y un cartapacio. En el extremo de la mesa, al lado del papel, había una ración generosa de
brownies
de chocolate en un plato de papel. La asistente colgó después de susurrar unas palabras y vio a Nora mirar los dulces. Agarró el plato, comió un bocado, y algunas migas cayeron en su regazo.

Nora oyó un chasquido en el pomo de la puerta, seguido de la voz de Barnes:

—¡Adelante!

La asistente dejó el
brownie
fuera del alcance de Nora, y le hizo señas. Nora se dirigió a la puerta y giró el picaporte, que esta vez cedió.

Barnes estaba de pie detrás de su escritorio, metiendo unas carpetas en su maletín, preparándose para finalizar su jornada y abandonar el despacho.

—Buenos días, Carly. ¿Está listo el coche?

—Sí, doctor Barnes —canturreó la asistente—. Está en la puerta del campamento.

—Llama y asegúrate de que la calefacción esté encendida.

—Sí, señor.

—¿Nora? —dijo Barnes, todavía llenando el maletín y sin alzar la vista. Su actitud había cambiado mucho desde el último encuentro en el palacete—. ¿Hay algo que quieras comentarme?

—Tú ganas.

—¿Ah, sí? Maravilloso. Ahora dime: ¿qué gano?

—Tus intenciones. Conmigo.

Barnes vaciló un momento antes de cerrar el maletín y abrochar los cierres. La miró y asintió, un poco para sí mismo, como si tuviera dificultades para recordar su oferta inicial.

—Muy bien —dijo, y luego buscó algo en un cajón.

Nora esperó.

—¿Entonces? —preguntó.

—Entonces… —repitió él.

—¿Y ahora qué?

—Ahora tengo prisa. Pero ya te diré algo.

—¿No iré a tu casa ahora?

—Pronto. En otra ocasión. He tenido un día muy ocupado.

—Pero estoy lista…

—Ya lo veo. Pensaba que estarías un poco más ansiosa. ¿La vida en el campamento no es de tu agrado? No, creo que no. Te llamaré pronto —farfulló, aferrando el asa del maletín.

Nora captó su intención: la estaba haciendo esperar a propósito, prolongando su agonía como una venganza por haberse negado a irse a la cama con él. Un hombre viejo y sucio con delirios de poder.

—Y por favor, ten en cuenta para futuras ocasiones que no soy un hombre al que le hagan esperar. Confío en que esto te quede claro. ¿Carly?

La asistente apareció en el vano de la puerta.

—¿Sí, doctor Barnes?

—Carly, no consigo encontrar el libro de contabilidad. Tal vez puedas buscarlo y traérmelo a casa más tarde.

—Sí, doctor Barnes.

—¿A eso de las nueve y media?

Nora no vio en el rostro de la asistente la arrogancia satisfecha que se esperaba, sino un asomo de disgusto.

Los dos salieron a la antesala, susurrando. Era ridículo, como si Nora fuera la esposa de Barnes.

Nora aprovechó la oportunidad y corrió al escritorio de Barnes, buscando cualquier cosa que pudiera contribuir a su plan, algún fragmento de información reservada. Sin embargo, él se había llevado casi todos sus papeles. Sobresaliendo del cajón del medio, vio un mapa escaneado del campamento; cada zona tenía un código de distinto color. Más allá de la sala de maternidad, que ya conocía, y en la misma dirección en donde ella pensaba que se encontraba el campamento de «jubilación» había una zona llamada «Extracción», que tenía un área sombreada con la etiqueta «Sol». Nora intentó sacar el mapa para llevárselo, pero estaba adherido al fondo del cajón. Lo miró de nuevo, memorizándolo con rapidez, y cerró el cajón cuando Barnes regresó.

Se esforzó mucho en ocultar su ira y recibirlo con una sonrisa.

—¿Qué pasa con mi madre? Me prometiste…

—Y si mantienes tu parte del trato, obviamente yo mantendré la mía. Palabra de scout.

Era evidente que esperaba que ella le rogara, algo que Nora sencillamente no estaba dispuesta a hacer.

—Quiero saber si se encuentra a salvo.

Barnes asintió, con una leve sonrisa.

—Quieres plantear exigencias, ya lo veo. Soy el único que puede fijar las condiciones, en esto y en todo cuanto ocurre en el interior de este campamento.

Nora asintió, pero su mente ya estaba en otro lugar, y su muñeca se tanteaba la espalda, esperando el momento para sacar el cuchillo.

—Si tu madre va a ser procesada, lo será. No puedes hacer nada al respecto. Es probable que ya hayan ido a por ella y esté a punto de ser eliminada. Tu vida, sin embargo, sigue siendo moneda de cambio. Espero que la aproveches.

Nora tenía el cuchillo en la mano. Lo sujetó con fuerza.

—¿Has entendido? —preguntó él.

—Entendido —respondió ella con los dientes apretados.

—Tendrás que venir con una actitud mucho más agradable cuando te mande llamar, así que prepárate, por favor. Y sonríe.

Ella quería matar a aquel cabrón allí mismo.

Desde fuera de la oficina, la voz sobresaltada de su asistente irrumpió en la atmósfera caldeada:

—Señor…

Barnes se alejó antes de que Nora pudiera actuar, y volvió a la antesala.

Oyó unos pasos subiendo por las escaleras: eran pies descalzos.

Pies de vampiros.

Un grupo de cuatro vampiros fornidos, que en otro tiempo habían sido hombres, irrumpió en la oficina. Aquellos matones muertos vivientes llevaban tatuajes burdos como los de los presos sobre su piel flácida. La asistente jadeó y regresó a su escritorio, y los cuatro se apresuraron detrás de Barnes.

—¿Qué pasa? —preguntó él.

Se lo dijeron; telepáticamente y rápido. Barnes apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que lo agarraran por los brazos, lo levantaran casi en volandas y comenzaran a correr con él por la puerta, alejándose por el pasillo. A continuación, el silbato del campamento empezó a sonar.

Por todas partes. Algo sucedía. Nora escuchó y sintió la vibración de las puertas de abajo cerrándose.

La asistente permaneció en un rincón detrás de su escritorio, con el auricular en el oído. Nora oyó pasos rápidos en las escaleras. Las botas significaban seres humanos. La asistente se encogió, mientras Nora se dirigía a la puerta justo a tiempo para ver a Fet entrar apresurado.

Nora se quedó muda. La única arma que él traía en la mano era su espada. Su rostro denotaba la premura de un cazador tras su presa. Una sonrisa de gratitud, con la boca abierta, se dibujó en el rostro de Nora.

Fet les echó a ambas un vistazo rápido, y siguió hacia la puerta; estaba casi al otro lado cuando se detuvo, se enderezó y miró hacia atrás.

—¿Nora? —balbuceó.

Su calvicie. Su mono. No la había reconocido a primera vista.

—¡Correcto! —dijo ella.

Él la agarró y ella le arañó la espalda, escondiendo el rostro en su hombro sucio y maloliente. Él la apartó de sí un momento para mirarla de nuevo; se sentía emocionado por la enorme suerte de haberla encontrado, pero trataba de entender por qué tenía la cabeza rapada.

—Eres tú —le dijo, tocando su cabeza; luego la miró de cuerpo entero—. Tú…

—Y tú —dijo ella, mientras las lágrimas brotaban incontenibles de sus ojos. «No Eph, ya no. No Eph. Tú».

Él la abrazó de nuevo. Otros venían detrás de él. Gus y otro mexicanos. Gus dejó de correr cuando vio a Fet abrazar a un interno del campamento.

—¿Doctora Martínez?

—Soy yo, Gus. ¿Realmente eres tú?


¡A güevo!
Será mejor que lo creas —dijo él.

—¿Qué es este edificio? —preguntó Fet—. ¿La administración o algo así? ¿Qué estás haciendo aquí?

Por un momento, ella no podía recordar.

—Barnes —murmuró—. El del CDC. Dirige el campamento; ¡todos los campamentos!

—¿Dónde diablos está?

—Cuatro vampiros grandes acaban de venir a buscarlo. Su personal de seguridad. Salió por allí…

—¿Por aquí? —preguntó Fet, saliendo al pasillo.

—Un coche le espera en la puerta —explicó Nora—. ¿Eph está contigo?

Fet sintió una punzada de celos.

—Está conteniéndolos fuera. Yo iría tras Barnes, pero tenemos que volver a buscar a Eph.

—Y a por mi madre. —Nora lo agarró de la camisa—. Mi madre, no me iré sin ella.

—¿Tu madre? —preguntó Fet—. ¿Todavía está aquí?

—Eso creo —dijo, tocándole la cara—. No puedo creer que hayas venido. Y todo por mí.

Fet podría haberla besado. En medio del caos, de la confusión y del peligro, él podría haberlo hecho. El mundo había desaparecido alrededor de ellos. Era ella, solo ella delante de él.

—¿Por ti? —dijo Gus—. Diablos, nos gusta esta matanza de mierda. ¿Verdad, Fet?

La risa ahogó sus palabras.

—Tenemos que volver a por mi muchacho, Bruno —añadió.

Nora los siguió por la puerta, y luego se detuvo bruscamente. Miró a Carly, la asistente, que seguía de pie detrás de su escritorio en un rincón de la antesala, con el teléfono en la mano colgando a su lado. Se precipitó hacia ella y Carly abrió los ojos aterrorizada. Se abalanzó sobre el escritorio, cogió el
brownie
y el plato de papel, le dio un mordisco grande y lanzó el resto a la pared, muy cerca de la cabeza de la asistente.

Pero en ese momento triunfal, Nora solo sintió lástima por la joven.

Y de todos modos, el
brownie
no sabía tan bien como imaginaba.

E
n el patio exterior, Eph continuaba arremetiendo contra los vampiros, abriendo tanto espacio a su alrededor como le era posible. Los aguijones de los vampiros se extendían casi dos metros; la longitud de su brazo sumada a la de su espada cubría esa distancia. Así que siguió a la carga, describiendo un radio de plata de dos metros de diámetro.

Pero Bruno no estaba de acuerdo con la estrategia de Eph. Prefería eliminar cada amenaza individual por separado y, como era un asesino brutal y eficiente, hasta el momento se había salido con la suya. Pero también se estaba cansando. Persiguió a un par de vampiros que lo amenazaban desde un ángulo ciego, pero se trataba de un ardid. Bruno mordió el anzuelo, y los
strigoi
lo alejaron de Eph, copando el vacío entre ellos. Eph intentó acercarse a Bruno, pero los vampiros siguieron con su estrategia: separarlos para destruirlos.

Eph sintió el edificio contra su espalda. Su círculo de plata se convirtió en un semicírculo, su espada como una antorcha encendida manteniendo a raya la ferocidad de los vampiros. Algunos de ellos se pusieron a cuatro patas, con la intención de escapar de su alcance y agarrarlo por las piernas, pero Eph se las arregló para golpearlos, y con dureza, mientras el barro a sus pies se teñía de blanco a causa de la sangre vampírica. Pero a medida que los cuerpos se amontonaban, el perímetro de seguridad de Eph seguía reduciéndose.

Other books

Concealment by Rose Edmunds
The Impossible Alliance by Candace Irvin
An Act of Love by Nancy Thayer
The Killer Trail by D. B. Carew
Love and Law by K. Webster
On the Street Where you Live by Mary Higgins Clark
Red Country by Kelso, Sylvia