Eterna (24 page)

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Authors: Guillermo del Toro & Chuck Hogan

Tags: #Terror

Eph podía oler la terrosidad febril de los
strigoi
, sus deposiciones de amoniaco. El señor Quinlan caminaba a su lado, como un guardia conduciendo a sus prisioneros hacia el campamento.

Eph se sentía como si estuviera entrando en la boca de una ballena y temía ser devorado. Sabía que las probabilidades de superar una situación así no eran mayores que las de lograr salir de aquel matadero.

La comunicación se estableció en silencio. El señor Quinlan no tenía exactamente la misma longitud de onda telepática de los otros vampiros, pero su señal psíquica fue suficiente para pasar la primera inspección. Físicamente, parecía menos demacrado que los otros y su carne tenía la suavidad de los pétalos de lirio, en vez del aspecto macilento y plástico de los vampiros; sus ojos eran de un rojo más intenso, con una chispa que denotaba la independencia de su voluntad y de su pensamiento.

Entraron en un angosto túnel de lona, con el techo cubierto con una malla de tela. Eph vio a través de los alambres la lluvia y la oscuridad absoluta de un cielo vacío de estrellas.

Llegaron a un centro de cuarentena. Algunas lámparas alimentadas por baterías iluminaban aquella zona, pues estaba ocupada por seres humanos. Aquel sitio, con la débil luz proyectando sombras contra las paredes, la lluvia incesante del exterior y la sensación palpable de estar rodeados de cientos de seres malévolos, tenía el aspecto de una tenebrosa tienda de campaña en medio de la jungla.

Todos los empleados tenían la cabeza afeitada, los ojos secos y fatigados; llevaban monos grises como los de los reclusos y zuecos de goma perforada.

Les preguntaron sus nombres a los cinco humanos, y estos dieron nombres falsos. Eph garabateó una firma con un lápiz de punta roma al lado de su seudónimo. El señor Quinlan permanecía al fondo, junto a una pared de lona azotada por la lluvia, mientras cuatro
strigoi
se encontraban apostados como
golems
, dos a cada lado de la puerta abatible.

El señor Quinlan dijo que había capturado a los cinco prisioneros después de que asaltaran el sótano de un mercado coreano en la calle 129. Un golpe en la cabeza, propinado por uno de ellos, era la causa de las interferencias en su señal telepática, cuando lo cierto era que Quinlan estaba bloqueando el acceso de los vampiros a sus verdaderos pensamientos. Había dejado su bolsa junto a sus pies, sobre el suelo húmedo.

Los humanos intentaron desatar los nudos y guardar la cuerda para reutilizarla. Pero el nylon mojado no cedía y tuvieron que cortarlo. Bajo la mirada vigilante de los guardias vampiros, Eph permaneció de pie con la cabeza gacha, frotándose sus muñecas en carne viva. Le era imposible mirar a un vampiro a los ojos sin mostrar odio. Además, le preocupaba que sus mentes, que funcionaban como una colmena, detectaran su verdadera identidad.

Era consciente de la perturbación que se estaba gestando en la tienda. El silencio era incómodo, y los centinelas dirigían su atención al señor Quinlan. Los
strigoi
habían percibido algo diferente en él.

Fet también lo advirtió, y empezó a hablar súbitamente, tratando de desviar su atención.

—¿Cuándo comemos? —preguntó.

El ser humano apartó su vista del portapapeles y lo miró.

—Cuando te alimenten —respondió sin más.

—Espero que la comida no sea demasiado grasienta —puntualizó Fet—. No me sientan bien los alimentos grasos.

Los
strigoi
interrumpieron sus labores y miraron a Fet como si estuviera loco.

—Yo no me preocuparía por eso —comentó el jefe.

—De acuerdo —dijo Fet.

Uno de los
strigoi
vio el paquete del señor Quinlan en un rincón. El vampiro se acercó a la bolsa alargada para bates de béisbol.

Fet se puso tenso. Un funcionario humano agarró a Eph de la barbilla, y utilizó una linterna para examinar el interior de su boca. El hombre tenía bolsas en sus ojos del color del té negro.

—¿Eras médico? —le preguntó Eph.

—Algo así —respondió el hombre, examinándole los dientes.

—¿Algo así?

—Bueno, era veterinario —aclaró el hombre.

Eph cerró la boca. El hombre le examinó los ojos con la linterna, y lo que vio lo dejó intrigado.

—¿Has estado tomando algún medicamento? —inquirió.

A Eph no le gustó el tono del veterinario.

—Algo así —respondió.

—Estás en muy mal estado. Un poco contaminado —señaló el veterinario.

Eph vio que el vampiro cerraba de nuevo la cremallera de la bolsa de Quinlan. La cubierta de nylon estaba forrada con plomo de delantales para rayos X, procedentes del consultorio de un dentista en Midtown. Cuando el
strigoi
percibió las propiedades perjudiciales de las hojas de plata, dejó caer el paquete como si se hubiera escaldado.

El señor Quinlan se apresuró hacia el paquete. Eph empujó al veterinario, enviándolo al otro lado de la tienda. El señor Quinlan hizo lo propio con un
strigoi
y sacó rápidamente una espada. Los vampiros estaban demasiado aturdidos para reaccionar a la sorpresiva presencia de la hoja de plata. El señor Quinlan avanzó lentamente para que Fet, Gus y los otros pudieran coger sus armas. Eph se sintió muchísimo mejor cuando tuvo una espada en sus manos. El señor Quinlan sostenía la espada de Eph, pero no había tiempo para reparar en minucias.

Los vampiros no reaccionaban como hacían los humanos. Ninguno de ellos salió corriendo por la puerta para escapar o avisar a los demás. La voz de alarma se transmitía psíquicamente. Después de la conmoción inicial, el ataque de los vampiros no se hizo esperar.

El señor Quinlan derribó a uno con un golpe en el cuello. Gus se precipitó hacia delante, atravesándole la garganta con su espada al vampiro que arremetía contra él. La decapitación era una tarea peligrosa en lugares reducidos porque la trayectoria de los sablazos podía herir fácilmente a sus compañeros, y la sangre que rociaban los vampiros era cáustica y estaba infestada de gusanos parásitos e infecciosos. Los combates con los
strigoi
en espacios cerrados eran siempre el último recurso, y los cinco hombres salieron de la sala de admisión de cuarentena en cuanto pudieron.

Eph, el último en armarse, no fue atacado por vampiros, sino por el veterinario y su ayudante. Se sorprendió tanto que reaccionó al ataque como si fueran
strigoi
y hundió su espada en la base del cuello del veterinario. El chorro de sangre arterial salpicó el poste de madera que estaba en el centro de la sala, y los dos se miraron sorprendidos.

—¿Qué demonios estás haciendo? —gritó Eph.

El veterinario se puso de rodillas, y el segundo hombre miró a su amigo malherido.

Eph se alejó lentamente del moribundo, que fue arrastrado por su compañero. Eph se estremeció; acababa de matar a un hombre.

Salieron de la tienda y se encontraron en el campamento, al aire libre. La lluvia se había convertido en una neblinosa llovizna. Un sendero con techo de lona se extendía ante ellos, pero la noche hacía imposible que Eph pudiera ver todo el campamento. Aún no veían
strigoi
, pero sabían que la voz de alarma se había propagado. Sus ojos tardaron un momento en adaptarse a la oscuridad, de la cual emergieron los vampiros.

Los cinco se desplegaron en forma de arco para recibir a las criaturas. Tenían espacio para girar libremente sus espadas, plantarse con un pie atrás y mandar sablazos con la fuerza suficiente para cercenarles la cabeza. Eph avanzó, cortando con furia y mirando constantemente hacia atrás.

Fue así como eliminaron a la primera oleada de vampiros. Siguieron adelante, aunque no contaban con ninguna información sobre la disposición del campamento. Buscaron algún indicio de la ubicación de los internos. Una pareja de vampiros llegó desde el lado izquierdo, pero el señor Quinlan protegió su flanco, los liquidó y luego condujo a los demás en esa dirección.

Más allá, en contraste con la oscuridad, se erguía una estructura alta y estrecha: un puesto de vigilancia emplazado en el centro de un círculo de piedra. Otros vampiros llegaron corriendo a toda velocidad y los cinco hombres cerraron filas, moviéndose como una falange, con sus cinco hojas de plata cortando cabezas al unísono.

Tenían que matar con rapidez. Los
strigoi
estaban dispuestos a sacrificarse varios de ellos con tal de aumentar sus posibilidades de capturar y convertir a un oponente humano.

Eph pasó a la retaguardia, caminando hacia atrás mientras los cinco formaban un círculo móvil, un anillo de plata para mantener a raya al enjambre de vampiros. Eph ya se había adaptado a la oscuridad, y vio a otros
strigoi
congregándose en la distancia. Avanzaban, pero sin atacar. Planeaban un ataque más coordinado.

—Se están preparando para atacar —advirtió—. Creo que estamos siendo empujados en esa dirección.

Oyó el corte húmedo de una espada, y luego la voz de Fet:

—Un edificio más adelante. Nuestra única esperanza es avanzar zona por zona.

Llegamos demasiado pronto al campamento
, dijo el señor Quinlan.

El cielo aún no mostraba signos de claridad. Todo dependía de aquel lapso poco fiable de luz solar. Ahora la clave era resistir en territorio enemigo hasta el precario amanecer.

Gus maldijo y liquidó a otra criatura.

—Permaneced juntos —dijo Fet.

Eph siguió caminando hacia atrás. Solo podía ver los rostros de la primera línea de los vampiros que los perseguían y los miraban fijamente. En realidad, parecían mirarlo a él.

¿Era solo su imaginación? Eph caminó más despacio y luego se detuvo por completo, permitiendo que los demás avanzaran unos pocos metros.

Los perseguidores también se detuvieron.

—¡Ah, mierda! —exclamó Eph.

Lo habían reconocido. El equivalente de una orden de captura transmitida a todas las agencias de seguridad en la red psíquica de los vampiros era un hecho cumplido. La colmena fue alertada de su presencia, lo cual significaba una sola cosa.

El Amo sabía que Eph estaba allí, y lo veía a través de sus esbirros.

—¡Oye! —gritó Fet, volviéndose hacia Eph—. ¿Por qué demonios te has detenido…? —Luego vio a los
strigoi
, tal vez a dos docenas de ellos, observándolos—. ¡Jesús! ¿Están hipnotizados?

Esperan órdenes.

—Cristo, vamos a…

El silbato del campamento resonó —sacudiendo a los cinco—; un bramido estridente seguido de otros cuatro en rápida sucesión. Y se hizo de nuevo el silencio.

Eph sabía cuál era el propósito de la alarma: no solo alertar a los vampiros, sino también a los humanos. Tal vez era una llamada para que buscaran refugio.

Fet miró hacia el edificio más próximo. Contempló de nuevo el cielo en busca de luz.

—Si los puedes alejar de aquí, de nosotros, conseguiremos entrar y salir de este lugar mucho más rápido —le dijo a Eph.

Eph no tenía ningún deseo de quedar convertido en un juguete rojo y masticable en manos de aquel grupo de chupasangres, pero captó la lógica del plan de Fet.

—Solo hazme un favor —dijo—, que sea rápido.

—¡Gus, quédate con Eph! —ordenó Fet.

—De ninguna manera —replicó Gus—. Voy a entrar. Bruno, quédate con él.

Eph sonrió al constatar la aversión que Gus sentía hacia él. Cogió al señor Quinlan del brazo y tiró de él, a fin de intercambiar sus espadas.

Me encargaré de los guardias humanos
, dijo el señor Quinlan, y desapareció en un instante.

Eph apretó su empuñadura de cuero, y esperó a que Bruno llegara a su lado.

—¿Estás cómodo con esto?

—Mejor que bien —dijo Bruno, casi sin aliento, pero con una amplia sonrisa, como un niño. Sus dientes completamente blancos ofrecían un marcado contraste con su piel de color marrón claro.

Eph bajó su espada, corrió a la izquierda y se alejó de la edificación. Los vampiros vacilaron un momento antes de seguirlo. Eph y Bruno doblaron la esquina de una edificación anexa, semejante a un galpón, larga y completamente oscura. Más allá, la luz brillaba desde el interior de una ventana. Las luces eran una señal de la presencia de seres humanos.

—¡Por aquí! —gritó Eph, echando a correr. Bruno lo siguió jadeando. Eph miró hacia atrás y, como era de esperar, los vampiros ya estaban doblando la esquina detrás de ellos. Eph corrió en dirección a la luz, y vio a un vampiro de pie, cerca de la puerta del edificio.

Era imponente, iluminado desde atrás por la luz tenue de una ventana. Eph vio su pecho amplio y el cuello grueso como un tronco, con borrosos tatuajes, de un color verdoso a causa de la sangre blanca y de las numerosas estrías.

De inmediato, como un recuerdo traumático forzando su camino de retorno a la conciencia, la voz del Amo se alojó en la mente de Eph.

¿Qué estás haciendo aquí, Goodweather?

Eph se detuvo y le enseñó su espada al vampiro. Bruno se giró a su lado, mientras les echaba un vistazo a los que venían detrás.

¿Por qué has venido hasta aquí?

Bruno rugió y derribó a dos atacantes. Eph se dio la vuelta, momentáneamente distraído, para observar al resto de criaturas agrupadas a pocos metros de distancia —respetando la plata—, pero reparó en que se habían descuidado y se volvió rápidamente.

La punta de su espada tocó el pecho del vampiro que arremetía contra él, entrando en su piel y en sus músculos por el lado derecho, pero sin atravesarlo. Eph retiró rápidamente la hoja de plata y apuñaló la garganta del vampiro cuando la mandíbula de la criatura empezaba a desencajarse, dejando al descubierto su aguijón. El vampiro tatuado se estremeció y cayó al suelo.

—¡Cabrones! —exclamó Bruno.

El contingente de vampiros se arrojó sobre ellos. Eph giró y preparó su espada. Pero eran demasiados, y todos se movían al mismo tiempo. Eph comenzó a retroceder…

Has venido aquí para buscar a alguien, Goodweather.

… Y sintió las piedras bajo sus pies mientras se acercaba al edificio. Bruno seguía arremetiendo y despachando a sus atacantes mientras Eph retrocedía tres pasos, tanteaba el pomo de la puerta y abría el pestillo.

Ahora eres mío, Goodweather.

Su voz resonó, desorientando a Eph. El médico tocó el hombro de Bruno, indicando al pandillero que entrara con él. Pasaron corriendo junto a las jaulas improvisadas a ambos lados del estrecho pasillo, donde se hallaban confinados varios seres humanos, unos más angustiados que otros. Era una especie de asilo para locos. Los reclusos les gritaron mientras Eph y Bruno seguían corriendo.

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