Eterna (43 page)

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Authors: Guillermo del Toro & Chuck Hogan

Tags: #Terror

—Fue una…, una revelación.

—¡Ja! ¡Traidor un minuto y profeta de mierda al siguiente! —vociferó Gus, intentando atacarlo de nuevo.

—Escuchad —dijo Eph—. Sé cómo suena esto. Pero yo vi cosas. Un arcángel vino a mí…


¡Oh, mierda!
—dijo Gus.

—… Con grandes alas de plata.

Gus forcejeó para atacarlo una vez más; el señor Quinlan intervino de nuevo, y solo por esta vez, Gus intentó luchar contra el Nacido. El señor Quinlan le arrebató el cuchillo de la mano, haciéndole casi crujir los huesos, rompió el cuchillo en dos y tiró los pedazos por la borda.

Gus se agarró la mano dolorida y se apartó del señor Quinlan como un perro apaleado.

—¡Que se joda él, y sus mentiras de drogadicto!

Él luchó consigo mismo, como Jacob…, como todos los grandes hombres que han puesto los pies en esta tierra. No es la fe lo que distingue a nuestros verdaderos líderes. Es la duda. Su capacidad para superarla.

—El arcángel… me mostró… —balbuceó Eph—. Me llevó allí.

—¿Adónde? —dijo Nora—. ¿Al sitio? ¿Dónde está?

Eph temía que la visión comenzara a borrarse de su memoria, como un sueño. Sin embargo, permaneció fija en su consciencia, aunque no le pareció prudente repetirla con todos sus pormenores en este momento.

—Está en una isla. En una entre muchas.

—¿En una isla? ¿Dónde?

—Cerca… Pero necesito el libro para confirmarlo. Podría leerlo ahora, estoy seguro. Puedo descifrarlo.

—De acuerdo —dijo Gus—. ¡Traedle el libro! ¡El mismo que le quería entregar al Amo! Entrégaselo. Tal vez Quinlan también esté con él en eso.

El señor Quinlan no hizo caso de la acusación de Gus.

Nora le hizo señas a Gus para que se callara.

—¿Cómo sabes que puedes leerlo?

Eph no tenía forma de explicarlo.

—Simplemente lo sé.

—Es una isla. Has dicho eso. —Nora caminó hacia él—. Pero ¿por qué? ¿Por qué te han mostrado eso?

—Nuestros destinos, incluso los de los ángeles, nos son dados en fragmentos —aseveró Eph—. El
Occido lumen
contenía revelaciones que la mayoría de nosotros ignorábamos; le fueron mostradas a un profeta por medio de una visión y luego fueron consignadas en un puñado de tablillas de arcilla perdidas posteriormente. Siempre ha sido así: las pistas y las piezas que conforman la sabiduría de Dios nos llegan a través de medios improbables: visiones, sueños y presagios. Me parece que Dios envía el mensaje, pero deja que nosotros lo descifremos.

—¿Te das cuenta de que nos estás pidiendo que confiemos en una visión que tuviste? —dijo Nora—. ¡Justo después de admitir que ibas a traicionarnos!

—Os lo puedo demostrar —dijo Eph—. Sé que creéis que no podéis confiar en mí; pero debéis hacerlo. No sé por qué…, pero creo que puedo hacer que nos salvemos. Todos nosotros. Incluyendo a Zack. Y destruir al Amo de una vez para siempre.

—Estás jodidamente loco —dijo Gus—. ¡Eras solo un cabrón estúpido, pero ahora resulta que también estás loco! Apuesto a que se tomó algunas de las pastillas que le dio a Joaquín. ¡Nos está hablando acerca de un sueño de mierda producido por las drogas! El doctor es un adicto y está en un trance. O le entró el mono. ¿Y se supone que debemos hacer lo que nos dice? ¿Por un sueño acerca de algunos
ángeles
? —Gus agitaba sus manos al hablar—. Si creéis en eso, entonces estáis tan jodidamente locos como él.

Él está diciendo la verdad. O lo que él sabe que es la verdad.

Gus se quedó mirando al señor Quinlan.

—¿Es lo mismo que estar en lo cierto?

—Pienso que debemos creer en lo que él dice —afirmó Fet.

Eph se conmovió ante la nobleza del corazón de Vasiliy.

—Digo que cuando estábamos en el campamento de extracción de sangre, ese signo en el cielo estaba destinado a él. Debe existir una poderosa razón para que él haya tenido esa visión.

Nora miró a Eph como si casi no lo conociera. Cualquier rastro de familiaridad hacia él desapareció repentinamente, y él se dio cuenta de ello. Ahora era un instrumento, como el
Lumen
.

—Creo que debemos escucharlo.

Castillo Belvedere

ZACK SE SENTÓ EN EL PROMONTORIO ROCOSO del hábitat del leopardo de las nieves, debajo de las ramas de un árbol muerto. Sintió que sucedía algo. Algo raro. El castillo siempre parecía reflejar el estado de ánimo del Amo del mismo modo en que los instrumentos atmosféricos respondían a los cambios de temperatura y de presión del aire. Algo se avecinaba. Zack no sabía cómo, pero lo percibía.

Tenía el rifle en su regazo. Se preguntó si tendría que utilizarlo. Pensó en el leopardo de las nieves que antes había acechado en aquel paraje artificial. Echaba de menos a su mascota —y a su amigo— y, sin embargo, en cierto sentido, el leopardo todavía estaba allí con él. Dentro de él.

Vio un movimiento fuera de la alambrada. Aquel zoo no había tenido otro visitante en los últimos dos años. Zack utilizó la mira del rifle para localizar al intruso.

Era su madre, que venía corriendo hacia él. Zack la conocía lo suficiente como para detectar su agitación. Ella aminoró la marcha al acercarse al hábitat y ver a Zack allí. Un trío de exploradores llegó saltando a cuatro patas tras ella, como perros persiguiendo a su dueño a la hora de la comida.

Esos vampiros ciegos eran sus hijos. No Zack. Ahora, en lugar de ser ella la única que había cambiado —habiéndose convertido en vampiro y abandonando la comunidad de los vivos—, Zack comprendió que era él quien había dejado de llevar una existencia normal. Que era él quien había muerto en relación con su madre, y había vivido antes que ella como una huella que Kelly ya no podría recordar, un fantasma en su casa. Zack era el extraño. El otro.

Por un momento, mientras la tenía en la mira, puso su dedo índice en el gatillo, listo para apretar. Pero soltó el rifle.

Salió por la puerta por donde echaban la comida en la parte posterior del hábitat y se dirigió hacia ella. Su agitación era sutil. La forma en que colgaban sus brazos, con los dedos extendidos. Zack se preguntó de dónde vendría. Y adónde habría ido cuando el Amo la envió. Zack era su único Ser Querido que aún vivía, de modo que ¿a quién buscaba ella? ¿Y cuál era el motivo de sus repentinas prisas?

Sus ojos brillaban con un centelleo enrojecido. Ella giró y comenzó a alejarse, dirigiendo con sus ojos a los exploradores, y Zack la siguió, con el rifle a un lado. Salieron del zoológico y Zack vio un contingente de vampiros —un regimiento de la legión que rodeaba el castillo del Amo— correr a través de los árboles hacia el borde del parque. Algo estaba ocurriendo. Y el Amo lo había llamado a él.

Isla Roosevelt

EPH Y NORA ESPERARON EN EL BARCO, atracado en el lado de la isla Roosevelt que daba a Queens, cerca de la punta septentrional de Lighthouse Park. Creem estaba sentado, mirándolos desde la retaguardia, absorto en sus armas. Al otro lado del East River, Eph vio brillar entre los edificios las luces de un helicóptero que sobrevolaba Central Park.

—¿Qué va a ocurrir? —le preguntó Nora, cubierta con la capucha de su chaqueta para protegerse de la lluvia—. ¿Lo sabes?

—Lo ignoro —dijo él.

—Lo lograremos, ¿verdad?

—No lo sé —respondió Eph.

—Se suponía que debías decir que sí —dijo Nora—. Llenarme de confianza. Hacerme creer que podemos conseguirlo.

—Creo que podemos.

Nora se tranquilizó por el tono confiado de su voz.

—¿Y qué haremos con él? —preguntó, refiriéndose a Creem.

—Creem cooperará. Nos llevará al arsenal.

Creem resopló al oír eso.

—Porque ¿qué otra cosa podría hacer? —dijo Eph.

—¿Qué podría hacer? —repitió Nora—. El escondite de Gus ha sido descubierto. Y lo mismo sucede con el tuyo en la Oficina del Forense. Y ahora Creem conoce el refugio de Fet.

—Nos hemos quedado sin opciones —dijo Eph—. Aunque en realidad solo hemos tenido dos opciones durante todo este tiempo.

—¿Cuáles son? —preguntó Nora.

—Claudicar o destruir.

—O morir en el intento —añadió ella.

Eph vio al helicóptero despegar de nuevo, yendo en dirección norte por Manhattan. La oscuridad no los protegería de los ojos de los vampiros. El regreso sería peligroso.

Se oyeron voces. Gus y Fet. Eph reconoció la silueta del señor Quinlan, que venía con ellos, sosteniendo algo en sus brazos, una especie de barril de cerveza envuelto en una lona.

Gus fue el primero en subir

—¿Han intentado algo? —le preguntó a Nora.

Nora negó con la cabeza. Eph comprendió que ella se había quedado para vigilarlos, como si él y Creem pudieran alejarse en el barco y dejarlos atrapados en la isla. Nora pareció avergonzada de que Gus se lo hubiera dicho delante de Eph.

El señor Quinlan subió a la embarcación, que se hundió con su peso y el del barril. Sin embargo, lo descargó con facilidad sobre la cubierta, un testimonio de su fuerza prodigiosa.

—Veamos este chico malo —dijo Gus.

—Cuando lleguemos allí —advirtió Fet, apresurándose hacia los mandos—. No quiero abrir esa cosa con esta lluvia. Además, si vamos a entrar al arsenal del ejército, tendremos que llegar cuando salga sol.

Gus se sentó en el suelo apoyado en la borda del barco. La humedad no parecía molestarle. Se colocó con su arma de modo que pudiera mantener un ojo en Creem y en Eph.

L
legaron al muelle del otro lado, y el señor Quinlan llevó el dispositivo al Hummer. Ya había hecho lo propio con las urnas de roble.

Fet se sentó al volante, y partieron rumbo al puente George Washington, en el norte de la ciudad. Eph se preguntó si se encontrarían con alguna barricada, pero luego se dio cuenta de que el Amo aún no sabía su dirección ni su destino. A menos que…

Eph se volvió hacia Creem, acurrucado en el asiento trasero.

—¿Le dijiste al Amo algo acerca de la bomba?

Creem lo miró fijamente, sopesando los pros y los contras de responderle con la verdad.

No lo hizo.

Creem miró al señor Quinlan con desagrado, confirmando que había leído su mente.

No había barricadas. Cruzaron el puente hacia Nueva Jersey, siguiendo las señales para tomar la interestatal 80 Oeste. Fet abolló el parachoques de plata del vehículo apartando a unos cuantos coches para despejar el camino, pero aparte de eso no encontraron mayores obstáculos. Mientras estaban detenidos en un cruce, tratando de averiguar qué camino tomar, Creem intentó arrebatarle el arma a Nora para escapar. Sin embargo, su peso le impidió hacer un movimiento rápido y chocó contra el codo del señor Quinlan, así que su prótesis dental de plata quedó tan abollada como el parachoques de su Hummer.

Si hubiera detectado su vehículo, el Amo habría sabido su ubicación de inmediato. Pero el río, y la prohibición de cruzar masas de agua en movimiento por su propia voluntad debían de haber disminuido la velocidad de los esbirros que los perseguían, y acaso también la del propio Amo. Así que, por el momento, solo tenían que preocuparse por los vampiros de Jersey.

El Hummer tragaba mucho combustible y la aguja de la gasolina estaba casi a cero. También estaban librando una carrera contra el tiempo, pues necesitaban llegar al arsenal al amanecer, mientras los vampiros dormían. El señor Quinlan obligó a hablar a Creem para que les diera instrucciones.

Salieron de la carretera y enfilaron hacia Picatinny. Las seis mil quinientas hectáreas de la enorme instalación militar estaban valladas. Tendrían que aparcar en el bosque y recorrer casi un kilómetro a través de un pantano para que Creem se aventurara en el interior.

—No hay tiempo para eso —señaló Fet, pues el Hummer estaba casi sin gasolina—. ¿Dónde está la entrada principal?

—¿Qué pasa con la luz del día? —dijo Nora.

—Está llegando. No podemos esperar —bajó la ventanilla de Eph y señaló la metralleta.

—Prepárate.

Cuando llegaron, se dirigieron directamente a la puerta, cuyo cartel decía: Arsenal Picatinny, centro mixto de alta calidad de armamentos y municiones. Pasó por una edificación que decía: Control de visitantes. Los vampiros salieron de la caseta de seguridad y Fet los cegó con las luces largas y las del techo del Hummer, antes de embestirlos con la defensa de plata. Cayeron como espantapájaros rellenos de leche. Aquellos que evitaron la franja letal del Hummer bailaron frente a la metralleta de Eph, que disparó sentado en la ventanilla del copiloto.

Ellos le comunicarían al Amo la ubicación de Eph, pero el amanecer inminente —las nubes negras y arremolinadas comenzando a aclararse— les daban un par de horas de ventaja.

Eso sin tener en cuenta a los guardias humanos, algunos de los cuales salieron del centro de visitantes cuando el Hummer ya había pasado. Corrían hacia sus vehículos de seguridad mientras Fet giraba por una esquina, cruzando lo que parecía ser una ciudadela. Creem señaló el camino hacia el área de investigación, donde creía que había detonadores y fusibles.

—Aquí —dijo, mientras se acercaban a una calle con edificios bajos desprovista de carteles.

El Hummer tosió y se tambaleó. Fet se dirigió a un terreno cercano y se detuvo allí. Bajó de un salto; el señor Quinlan arrastró a Creem como si fuera un fardo de ropa y luego empujó el Hummer a un garaje parcialmente resguardado del camino. Abrió la parte de atrás y sacó el arma nuclear como si se tratara de una bolsa de viaje, mientras todos aferraban sus armas, a excepción de Creem.

Tras la puerta abierta encontraron un módulo de investigación y desarrollo que evidentemente llevaba bastante tiempo inactivo. Las luces funcionaban, y el lugar parecía desvalijado, como una tienda de saldos. Todas las armas de destrucción masiva habían sido sacadas de allí, pero los dispositivos no letales y sus componentes seguían sobre las mesas de dibujo y las de trabajo.

—¿Qué estamos buscando? —preguntó Eph.

El señor Quinlan bajó el paquete. Fet retiró la lona. El dispositivo parecía un barril pequeño: un cilindro negro con correas y hebillas a los lados y en la tapa. Las correas tenían letras rusas.

Un manojo de cables sobresalía en la parte superior.

—¿Eso es todo? —preguntó Gus.

Eph examinó la maraña de cables trenzados que se extendían desde debajo de la tapa.

—¿Estás seguro de esto? —le preguntó a Fet.

—Nadie va a estar absolutamente seguro antes de que este chisme forme un hongo en el cielo —apuntó Fet—. Tiene una potencia de un kilotón, lo cual es poco para un arma nuclear, pero suficiente para nuestras necesidades. Se trata de una bomba de fisión, de baja eficacia. Las piezas de plutonio son el disparador. Esto volará cualquier cosa que se encuentre en un radio de ochocientos metros a la redonda.

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